La tentación de imitar a China – por Lluís Foix

Hay motivos para temer una crisis que se lleve por delante muchas de las conquistas sociales alcanzadas en los últimos cuarenta años en Europa. Los motivos esta vez no son ni una guerra, ni una confron­tación por los precios de las materias ­primas, ni un choque diplomático entre las potencias de la guerra fría. Es un virus que no se sabe cómo y por qué rebrota pero que actúa como un ene­migo social que ha sembrado el miedo y el desconcierto en el mundo.

No soy partidario de teorías de la conspiración, pero quiero constatar un fenómeno que tiene a China como principal actor. El virus procede de la ciudad de Wuhan, según admitieron desde el comienzo las autoridades de Pekín. Las precauciones y confinamientos que ahora hace un año veíamos por televisión nos parecían una reacción insólita y desmesurada. Hay un primer dato sorprendente: la rapidez y la universalidad del contagio que llevó el coronavirus al resto del mundo comparado con el control de las autoridades chinas.

China está controlada por más de ochenta millones de miembros del Partido Comunista, fundado en 1924, y entre sus cualidades no se encuentra la transparencia sino un control estricto de la información. No nos constan el número de muertes por la pandemia y tampoco se han divulgado las cifras sobre el contagio en otras ciudades chinas muy pobladas como es el caso de Shanghái, Pekín, Nankín… Ni siquiera Hong Kong ha sido castigado muy severamente.

¿Cómo puede el virus llegar a causar un millón de víctimas en todo el mundo y que en China, el país más poblado de la tierra, las bajas tengan una proporción muy ­pequeña respecto a Europa y Estados Unidos?

No se puede comprobar si, como insinúan las teorías conspirativas que de alguna manera se hace suyas Donald Trump desde que la pandemia empezó a golpear durante a Estados Unidos, se trata de un virus construido en un laboratorio y expandido por todo el mundo. Esta teoría no tiene fundamento ni parecería muy ­inteligente porque si no conoce fronteras podría saltar nuevamente a China y causar muchas muertes en sus ciudades y en el campo. A no ser que dispongan de una vacuna.

Pero, dejando de lado la geopolítica del virus, hay una realidad que se puede comprobar consultando los datos oficiales que ofrece el Gobierno de Pekín y los que ­suministran los países democráticos ­occidentales. El PIB de China en el se­gundo trimestre del 2020 creció un 11,5% después de una severa bajada de menos 10% en el primer trimestre. Se ha recu­perado del batacazo de principios de año, mientras que en las economías occiden­tales la bajada del PIB en el segundo trimestre ha alcanzado cifras alrededor del 10% negativas.

Se puede resaltar que mientras la economía del mundo occidental arrastra todavía los efectos de la crisis del 2008 y no sabe como salir de la que ha creado la pandemia, China sigue en plena actividad, produce, exporta y, además, adquiere muchas empresas occidentales a precios desorbitados. La realidad es que Occidente, en muchos aspectos, se ha convertido en el gran mercado de China, que no tiene competencia en el debilitado complejo ­industrial que todavía persiste en Europa y Estados Unidos.

China no exporta ideología sino la ocupación de los brazos principales de la economía, de las infraestructuras, de la tecnología en su estado más elaborado. La batalla que libra con Estados Unidos a propósito de la instauración del 5G a escala global es posiblemente la confrontación de más calado para decidir la hegemonía mundial en este siglo.

La penetración china en África, por ejemplo, no tiene muchas connotaciones políticas ni culturales a pesar de las multimillonarias inversiones en infraestructuras públicas y civiles. Son propietarios de clubs de fútbol en Europa, de redes de hoteles y de fondos de inversión que gestionan con prudencia y eficacia.

No buscan la hegemonía política o cultural ni pretenden que nos comportemos como ellos. Lo que buscan es ser la primera potencia mundial, el imperio del Centro, como se consideraban a sí mismos antes de 1914, desbancando a Estados Unidos como potencia indispensable desde el final de la Gran Guerra y la Conferencia de París de 1919, según estimaciones de Madeleine Albright, ex secretaria de Estado con Bill Clinton.

La tentación de añadir toques autoritarios a las democracias occidentales porque la eficacia justifica la eliminación de las discrepancias en favor del éxito de las políticas está presente en muchos países de Europa y Estados Unidos. Sería un inmenso error, porque con sus carencias y sus errores, los sistemas libres tienen la última palabra a pesar del espejismo de los regímenes que sitúan las libertades por debajo de la eficacia construida sobre la privación de los derechos y la dignidad de las personas.

Lluís Foix ha sido corresponsal en Londres y Washington, ha cubierto informativamente siete guerras, y ha sido también director de La Vanguardia.

El artículo fue publicado originariamente en La Vanguardia y se puede acceder al mismo en . Puede leerse también en el blog de Lluís Foix a través de este enlace. La publicación en este periódico cuenta con la autorización del autor.

Redacción. Periodismo. El Inconformista Digital.

Incorporación – Redacción. Barcelona, 30 Octubre 2020.