Un tiempo para crónicas y cronistas rigurosamente vigilados – por José Miguel Hernández

Joris Ivens, Ernest Hemingway, y George Orwell - Wikimedia Commons

Raúl González Tuñón, corresponsal del diario bonaerense entre Marzo y Julio de 1937, escribió sobre lo que vio en las calles del Madrid republicano: ¡Qué linda está la ciudad! ¡Qué hermosa se pone cuando hay desfile! Banderas, pañuelos, flores, sonrisas y lágrimas. Herbert Mattews, del New York Times consideró en sus memorias que los meses que pasó en Madrid como los más gloriosos de su vida: el drama, las emociones, el optimismo electrizante, el espíritu de lucha, el valor y la paciencia de esta gente frenética y maravillosa son cosas por las que vale la pena vivir.

Las dos referencias anteriores son una pequeña muestra de la vertiente emocional que mostró la Prensa extranjera con relación a la Guerra Civil Española, tanto en Europa como en el continente americano. Los periódicos se convirtieron en trincheras donde los escritores se lanzaban artículos al explicar lo que estaba pasando. Encuestas, manifiestos, colectas, imágenes, actos de apoyo y homenaje. Presentada como una lucha por ideales universales, tales como la Justicia, la Revolución o la Igualdad, frente a la interpretación de la Civilización occidental y del cristianismo defendida por los sublevados, supuso el inicio de una nueva etapa, con mucho la más peligrosa de todas, en la historia del reportaje periodístico. Atrajo hacia España la atención del mundo entero. Sus protagonistas fueron mucho más variados que aquellos que posteriormente cubrirían la Segunda Guerra Mundial. Expuestos a los francotiradores, a los bombardeos y a los ataques fueron, además, controlados por la censura y, en algunos casos encarcelados y amenazados por el ejercicio de su trabajo. Los países más directamente implicados en apoyar a uno de los dos bandos enfrentados no enviaron corresponsales al territorio enemigo y, por el contrario, los medios más importantes de los países democráticos sí que destacaron corresponsales en las dos zonas. Fue el caso, entre otros, del anteriormente citado Herbert Mattews o de William P. Cartney, ambos del New York Times, que trabajaron en el bando republicano y en el franquista respectivamente.

Hay que destacar, no obstante, el escaso interés de la mayoría de los medios por la objetividad de las informaciones que transmitían. Estamos ante un periodismo militante en el que los carteles, los mítines o las fotografías contribuían a la configuración de la dimensión pública de la Guerra. Con las crónicas no conocemos lo que pasó ni por qué pasó. En ambos bandos se instaló un maniqueísmo en el que el bando propio era ejemplar y, el contrario, se identificaba con el Mal. También es remarcable que los meses más intensos en cuanto al volumen de información fueron los que transcurrieron entre el verano de 1936 y la primavera de 1937. El año 1938 contempló un resurgir de las informaciones, especialmente en su segunda mitad y coincidiendo con la partición del territorio republicano en dos y el desarrollo de la Batalla del Ebro. El conocimiento de los periodistas sobre temas militares era escaso y ello se compensó con un potente idealismo: románticos, héroes, utópicos, propagandistas y demagogos. Primó la ideología sobre la imparcialidad. Ganó la propaganda y perdió la profesionalidad en algunos casos. Un elevado porcentaje de periodistas se dedicó a la militancia partidista y no tanto a la descripción de lo que acontecía en los campos de batalla. Uno de ellos, Frank Hanighen, manifestó que, antes o después, casi todos los periodistas se convirtieron en alguien distinto al atravesar los Pirineos. Según él, pasaron de ser observadores a asumir el rol de participantes, dándose el caso de que algunos acabaron uniéndose a las Brigadas Internacionales.  No es de extrañar, por ello, que los dos gobiernos, el republicano y el franquista, aprovechasen la oportunidad de dar a conocer aquello y sólo aquello que consideraban lo correcto para ser divulgado, tanto en prensa escrita como en radio.

