
A la mayoría de las personas les gusta viajar. Es un hecho, en nuestro ADN todavía refulgen los tiempos nómadas, cuando oteábamos grandes distancias en busca de refugio y comida para mantener a la comunidad. Actualmente, quiero pensar así, aún con todo el peso del sedentarismo sobre nuestras espaldas, nuestras ansias de conocer nuevas fronteras siguen arrancándonos de nuestros sofás. Emprendemos- ahora menos por cuestiones pandémicas- viajes de unas cuantas horas a la otra punta del mundo. No hace muchos siglos, al pasatiempo de viajar solo accedían unos pocos privilegiados con medios económicos y semanas ociosas para salir de sus fronteras. En algunos casos, como ocurría con los egresados de las universidades británicas en el siglo XIX, viajar constituía una parte imprescindible en su formación: era la manera tangible de observar y conocer en profundidad toda la información que durante años habían aprendido de sus maestros y que se traducían en letrillas y grabados.
A este fenómeno lo bautizaron como el Grand Tour. Y, como no podía ser de otra manera, un lord, conocido a nivel mundial por su vida escandalosa y sus poemas provocadores, lo realizó no sin meterse en líos y polemizar en tierras lejanas. George Gordon Byron, VI Barón de Byron, o más conocido como Lord Byron, emprendió el Grand Tour a los 21 años. La ruta convencional marcaba un trayecto que recorría Europa de norte a sur, siendo Italia, la cuna del clasicismo, el punto neurálgico donde todos soñaban perderse entre ruinas y epigramas picantones recitados por una virginal ninfa. Byron modificó considerablemente esa ruta, pues su interés intelectual se desprendía del conocimiento canónico. Como buen romántico, rebelde y aventurero, perseguía la estética perfilada desde Oriente; su sueño simpatizó con Turquía, Persia y la India, algo que sería muy común entre los artistas e intelectuales de principios del siglo XIX. La lectura que inspiró al poeta para iniciar su periplo mediterráneo fueron Las cartas de la embajada de Turquía, escritas por Mary Wortley Montagu.
También, es cierto, la alternativa convencional para cualquier inglés de la época revestía un peligro mayor. En los primeros años del siglo XIX, el Imperio napoleónico se extendía por Europa. Los franceses estaban en guerra comercial con los ingleses y cualquier ciudadano ilustre de las islas, si pisaba el continente, podía ser inmediatamente arrestado. Los franceses, pues, establecieron un férreo control sobre tierra, pero la mar se les escapaba. La armada británica, desde el choque en Trafalgar, era la dueña y señora de los mares y ninguna potencia del momento disponía de la suficiente capacidad para desafiarla. Sin duda, este factor fue clave a la hora de planificar la ruta. La mar representaba la serenidad que el poeta buscaba, a ratos, en su camino al Oriente- eso cuando una tempestad o piratas turcos no se interponían.
Por otro lado, Byron estaba en bancarrota. Había dilapidado su fortuna en sórdidas bacanales, en préstamos a sus amigos, que nunca devolvían el dinero, y en extravagantes detalles. Un viaje de ese calibre requería de mucho efectivo. Aunque su cuenta bancaria marcara menos 12.000 libras esterlinas, emprendió el viaje gracias al dinero obtenido por la intermediación de sus amigos Davies y Brinch; la suma total asciende a 10.800 libras. De todos modos, en la correspondencia que mantuvo durante su viaje, rara es la carta en la que no menciona algún giro de dinero o expresa su preocupación por la rentabilidad de sus posesiones.
