El último hombre de Mary Shelley – por Francesc Sánchez

Puede que el lector recuerde que hace unos cinco años vivimos una pandemia. Y no estoy bromeando, lo pongo como una posibilidad porque desde la distancia, esta situación, que nos afectó a la vida en todos sus sentidos durante bastante tiempo, parece que la hemos olvidado por completo. Hubo muchas muertes, muchos enfermos, una cuarentena, la paralización de la economía durante meses, y finalmente una campaña de vacunación. Sacó lo mejor y también lo peor de nosotros mismos. Realmente en algunos momentos, mientras pasaban los días, parecía que esa iba a ser para siempre nuestra realidad. De repente se nos acabó no el futuro, sino el presente. Pues bien, Mary Shelley, la creadora de la abominación de Frankenstein o el Moderno Prometeo, todo esto ya lo había pensando y lo dejó por escrito, proyectándolo hacía el futuro doscientos años, para que alguien lo leyera en El último hombre. Una novela, con un estilo a veces difícil de leer porque quiere expresar siempre lo que piensa y siente su narrador, con profusión de descripciones paisajísticas, diríamos poéticas, pero que indudablemente merece ser leída. Fue publicada en 1826 y recibió muy duras críticas, quedando relegada al olvido, hoy diríamos a la cancelación, porque a través de sus personajes rompe con las tendencias literarias que estaban de moda, y porque con todo lo que nos cuenta expone con crudeza el final inexorable de los tiempos.

Lionel Verney es un joven huérfano que vive con su hermana Perdita y una familia de campesinos que les dan techo y comida a cambio de su fuerza de trabajo. Su padre tenía grandes amigos de posición elevada, pero también tenía un problema con el juego y las deudas, aún así antes de desaparecer de este mundo escribió una carta a su mejor amigo para que se encargara de sus hijos. Sin embargo, este potencial benefactor nunca apareció, y el joven Lionel junto con su hermana y su madre que moriría pocos años después, vivió una vida llena de dificultades. Por esa razón Lionel Verney, tiene una insatisfacción y un resentimiento que le provocan una inclinación hacia el mal. Sin embargo, la vida de los dos hermanos cambiará para bien, o al menos eso es lo que parece durante bastante tiempo, cuando aparece en sus vidas el joven Adrian, hijo del amigo de su padre, y hermano de la también joven Idris, de la que Lionel Verney quedará enamorado. Adrian es un hombre sensible y cultivado que ayuda en todo lo que puede a sus nuevos amigos, llega realmente a congeniar con ellos y transforma sus vidas, pero su carácter le lleva a encajar muy mal un desamor con una princesa griega llamada Evadne, que está enamorada de otro hombre que es su antítesis. Perdita, la hermana de Lionel, también quedará prendada de un amigo de la familia, Lord Raymond, hombre de acción y aventurero al cual admira por su fuerza vital. Este circulo de amigos vivirá feliz durante un tiempo en el Castillo de Windsor… durante un tiempo.

Diremos que lo que ha provocado su felicidad también provoca su desgracia. Este amor romántico que lo puede todo destruirá la vida de algunos de estos personajes, y llevará a Lord Raymond a Grecia, donde se convierte en uno de los líderes de los griegos en su guerra eterna contra los turcos, hasta que llega a Constantinopla, tomada por éstos, y hace acto de presencia ESO. Entonces, con su debida transición, entramos en una novela aparentemente distinta. Pasamos de los buenos y los malos momentos de un grupo de amigos, si queremos también de los horrores de la guerra, a una amenaza exterior proveniente de la naturaleza, que irá en su búsqueda y en la de toda la humanidad. Mejor que la presente sin más rodeos, LA PESTE. Ésta avanza desde Oriente y va provocando muerte a su paso: la enfermedad no es nueva, pero hasta entonces había estado circunscrita a una región turca, y ahora, esta nueva cepa es mucho más contagiosa y mortífera, tanto que se ha transformado de una epidemia a una pandemia. Toda Europa, América, y el resto del mundo, está asolado por la enfermedad. Por si faltaba algo los fenómenos meteorológicos extremos también hacen acto de presencia provocando grandes inundaciones. Inglaterra, con permiso de Escocia y Gales, siendo una isla se creé inmune, pero finalmente también sucumbe. El comercio se interrumpe y muchos trabajadores quedan sin oficio ni beneficio. Inglaterra, la que se hizo fuerte y grande -levantó un Imperio-, gracias al comercio con otras naciones, decide volver a la autarquía, a una economía de subsistencia para mantenerse por si misma. El gobierno pone en marcha medidas para poder afrontar esta nueva situación, pero sorprendentemente -volveremos más tarde sobre esto-, no son coercitivas sino preventivas. La población, en los momentos de baja incidencia de la enfermedad, sale a disfrutar de la vida olvidando su situación como si no hubiera un mañana. En un momento dado asistimos a una obra de teatro en las que todos se reconocen y quedan conmocionados. Adrian, cuando el máximo responsable del Estado desaparece para ponerse a buen recaudo, tendrá un importante papel en todo esto.