A los pocos días de haber llegado a Sevilla, Franco mandó constituir un Servicio de Prensa y Propaganda. Sus responsables fueron Juan Puyol y Luis Antonio Bolín. El primero de ellos había aceptado ayuda económica del Tercer Reich a cambio de publicar artículos favorables a la ideología nazi en el diario Informaciones, entre ellos uno del propio Adolf Hitler en el que explicaba las razones de su antisemitismo. El 24 de Agosto de 1936 se establecería la Oficina de Prensa y Propaganda, dirigida por Millán Astray y, dentro de ella, la Oficina de Prensa Extranjera, controlada por el anteriormente citado Luis A. Bolín. Fue este un personaje absolutamente detestable: todos los corresponsales le odiaban y temían. Vestía con el uniforme de legionario y no permitía que los periodistas visitasen el frente de combate si no eran acompañados por una escolta militar que vigilase atentamente sus pasos.  John Witaker, que tuvo la osadía de visitar solo el frente, fue detenido y amenazado de muerte si volvía a desobedecer la instrucción.  No estaba permitido que en las crónicas hubiese la más mínima alusión a las atrocidades que las tropas moras y legionarias cometían sobre la población civil.  René Brut, que trabajaba para el noticiario francés Pathè, filmó en Badajoz los montones de cadáveres amontonados y, por ello, fue arrestado en Sevilla el 5 de Septiembre de 1936. Bolín le amenazó con fusilarlo y pudo librarse porque la copia que envió prescindía de las imágenes más escabrosas. No fue el único periodista en ser amenazado: Dennis Weaver, James Minifie y Henry T. Garrell fueron, además, detenidos por ser considerados espías. Alex Small, del Chicago Tribune, estuvo a punto de ser fusilado por haber publicado un artículo en el que vaticinaba que Madrid no caería tan pronto como se anunciaba. Estas actitudes de protesta ante el comportamiento despectivo de Bolín eran también compartidas por periodistas afines a la causa de los sublevados, tales como Harold Cardozo y Nigel Tangyne, el cual, además, era un ferviente defensor de los ideales nazis.

 Bolín consiguió que no se permitiera entrar a los periodistas en Toledo tras los dos días que duró el baño de sangre cuando entraron las tropas franquistas en la ciudad. La razón que se adujo fue que era demasiado peligroso para los cronistas. No es extraño que quien tenía la costumbre de escupir sobre los cadáveres tras haberles llamado sabandijas se inventase una de las leyendas que más calaron en la posterior Dictadura franquista, aquella del hijo del coronel Moscardó, que permitió que fuese fusilado antes que rendir la plaza. En realidad, sí fue fusilado el 23 de Agosto de 1936 y junto a otros prisioneros, pero por un motivo muy distinto: un bombardeo franquista sobre las posiciones al cerco establecido por el Ejército Republicano. Pero no sólo Bolín canalizó las protestas. Millán Astray se comportaba de la misma forma cuando en Salamanca convocaba a los periodistas a toque de silbato y los hacía formar para darles una arenga diaria. Se les recordaba que el único término aceptado para referirse a las tropas del bando sublevado era el de fuerzas nacionales españolas o, simplemente, nacionales. El enemigo, siempre, tenía que denominarse como los rojos. En un editorial del diario Morning Post se denunciaba que cualquier noticia emanada de las fuentes derechistas tenía que ser considerada como propaganda y no fiel reflejo de los hechos. Randolph Churchill, hijo del que sería primer ministro británico, y que trabajaba para el Daily Mail observaba que la prensa franquista estaba perdiendo la guerra con su ridícula censura y lo contrastaba con la actitud republicana de dejar ir a los corresponsales a donde quisieran. Y es que en la zona controlada por la República la situación era diferente pues el aparato de Prensa facilitaba más que impedía el trabajo de los periodistas. Constituido como una sección perteneciente al Ministerio de Estado, se estableció físicamente en el edificio de la Telefónica, en Madrid. Fue el blanco preferido por la artillería franquista y desde allí se enviaban las crónicas a los censores, antes de que éstos les permitiesen comunicarlas a sus respectivos periódicos. Cuando el Gobierno republicano se trasladó a Valencia la oficina de censura de prensa se mantuvo en Madrid y, al frente de ella, estuvo Arturo Barea que, a su vez, estaba bajo la atenta vigilancia e influencia de Mijail Koltsov, corresponsal del diario Pravda y, según calificaba otro periodista, Louis Fisher, los ojos y oídos de Stalin en Madrid. Pero fueron dos mujeres las que consiguieron reorientar los planteamientos de la censura en el bando republicano. La primera de ellas fue Ilsa Kulcsar, casada con Arturo Barea y a quien acabó convenciendo de que la censura debía ser más flexible a la hora de explicar las derrotas militares y justificar los sacrificios que habían de ser asumidos por la población civil. La segunda fue Constancia de la Mora, quien también consideraba que debían desaparecer de la información los rumores infundados, las mentiras y los mensajes militares cifrados. Mujer conocida por su cordialidad y espíritu de servicio, creía firmemente que la propaganda derechista sólo se podía contrarrestar dando a los corresponsales todas las oportunidades posibles para que se conociese la verdad y facilitarles todos los medios para que pudiesen escribir y enviar sus comunicaciones, tales como la concesión de salvoconductos y carburante. Incluso Percival Phillips, corresponsal del Daily Telegraph en la zona rebelde, elogió su espíritu de colaboración, lo cual favorecía la causa republicana.

