El 20 de marzo de 2003 una coalición liderada por George W. Bush invadió Iraq para erradicar el régimen de Sadam Husein, acusado en falso de disponer de «armas de destrucción masiva» y mantener «relaciones con grupos terroristas», matar «unos cuantos iraquíes» y de facto terminar «con cualquier estructura estatal». Pocos recuerdan que esta aventura militar rompió Europa, entre «la nueva» que apoyaba la guerra, liderada por Tony Blair y José María Aznar, y «la vieja» que se oponía, liderada por Jacques Chirac y Gerhard Schröder. Liquidado el régimen baazista y sin implantar un nuevo Estado, como sí hicieron los aliados en Alemania en 1945, nada podía salir bien: mientras los aliados se parapetaban en la zona verde de Bagdad, y luchaban en escaramuzas armadas con los resistentes, la delincuencia organizada, y la flor y nata del terrorismo, empezaron a aflorar las rencillas entre las diferentes sectas. Ya en su momento la comisión Baker-Hamilton denunció que las fuerzas aliadas y los propios iraquíes no se estaban responsabilizando de «la seguridad en el país». Y esto de hecho se ha mantenido hasta nuestros días. Barak Obama, en un contexto de crisis financiera y de un importante número de bajas en la guerra, muchas por secuelas psicológicas, decidió retirar progresivamente las tropas de Iraq sin solucionar el problema. En el 2011, en el momento en que eclosiona la revuelta en busca de libertad en multitud de países árabes, en Iraq sucede lo mismo, pero con la cara más amarga: los oficiales baazistas y los fundamentalistas religiosos se unen para crear el Califato y fracturar el país definitivamente. El Estado Islámico se implantó en aquellos territorios del centro y del norte de Iraq, pero también en amplios territorios de Siria, instaurando un régimen de terror contra aquellos que tenían otra confesión religiosa, o sin más no se les unían.
Europa recibió desde el primer momento las consecuencias más malas de este desastre que fue la aventura de Iraq: en España la entelequia de Al Qaeda atacó brutalmente el 11 de marzo de 2004 cuatro trenes de cercanías asesinando a 193 personas y provocando heridas a más de 2.000. El Reino Unido también iba a tener sus atentados el 7 de julio de 2005. Pero esto fue sólo el inicio. Muchos pensaron que la revuelta árabe iba a desactivar el terrorismo islámico pero los hechos lo terminaron desmintiendo: la violencia desde entonces se ha generalizado, sólo en Túnez puede decirse que ha salido beneficiado de su revuelta con grandes esfuerzos para mantener un sistema democrático, en el resto han regresado los militares, como en Egipto, están sufriendo cruentas guerras civiles, como en Siria, y en algún caso, como es Libia, ambas cosas al mismo tiempo, con la liquidación del Estado, y de hecho también cualquier concepción de país. Europa no sólo no estuvo a la altura de las circunstancias si no que en el caso de Libia por parte del Reino Unido de David Cameron y la Francia de Nicolas Sarkozy decidieron repetir los mismos errores que George W. Bush ya había cometido en Iraq. Las columnas de centenares de miles de refugiados dirigiéndose a Europa y las precarias embarcaciones también con refugiados, muchas de ellas hundidas en el Mediterráneo, conmovieron a muchos, pero también volvieron a romper a una Europa con gobiernos, en algunos casos, tildados con razón de «xenófobos e insolidarios». Entonces llegó el terror a Europa en múltiples atentados sangrientos e indiscriminados como los de Paris, Niza, Estrasburgo, Bruselas, Manchester, Berlín, o Barcelona. La mezcla de estas dos cuestiones es dinamita.
El Califato territorial ha dejado de existir por el convencimiento de todos, pero la ideología que lo alimenta sigue viva: recientemente asesinaron a un profesor de historia en Paris por entablar con sus alumnos un debate sobre la libertad de expresión, en Niza mataron en una Iglesia, y hoy mismo en Viena han vuelto a atacar. Todo lo dicho en este artículo guarda relación con estos hechos, el desastre en Oriente Medio justifica para algunos en Europa cualquier crimen, pero esto no lo explica todo: hemos fallado en la integración como ciudadanos de muchos jóvenes y no tan jóvenes que vienen de otras latitudes o son hijos de los mismos. Hecho que no nos debería llevar en ningún momento a la claudicación de nuestros valores.
Desde aquel 20 de marzo de 2003 del millón de muertos iraquíes que murieron por los balazos, bombas, o enfermedades, pocos ya hablan, tampoco hablan de lo fea que es la guerra y las consecuencias que esta trae: Robert Fisk sí lo hizo y mucho. Considerado como el último de la tribu por el veterano periodista Lluís Foix, haciendo referencia a aquellos periodistas que acudían en manada a un conflicto armado determinado para cubrirlo, el incombustible Robert Fisk vivió más de 40 años en Oriente Medio, cubriendo la guerra en Siria y en el Líbano, las cinco invasiones israelíes, la guerra entre Irán e Iraq, la invasión soviética de Afganistán, la guerra civil argelina, la invasión de Sadam Hussein de Kuwait, la guerra de Bosnia y Herzegovina, la guerra de Kosovo, la invasión y ocupación estadounidense de Iraq y las revueltas árabes. En su momento Robert Fisk fue uno de los periodistas que con sus artículos en The Independent me ayudaron a entender Oriente Medio: en sus libros, La Gran Guerra por la Civilización, y La era del guerrero, podéis aprender muchas cosas. Robert Fisk ha fallecido con 74 años de edad.
Francesc Sánchez – Marlowe. Barcelona.
Redactor, El Inconformista Digital.
Incorporación – Redacción. Barcelona, 3 Noviembre 2020.