El 2 de julio de 1809, Lord Byron dice adiós a las islas británicas en compañía de John Hobhouse- a quien Byron prestó dinero para viajar, porque no disponía de un mísero chelín- y de tres criados más. Mucho se ha especulado sobre los motivos que condujeron a Byron a querer salir tan pronto de su país. Algunos especialistas creen que la causa primera eran las deudas y la posibilidad de entrar en la cárcel. Una segunda hipótesis que barajan los estudiosos es la publicación reciente de Poetas ingleses, críticos escoceses. Esta obra nace del resentimiento y la ironía que el poeta guarda por las duras críticas, algunas excesivas, tras la recepción de su primer poemario titulado Horas de ocio. Lanzó duras diatribas contra la Edinburgh Review y se mofó de autores consagrados como Coleridge y Wordsworth. El mundo editorial, ofendido por tal muestra de descortesía del joven Lord, emprende una batalla dialéctica, que podía haberse dilucidado en los tribunales. La tercera hipótesis, la más comprometida, hace referencia a un hecho conocido por toda la alta sociedad británica, pero penado con la cárcel o la picota: su orientación sexual. Lord Byron disfrutaba de la compañía de hombres jóvenes, se cuenta en los mentideros que en su etapa de estudiante en Cambridge mantuvo relaciones sexuales con compañeros de clase. La sodomía, públicamente, estaba mal considerada en la Inglaterra del siglo XIX; en cambio, en Turquía y Grecia, la sodomía era una práctica arraigada en la sociedad. En suma, cumpliendo con el famoso dicho de que todos los caminos van a Roma, a Lord Byron le quedó claro que, en su caso, todos los caminos conducen a prisión.
Llegó al puerto de Lisboa el 7 de julio. En un principio, cruzaría el mare nostrum en un paquebote directo a Malta. Pero los planes se torcieron, la embarcación se atrasó, algo que no sucedió con las ansias aventureras de Byron. La comitiva decidió adentrarse en una península ibérica sumida en una guerra con Napoleón. El ruido de los cañones y el choque de sables no amedrentaron al poeta que disfrazado de edecán cruzó Sierra Morena, se enamoró de la Catedral de Sevilla y de las bellas mujeres de Cádiz de quienes llegó a decir que “al margen de prejuicios nacionales, he de confesar que las mujeres de Cádiz son tan superiores a las mujeres inglesas en hermosura”, en cambio se reafirmaba en la inferioridad del español “en cualquiera de las cualidades que ennoblecen la condición humana”, porque, palabra de lord, “tienen una sola cosa en la cabeza, y su única ocupación consiste en andar de cabildo”.
Si Sevilla le pareció una ciudad magnífica, Gibraltar no le suscitó el mismo parecer, lo más reseñable, como confiesa en sus cartas, era la suciedad de sus calles. Por suerte, embarcó pronto camino a Atenas, pero antes realizó breves paradas en Cerdeña, Malta (donde se enamoró de Lady Constance Spencer y por la que casi se bate en duelo horas antes de que su barco zarpara) y Albania. El recorrido por la actual Albania es digno de mención, pues visitó a Alí Pachá en su famoso palacio de Tepelene. Un gobernante peculiar este Alí, siempre bajo la tutela del sol que más calienta: si los franceses derrotaban a los turcos y a los británicos, se enemistaba con su gobierno y obedece a los franceses; si estos perdían sus posiciones en el Mediterráneo Oriental, sin ningún problema, firmaban tratados bilaterales con los ingleses y se reconciliaba con el emperador turco. Es más, las malas lenguas dicen que Lord Byron haría las veces de regalo sexual para Alí Pachá, un encuentro premeditado para atraerlo al lado de su Graciosísima Majestad. Mucho se ha escrito sobre la orientación sexual de Byron, sobre si prefería yacer con hombres o con mujeres. Hasta hace poco se le tenía por un bisexual que prefería la compañía de los hombres; sin embargo, el investigador y escritor Lorenzo Luengo, especialista en Byron, afirmó para El Cultural que “esa figura del Byron bisexual que todos conocemos ha sido exagerada”. El poeta inglés anhelaba la ternura y el cariño por encima de las necesidades sexuales, más la leyenda ha exacerbado la parte promiscua del autor del Corsario. Con las mujeres era complaciente: “Era un hombre que se veía arrastrado por las mujeres. Ellas acudían a él y no le quedaba más remedio que amarlas”, aclara Lorenzo Luengo.