Puede entenderse, por tanto, que las crónicas y noticias firmadas por los periodistas que trabajaron en el territorio republicano nos acerquen algo más a lo que estaba ocurriendo, a diferencia de lo que ocurría en el bando franquista, donde las consignas venían directamente del mando militar.  Algunos de ellos se convirtieron a la causa republicana, pero, aun así, informaron de forma veraz y, también, fueron críticos, manteniendo así un índice muy estimable en su visión de los hechos. De todas formas, y a pesar de las buenas intenciones de los periodistas, no puede olvidarse que la censura en el bando republicano también existió, ejercida no tanto por los militares como por los planteamientos políticos gubernamentales, por ejemplo, al no informar de los desmanes producidos por los miembros de diferentes partidos políticos y sindicatos hacia la que, muy pronto, se denominó como quinta columna. Narraron con detalle la defensa de Madrid y el heroísmo de los milicianos y de la población civil. También hubo periodistas favorables al establecimiento de una censura: es el caso del británico Claude Cockburn, comunista educado en Oxford, fundador y editor del informativo satírico The Week, que actuó como corresponsal para el Dayly Worker. Ya en Madrid se presentó como voluntario en las Milicias del Quinto Regimiento y luchó en la Sierra, al norte de la capital. Él consideraba que el público no necesariamente tenía derecho a leer la verdad, pues ello podía influir en la moral de combate de las tropas y en las expectativas de la población. En una línea muy distinta se situaba George Orwell, quien en un artículo titulado Spilling the spanish beans, anterior a su famoso Homenaje a Cataluña, se mostraba rotundo y valiente denunciando el estalinismo y la deformación que ofrecían los periódicos de izquierda.

Pero fueron Mijail Koltsov y Luis Rubio Hidalgo los que tuvieron la última palabra acerca de lo que se publicaba o no.  De ellos dos, el primero era quien tenía las riendas de la información. Enrolado a los veinte años en el Ejército Rojo publicó sus reportajes en el diario Pravda. Soldado, agitador político, escribió tratados de táctica militar. Arturo Barea lo describió como un hombre de facciones enérgicas, gafas de concha y pelo castaño. Su gran amistad con Stalin y el hecho de que le informase personalmente de lo que ocurría en España, no impidió que desapareciese en 1942, en una de las tristemente famosas “purgas” políticas del régimen estalinista.

Es imposible ofrecer un relato sobre los hombres y mujeres que vinieron a cubrir el desarrollo de la Guerra y, por ello, he de hacer mención a los más sobresalientes. Y creo que es apropiado comenzar con el que se consideraba como el periodista mejor informado de ambos bandos. Su nombre era Jay Allen y firmó, entre otros muchos, tres artículos imprescindibles. El primero de ellos fue la entrevista a Franco en Tetuán el 27 de julio de 1936 y, posteriores a éste, la narración de las consecuencias de la captura de Badajoz por las tropas del coronel Yagüe y la última entrevista a José Antonio Primo de Rivera en la cárcel de Alicante. Del primero, publicado en el Chicago Dayly Tribune el 28 de Julio de 1936, habría que destacar la respuesta de Franco cuando Allen le pregunta cuánto tiempo durarán las matanzas que se estaban produciendo: No puede haber ni compromiso ni tregua (…) Salvaré a España del marxismo, cueste lo que cueste. Cuando Allen le preguntó si eso significaba que tendría que matar a media España, Franco, sonriendo, respondió: He dicho cueste lo que cueste.

