Inglaterra es la tierra de los grandes espías que se han convertido en los mejores escritores sobre este antiguo oficio. La muerte de David Cornwell, conocido universalmente como John le Carré, es la pérdida de un gigante de la literatura inglesa con grandes similitudes con Agatha Christie y Arthur Conan Doyle, tres escritores sobre el misterio, el crimen y la vigilancia pormenorizada de la vida ajena.
Para ser un buen espía no hay que parecerlo. Los británicos han trabajado mejor que nadie la literatura sobre el arte de espiar y son los que más grandes actores han aportado al cine. Un inglés refinado nunca te preguntará una impertinencia ni pisará las flores de tu jardín. Los vecinos de mi barrio en Hampstead lo sabían todo de mí, la hora en que abandonaba la casa, con quién entraba y con quién salía, qué tiendas frecuentaba y por dónde paseaba. No preguntan pero observan permanentemente, siempre bajo el más educado y sobrio desinterés.
El cine, la literatura y el periodismo se encargaron en los tiempos de la guerra fría de presentarnos a los espías ingleses como personajes educados, ambiguos y distantes, como si no fuera con ellos el servicio que prestaban a sus gobiernos desde el campo de la cultura, los viajes o las expediciones científicas.
John le Carré vendió millones de libros porque evocaba un mundo que latía en las altas esferas del poder sin que se supiera de su existencia. Penetró en el corazón de las tinieblas de la lucha titánica entre el imperio soviético y Occidente disputándose la hegemonía ideológica, militar y política del mundo. Creó el personaje ficticio de George Smiley, un funcionario que trabajaba en The Circus, la agencia británica de la inteligencia en el exterior, y que pasaba sin ser detectado por los centros de decisión de las dos potencias, conocía la traición y las miserias de la vida insegura e itinerante de los espías.
Smiley chocaba con la aparatosidad del personaje de James Bond creado por el novelista inglés Ian Fleming en plena guerra fría. Estuve en dos presentaciones de libros en Londres en las que John le Carré parecía extrañado de que sus obras, de una gran calidad literaria, convocaran a tantos periodistas y críticos. Las notas de humor y los sobreentendidos abundan en sus 26 libros, que han sido publicados en cuarenta lenguas y en cincuenta países.
Los servicios de seguridad británicos desclasificaron los documentos de los años treinta y se descubrieron muchos escritores que sirvieron la causa del gobierno en lugares remotos, pero siempre facilitando información de primera mano, especialmente durante la guerra. Se dice expresamente que George Orwell no fue espía.
Graham Greene no escondía que había trabajado para el servicio de inteligencia británico. Estuve en la presentación de El factor humano en el Club Internacional de Prensa de Londres y también pasé un fin de semana en una casa del condado de Kent, propiedad del presidente de una principal editorial británica que tenía aquella mansión invadida por miles de libros de primeras ediciones dedicados por los grandes autores ingleses del siglo pasado. Qué tesoro. Greene conversaba sin límites, era ameno, curioso y maniático. Me advirtieron que tuviera en cuenta su odio por los fumadores de pipa.
Escribía quinientas palabras cada día, siempre en busca de aventuras en México, Indochina, Europa Central o España. El primer viaje como espía en África lo realizó a Liberia en 1935 escribiendo Journey without maps, una caminata de cientos de kilómetros por el interior del país para detectar si eran ciertas las informaciones de que los norteamericanos habían devuelto muchos esclavos negros a Liberia. Un libro delicioso.
En su tiempo se dijo que Greene había realizado el viaje a África a cuenta del movimiento antiesclavista radicado en Londres. Muchos escritores ingleses estuvieron trabajando para la inteligencia de su país antes, durante o después de las dos guerras mundiales. Tanto en Gran Bretaña como en Estados Unidos no es una mancha social el trabajar o haber trabajado para el MI5, MI6 o la CIA. Hollywood ha creado una cierta atmósfera favorable a esta profesión, cuya práctica ya se relata en la Biblia y en las civilizaciones antiguas.
El más célebre de los espías del siglo fue Kim Philby, de la banda de los cuatro de Cambridge, que se camufló como corresponsal de The Times en el bando franquista en la guerra civil española. Fue condecorado por Franco, entró por la Diagonal de Barcelona con las tropas victoriosas. Enviaba su crónica a Londres y, a la vez, informaba al Kremlin de cuanto observaba en la España llamada nacional. El perfecto doble agente. Fue enviado como segundo de a bordo en la embajada británica en Washington, donde seguía pasando información a Moscú. Las sospechas de traición cayeron sobre él hasta que siendo corresponsal de The Observer en Beirut en los años sesenta fue descubierto y escapó de noche a Moscú. Fue distinguido con la orden de Lenin.
El que mejor ha plasmado la atmósfera de este mundo tenebroso ha sido John le Carré. No desertó ni se involucró personalmente. Simplemente, pasó información y describió magistralmente las miserias y astucias de las cloacas de los poderes de los estados.
Lluís Foix ha sido corresponsal en Londres y Washington, ha cubierto informativamente siete guerras, y ha sido también director de La Vanguardia.
El artículo fue publicado originariamente en La Vanguardia y se puede acceder al mismo en este enlace. Puede leerse también en el blog de Lluís Foix a través de este enlace. La publicación en este periódico cuenta con la autorización del autor.
Redacción. Periodismo y Literatura. El Inconformista Digital.
Incorporación – Redacción. Barcelona, 16 Diciembre 2020.