Nada de esto evita que surjan conflictos, entre ellos y con los que llegan de fuera. Un momento crítico es la llegada de un numeroso grupo de norteamericanos que nada más pisar la isla empieza a saquearla y a enfrentarse con los ingleses. Sin embargo, en esto a diferencia de la enfermedad que proviene de la indomable naturaleza, al ser un conflicto humano, se encuentra una solución. La peste será contundente y despiadada con todos por lo que nuestros protagonistas deciden abandonar la isla y emprender un viaje incierto hacia tierras con un clima más benigno. Llegan a Francia y no encuentran casi habitantes. No contaré mucho más, tan sólo decir que en este camino surge también el conflicto entre los diferentes grupos que se forman, incluido uno aglutinado por un falso Mesías que ha creado su propio credo sectario, condenando a todos aquellos que no le sigan por haber desobedecido a Dios, es decir a él mismo, y por esa razón sentencia, les ha llegado la enfermedad y la muerte. Nada parece indicar que esta historia vaya a terminar bien, pero Mary Shelley es capaz de ofrecernos la salvación en un bello paisaje definido por las montañas de los Alpes, y también la desolación no mucho después. Lionel Verney, el que nos cuenta toda esta historia, decide ponerla por escrito para que otros la lean, y sepan que es lo que hicieron en su momento.

Las claves de la novela son la fuerza de los sentimientos que lo pueden todo pero que finalmente tienen un su interior el germen de la muerte. Una visión pesimista pero certera de lo que fue el amor romántico durante mucho tiempo, que tiene en su aspecto más negativo como máximo exponente a Penas del joven Werther de Johann Wolfgang von Goethe, que provocó más de un suicidio. Una fuerza de la voluntad, sumada a la razón, pues no olvidemos que los románticos, aunque contestatarios fueron hijos también de la Ilustración, que nada puede hacer frente a un mal que proviene de la naturaleza. Ya sea la peste o la fuerza de una tempestad. Esto sucedía en el tiempo que le tocó vivir a Mary Shelley, anterior a la revolución científica y tecnológica que tantas vidas ha salvado, mucho antes la peste hizo estragos en la Europa medieval entre 1347 y 1352 matando entre 25 y 30 millones de personas, pero que en realidad sigue sucediendo hoy mismo frente a catástrofes meteorológicas, enfermedades aún incurables, o nuevas amenazas biológicas. De ahí que el ser humano, capaz de crear vida sobre la muerte en su novela anterior, Frankenstein o el moderno Prometeo, en ésta que hoy nos reúne por mucho que lo intente está a merced de fuerzas que están fuera de su alcance. Esto Mary Shelley lo escribe cuando las consecuencias de la Revolución francesa, después del Terror y el Directorio, con Napoleón se han propagado por toda Europa, un momento en el que la fuerza de las ideas de la Ilustración son acuchilladas por las bayonetas de los soldados que se enfrentan en un duelo sin fin, unos para acabar con el Antiguo Régimen y la grandeza de Francia, y otros, salvo algunos pocos idealistas que tenían ideas pero no tenían fuerza, para mantener el mismo estado de cosas y la soberanía de sus Jefaturas de su Soberana Majestad. Un enfrentamiento muy humano que golpeará siempre a los más débiles y en el que Mary Shelley incidirá en más de una ocasión en su novela mostrándonos que tienen solución. Este optimismo, o mejor dicho pragmatismo, de Mary Shelley probablemente esté influido por las ideas de su esposo Percy Shelley y su padre William Godwin.