Junto a George Lowther Steer, del Times, y a Noël Monks, del New York Times elaboraron la crónica del bombardeo de Guernica. Sin ese relato la verdad hubiese quedado sepultada tras la desinformación que elaboró Luis A. Bolín y que culpaba a los republicanos de ser los responsables del suceso. Ante la atrocidad de lo ocurrido el gobierno franquista optó por desmentir el bombardeo y llevar a unos periodistas para explicarles sobre el terreno que Guernica fue incendiada por los republicanos.  Pero, una vez más, la verdad de lo ocurrido no interesó demasiado al periódico para el que Steer trabajaba, y no le apoyó tras la intensa polvareda que despertó la crónica y que provocó que Von Ribbentropp, Ministro de Exteriores del III Reich, exigiese un desmentido que exculpase a la aviación alemana. Por todo ello Steer dejó de escribir y se enroló en el ejército británico y moriría en 1944, contra los japoneses, a la edad de treinta y cinco años. En su necrológica el Times no mencionó su escrito sobre Guernica y, de forma muy escueta, afirmaba que fue nombrado corresponsal especial en España cuando hizo furor la Guerra Civil. Hoy en día esta crónica se estudia en las escuelas de Periodismo y gracias a ella sabemos que los aviones alemanes fueron los que arrojaron las bombas incendiarias sobre la población civil indefensa. Pero no solo sobre Guernica: las crónicas que Geofrey Cox envió al Chronicle informaron sobre el uso que Franco hizo de las bombas incendiarias alemanas y los gases tóxicos al permitir que fueran lanzados sobre Madrid.

Otro periodista importante fue el húngaro Artur Koestler, enviado por la Komintern para infiltrarse en Sevilla. Unas credenciales falsas de un periódico conservador de su país y del News Chronicle le permitieron llegar hasta el general Queipo de Llano en Agosto de 1936. En esa entrevista obtuvo pruebas de la participación italiana y alemana. Fue descubierto y detenido en Málaga, donde fue testigo de la represión sobre la población. Condenado a muerte fue canjeado gracias a una campaña internacional.

No se puede olvidar a Ernest Hemingway, considerado como el principal corresponsal extranjero. Había viajado a España en Marzo-Abril de 1937 para ser el guionista de una película que acabaría titulándose Tierra de España, dirigida por Joris Ivens. Pro-republicano convencido, corrió mucho riesgo al desplazarse a los frentes de guerra, especialmente en Aragón y Cataluña. Buena parte de los corresponsales no podían verle y lo criticaban, denunciando su forma de actuar y su derroche personal al considerar el trato diferente que recibía por parte de las autoridades republicanas. Famosa es su polémica con el periodista John Dos Passos, autor de la novela Manhattan Transfer, al tratar de la desaparición de José Robles Pazos, traductor de su novela, en Noviembre de 1936.  Para Hemingway la desaparición de Robles no era sino un lastimoso suceso aislado que no podía hacer tambalear la causa republicana. Para Dos Passos era una muestra de los métodos comunistas para deshacerse de personajes incómodos.  Su distanciamiento personal ya había comenzado al no coincidir en si el guión de la película había de mostrar la vida cotidiana o los aspectos militares, pero lo ocurrido no hizo sino acabar con su amistad.  Nunca más volvieron a hablarse y, de hecho, Dos Passos salió de Madrid a los pocos días de la desaparición de Robles y ni siquiera figura en los títulos de crédito de Tierra de España.

La revista Collier´s envió a Marta Gelhorn, que se casó con Hemingway en 1940, a cubrir la Guerra Civil cuando, ella misma lo confesaba, no se consideraba corresponsal de guerra. Su primera crónica, enviada el 17 de Julio de 1937, llevaba por título Sólo gimen los obuses y, a partir de entonces, ya no dejaría de escribir sobre la Guerra Civil, además de, posteriormente, ejercer en otros escenarios bélicos: China, Dachau, guerras árabe-israelíes o Vietnam.  Quien no se consideraba corresponsal de guerra acabó obteniendo en 1958 el prestigiosos Premio O. Henry.  En Madrid coincidió con otra gran periodista, Virginia Cowles, que trabajó para la cadena Hears´t, y con la que trabó una gran amistad. Vio en la Guerra una gran oportunidad y cubrió los dos bandos, redactando artículos en los que se recogían todos los puntos de vista. Sus memorias, publicadas recientemente en castellano con el título Complicarse la vida, son un magnifico relato del período comprendido entre 1937 y 1941 en Europa. Otra periodista a destacar fue Barbro Alving, de nacionalidad sueca y que escribió para Dagens Nyeter. Estuvo en los frentes de Barcelona, Alicante y Albacete. Sus escritos, en forma de diario, se caracterizan por sus frases cortas y reflexiones profundas para conmover a los lectores.