Chismorreos de salón a parte, la impresión del poeta respecto a Alí Pachá fue tan positiva que le dedicaría los siguientes versos: “No hablo de misericordia, no hablo de miedo;/ tampoco debe saber quién servirá al visir;/ desde los días de nuestro profeta, la media luna nunca vio a/ un jefe siempre glorioso como Alí Pachá”. Añade en una carta escrita: “Me dijo que lo considerara un padre mientras me encontrara en Turquía, y dijo que me veía como a su hijo. De hecho me trató como a un niño, enviándome almendras y sorbete de azúcar, frutas y dulces 20 veces al día. Me suplicó que lo visitara a menudo, y por la noche, cuando estaba más libre, luego, después de tomar café y pipas, me retiré por primera vez”.
Llegó a Atenas el día de Navidad. Grecia estaba bajo el control del Imperio otomano, nada quedaba de la libertad acuciada durante el siglo V a.C., pero tampoco quedaba mucho de esa población que llevó ese pequeño rincón del Mediterráneo Oriental a la cúspide de las letras y las ciencias. Se lamentó por el expolio del Partenón, obra de un compatriota suyo de similar distinción: Lord Elgin, aunque poco le duró el llanto, pues no dudó en agenciarse una serie de mármoles con los que pretendía volver a Inglaterra. Quizá, el sentimiento encontrado se deba al paternalista arraigado en Europa y también en los otomanos que consideraban a los griegos una población desvalida, con la imperante necesidad de un guía que los regresara al esplendor del siglo de Pericles. La pérdida del lustre clasicista ha sido el pretexto empleado para sojuzgar la hermosa tierra griega.
No obstante, el periplo no termina en Atenas; su intención seguía siendo continuar hasta la India, deseo incumplido al dilapidar todo el dinero del viaje, mientras las deudas dejadas atrás crecían como la espuma. Prosiguió hasta Turquía, haciendo un alto en los Dardanelos. Allí, imitando a Leandro quien según el mito todas las noches braceaba el estrecho para encontrarse con su amada Hero, cruzó a nado de playa a playa en poco más de una hora y con la corriente en contra. A diferencia de Leandro, al pobre Byron no le esperaba ninguna Hero en la orilla.
Una vez en la península anatólica, el ilustre poeta se dejó caer Troya para rememorar los cantos de la Odisea y crear sus propias ucronías disparatadas. Sin duda, la ciudad homérica fue lo que más le gustó de su estancia en Turquía; despreció Estambul no solo por su suciedad, sino por las condiciones lamentables de la gente común y por los excesos que el emperador cometía con sus súbditos.
Así que regresa a Atenas en abril de 1811 a cerrar su viaje con un último acto heroico por el que será recordado hasta su regreso 15 años después, en Grecia. Una mujer, acusada de adulterio, iba a ser ahogada viva como castigo, pero el valiente Byron desmontó de su caballo, tomó su pistola y apuntó a los carceleros exigiendo la liberación de la joven. La sangre, esta vez, no llegó al río.
Tuvo que regresar por el temor a perder su posesión más preciada, aquella que le daba distinción social: Newstead Abbey. Inglaterra lo esperaba; no obstante, el autor del Don Juan no volvió a su país con las manos vacías. Durante el trayecto escribió la obra que lo catapultó al estrellato europeo: Las peregrinaciones de Childe Harold, un poema épico escrito durante su aventura mediterránea. En su corazón guardó la esperanza de retornar a tierras griegas para liberarlas de la barbarie.
David Valiente Jiménez. Madrid
Colaborador, El Inconformista Digital.
Incorporación – Redacción. Barcelona, 10 Diciembre 2020.