No soy muy partidario de intentar explicar las novelas por la vida que tuvieron sus autores, porque la creación literaria, como cualquier otra, va mucho más allá que la propia biografía, pero en el caso de El último hombre, con Mary Shelley haré una excepción. Todos estos personajes que aparecen en la novela están basados en personas que conoció muy bien y en su propia experiencia vital, llena de vida pero también de infortunios. El momento álgido de la vida de Mary Shelley fue el verano sin Sol de 1816 -unas erupciones volcánicas literalmente lo taparon-, cuando recluida en una casa de campo en Villa Diodati, a orillas del lago Lemán cerca de Ginebra, junto a su marido Percy Shelley,su amigo Lord Byron, y el médico de este, John Polidori, deciden llevar a cabo un juego para ver quien escribe el mejor relato de terror. Por lo que respecta a Mary Shelley, creará su abominación, y después de esta velada llevará a cabo viajes muy placenteros, pero lo que desconocía entonces es que iba a tener sucesivamente una pérdida tras otra y una vida llena de dificultades económicas. La novela, pues cómo se ha dicho, seria un exorcismo de su vida a través de la escritura, una forma de sanación de su propia alma, poniendo en orden sus pensamientos y sentimientos. La cosa es que para hacerlo posible mata en la ficción a toda la humanidad con una pandemia, un aspecto que nos remite a autores posteriores, como H. P. Lovecraft que anteriormente he tenido ocasión de hablar de su obra, y que algunos han llegado a afirmar que estaba en contra de toda la humanidad.

Para mayor enjundia esta maldad la sitúa casi doscientos años en el futuro en un mundo en el que, si exceptuamos el sistema de gobierno en Inglaterra, parece que pocas cosas han cambiado. Los habitantes de su mundo se siguen moviendo a tracción animal y no conocen ni la máquina de vapor ni la electricidad, a lo mucho han descubierto que pueden hacer viajes en globo. Mary Shelley no fue capaz de conectar con la incipiente Revolución industrial de las máquinas que lo iba a transformar todo. Tampoco aparece un estudio sobre la enfermedad o los intentos de encontrar un remedio. En esto Mary Shelley a diferencia de su anterior obra no fue capaz de imaginar mucho más. Pero sin embargo, Mary Shelley lo clava en la llegada de la pandemia, la gestión de la misma por las autoridades, y en definitiva en el comportamiento humano de los que la sufren. Tanto que cuando la leía no podía dejar de pensar en nuestra pandemia, y pensar que estos ingleses decimonónicos tenían más humanidad que la que tienen nuestros gobernantes y nosotros mismos con nuestros semejantes: porque a diferencia de lo que nos ha tocado vivir el gobierno de su novela no pone en marcha medidas coercitivas, ni la declaración de cuarentenas indiscriminadas en los domicilios, por muy bien intencionadas que fueran, ni tampoco hay un trato inhumano con los enfermos a instancias de estos gobiernos, o en el plano personal en las relaciones totalitarias que establecimos entre nosotros mismos. Por lo que Mary Shelley y el romanticismo acuden al rescate de un mundo que tenemos que se nos cae a trozos.

El último hombre no fue popular porque nadie quiere leer que no hay salvación posible. Aunque quizá esto no sea exacto. La novela indudablemente tiene un valor literario importante del que es, junto con su éxito anterior, un texto, que más allá de formar parte de las novelas de la plagas, como Decamerón (1352) de Giovanni Boccacio, El diario del año de la peste (1722) de Daniel Defoe, autor del cual seguro que fue influida Mary Selley, por esta obra y la de Robinson Crusoe (1719), el relato de La máscara de la muerte roja (1842) de Edgar Allan Poe, La peste (1947) de Albert Camus, también de Soy leyenda (1954) de Richard Matheson, que en su adaptación cinematográfica mi favorita es El último hombre vivo (The Omega Man, 1971) de Boris Sagal con Charlton Heston, o porque no Ensayo sobre la ceguera (1995) de José Samarago, y tantas otras, es propulsora de la ciencia ficción, un género para nada menor e incisivo que es capaz de mostrarnos lo que no puede ser contando de otra manera.La prueba la tenemos en que la realidad que nos ha tocado vivir, aunque historiadores como Niall Ferguson con su Desastre: historia y política de las catástrofes (2021) han intentado explicarla, se parece mucho más a la ciencia ficción. Probablemente una realidad menos real -si esto se puede decir- que ésta misma. La novela de Mary Shelley tiene la facultad además de emocionarnos con unos personajes y sus relaciones que movidos por la adversidad siempre intentan caminar hacia adelante. Probablemente, como ha sucedido en incontables ocasiones, y aunque sea precisamente uno de sus puntos fuertes, fue escrita antes de tiempo, en un mundo que como el de hoy, pero con muchos menos medios y menos facilidad para llegar a un determinado público, no quiere que le cuenten este tipo de historias. Mi recomendación siempre: léanla.

Francesc Sánchez – Marlowe. Barcelona.
Redactor, El Inconformista Digital.

Incorporación – Redacción. Barcelona, 21 Diciembre 2024.