Pero esta breve aproximación al trabajo de los periodistas extranjeros no puede acabar sin la referencia a Mario Neves, periodista de 24 años que trabajó para el Diario de Lisboa. Junto a otros corresponsales portugueses tuvo la oportunidad de cubrir la marcha de las tropas legionarias y moras que estaban llegando a España desde el 29 de Julio.  Tras conquistar Mérida entre el 10 y el 11 de Agosto, el coronel Yagüe decidió seguir hacia Badajoz y fue entonces cuando, junto a otro famoso periodista portugués, Leopoldo Nunes, pudo entrar en la capital tras el asedio que se inició el 14 de Agosto. Un día más tarde Neves publicó su crónica, donde destacaba el ataque y la resistencia heroica. El 16 de Agosto los diarios franceses Le Populaire, Le Temps, Le Figaro y Paris Soir denunciaban ejecuciones en masa, barrios enteros en llamas y un incalculable número de cadáveres entre hombres, mujeres y niños. Pero fue Neves quien escribió toda una serie de crónicas sobre lo que vio y que quedarían compiladas en un estremecedor libro titulado La matanza de Badajoz.  En una de las crónicas se relata la entrevista que tuvo con el coronel Yagüe. A la pregunta de si era cierto que habían sido ajusticiadas dos mil personas en la plaza de toros, la respuesta fue: No será para tanto (con lo que de alguna forma, aceptaba el hecho). Más adelante, en dicha entrevista el militar explica la razón por la que los prisioneros fueron ejecutados y es ésta que no tenía sentido dejar la ciudad recién conquistada en manos de los defensores que habían logrado sobrevivir pues, tras la marcha de las tropas franquistas, la ciudad volvería a ser roja.

Mario Neves se hizo la promesa solemne de no volver nunca más a Badajoz tras lo que había visto. Volvió a Portugal y llegó a ser director adjunto del Diario de Lisboa. Tras la Revolución de los Claveles de 1974 fue nombrado primer embajador de Portugal en la URSS y, en 1982, rompió su promesa y volvió a Badajoz. ¿Cuál fue la razón? Él mismo respondió diciendo que consideraba su deber, como testigo de los hechos, revelar lo que ocurrió. ¿Y por qué había que revelarlo? Pues porque había jóvenes que tenían noticia de que en su ciudad habían ocurrido cosas terribles, que algunos familiares suyos habían desaparecido, pero no sabían los motivos.

A las ocho de la mañana del 27 de Marzo de 1939, el periodista O´Dowd Gallaguer, relacionado con el supuesto y todavía discutido montaje de la foto de Robert Capa en el que se ve a un soldado republicano muriendo en Cerro Muriano, en el frente de Córdoba, se despertaba en Madrid a causa de los gritos procedentes de la calle que coreaban ¡Franco, Franco, Franco! Sorprendido porque él estaba esperando poder describir una heroica resistencia final ante el avance imparable de las tropas franquistas, se encontró con que estaba siendo testigo de una celebración. Antes de huir, una mujer que ejercía su trabajo como censora republicana, una de las últimas, le dejó transmitir: La Guerra de España termina.

Efectivamente, terminaba un tiempo de crónicas y cronistas rigurosamente vigilados para dar paso a otro tiempo muy diferente, magníficamente definido por Luis Martín Santos como Tiempo de silencio.

Bibliografía:

  • ARASA, Daniel.  De Hemingway a Barcini. Corresponsales extranjeros en la Guerra Civil. Stella Maris, Barcelona 2016.
  • CANO REYES, Jesús. La imaginación incendiada. Corresponsales hispanoamericanos en la Guerra Civil Española. Calambur Editorial, Barcelona 2017.
  • COWLES, Virginia. Complicarse la vida. Una reportera en zona de conflicto (1937-1941). Tusquets Editores, Barcelona 2018
  • MARTÍNEZ DE PISÓN, Ignacio. Enterrar a los muertos. Seix Barral, Barcelona 2005.
  • VAILL, Amanda. Hotel Florida. Verdad, amor y muerte en la Guerra Civil. Turner, Barcelona 2014.
  • INSTITUTO CERVANTES-FUNDACIÓN PABLO IGLESIAS. Corresponsales en la guerra de España. Catálogo de la Exposición, Madrid 2006.

José Miguel Hernández López. Barcelona.
Colaborador, El Inconformista Digital.

Incorporación – Redacción. Barcelona, 20 Diciembre 2020.