El arte en la cultura eblaíta – David Valiente

Fragmento de cerámica en terracota - Museo de Arte Oriental de Roma - Wikimedia Commons

En la última pieza sobre Ebla, traté un aspecto fundamental para la reconstrucción histórica: la arqueología. No obstante, la visión del artículo pecaba de un cierto grado de romanticismo decimonónico. La arqueología nació como una disciplina ligada a la historia del arte en tanto en cuanto la primera basaba casi toda su metodología en las experiencias de la segunda. Los primeros arqueólogos estaban enamorados de los fastuosos restos grecolatinos, amor ciego a la megalomanía que descartaba cantidades ingentes de material arqueológico muy útiles para una reconstrucción exacta del relato cultural, social, político y económico del pasado, porque no estaban a la altura de la Venus de Milo o del Discóbolo de Mirón.

Pero, por otra parte, los investigadores que deseen indagar sobre cuestiones puramente arqueológicas, como la cerámica eblaíta, se encontrará de bruces con un abismo insondable, pues los manuales prácticamente prescinden de estudios cerámicos; y, sí, hay algunos estudios publicados en internet, pero acceder a ellos cuesta entre 10 y 100 dólares. El estudio cerámico, entendido como un trabajo de prospectivo, catalogación, datación, dibujo y descripción, permite a los arqueólogos determinar hasta donde llegan las influencias culturales de cierto reino o imperio; y lo determina con mayor precisión porque mientras que las estatuas, joyas y textos pertenecen a un ámbito elitista, las vasijas, los cuencos, los vasos eran empleados por todos los individuos que conformaban la sociedad. A parte de que sientan nuestros pies en el suelo, alejándonos del halo novelesco que hasta hace poco rodeaba a la arqueología.

Sin embargo, esta información parece top secret, solo accesible para una clientela vip respaldada por alguna universidad prestigiosa y con dinero, el grueso de los mortales debemos conformarnos con los estudios publicados sobre la cerámica en la región palestina y siriaca del II milenio, que, como ya nos anticipa el nombre, se aleja mucho de la plástica desarrollada en esos años de esplendor, ya que la cerámica posterior se “contamina” con las huellas culturales de los imperios que intentan manu militari controlar esa región del planeta en guerra desde que la civilización representa a los humanos.

De todos modos, nos quedan las artes menores, obras magníficamente adornadas que satisficieron los gustos hedonistas de algún lugal más obsesionado con la belleza que con el arte de gobernar.

Artes menores: tan suntuosas como las mayores

Es imposible siquiera mencionar las artes mayores en Ebla, pues los saqueos del enemigo y los incendios han borrado cualquier muestra de ello. Sin embargo, las excavaciones han revelado una ristra de pequeñas esculturas, relieves, sellos, etc., que nos aproximan tanto en forma como en suntuosidad a sus hermanos mayores desaparecidos. Partiendo de la riqueza en oro y plata disponible en los almacenes del palacio- y de que en época antigua se hace todo a lo grande-, podemos hacernos una idea de la espeluznante riqueza de sus obras mayores, que en nada envidiaban a sus contemporáneos ni a las maravillas futuras. Solo con observar “las cabelleras femeninas en miniatura en forma de peluca de piedra dura y con forma de lapislázuli” nos hacemos una idea de la importancia que para el eblaíta tenía demostrar al vecino lo ilimitado de su poder; patrón común en todo el Próximo Oriente antiguo, ellos ya sabían desmoralizar al rival para la guerra; preferían solucionar sus conflicto en las salas reales o de recepción, donde el gobernante de turno lucía fatuo como un dios sempiterno, imponente y destructor, para intimidar a los enviados.

Entre otros muchos objetos, se ha hallado una serie de tallas de madera, “posibles paneles de muebles del propio palacio”, en los que se representan escenas vigorosas e identificables con el carácter del reino, como un león en pleno lance instintivo cazando a un cordero, en los cuales el realismo de las figuras nos permite distinguir los músculos en tensión del león o el alegre trajín de los perros esperando la llegada de su amo. También aparecen representaciones de hombres ataviados con turbantes y casacas de lana de oveja, junto a escenas mitológicas.

Por otro lado, una desemejanza con los postulados típicos de la época es que el arte eblaíta no empleaba muchas escenas bélicas, cosa extraordinaria porque a los reyes les encantaba celebrar sus victorias militares a ser posible haciéndose centenares de estatuas y tablas conmemorativas. Cierto es que el reino eblaíta no se caracterizaba por su belicosidad y sus ansias de conquista; mostraban la cautela típica del comerciante: las alarmas se encendían si algún reino tenía la osadía de interferir en sus negocios.

En cuanto al estilo, los investigadores lo han adjetivado de la manera más precisa posible: natural. Recibe la influencia de las artes plásticas sumerias, pero sus formas adquieren soltura en las extremidades anatómicas; en los rostros aún pervive el hieratismo con rasgos dulcificados y sonrisas en labios finos que abandonan la intemporalidad. En cambio, los ojos, yermos, transmiten una falsa paz, potenciada por la pronunciación de la quijada que, según se acerca al mentón, se acentúa conformando un pico. La cabellera ondulada y geométrica en su perímetro se adhiere a la cabeza como el caso de un guerrero, remarcando cada mechón como si se tratara de las escamas de un pez espada. En cambio la ropa, pierde en esquematismo para ganar es sutilezas plisadas; no comparar los vestidos talares eblaítas con las prendas sueltas del mundo griego, aunque sí estamos ante el principio de la técnica que siglos más tarde vestirá a la Afrodita de Fréjus.

En suma, los artistas eblaítas bebieron del canon sumerio con intención de adaptarlo a su propio carácter y experiencia de la vida. Un observador atento no requiere de las precisiones técnicas de los investigadores para darse cuenta de las diferencias que presentan el arte eblaíta respecto al sumerio y que hicieron a los especialistas determinar que Ebla no era una colonia sumeria, sino un ente pleno y capaz de crear sin requerir de los recursos de sus vecinos mesopotámicos. En conclusión, “los eblaítas impregnaron los modelos sumerios de un espíritu nuevo, de una fuerza diferente, de un refinamiento casi diría semimítico, por no decir mediterráneo, hasta el extremo de sentirnos legitimados- escribe Pettinato- para definir su arte como indudablemente autónomo respecto al gran arte mesopotámico del periodo protodinástico”.

Bibliografía:

  • Pettinato, G. (2000): Ebla, una ciudad olvidada, Editorial Trotta, Madrid.
  • Matthiae, P. (1970): Ebla, un impero ritrovato, Einaudi editore, Turín.
  • Liverani, M. (2012): El antiguo Oriente, Editorial Crítica, Barcelona.

David Valiente Jiménez. Madrid
Colaborador, El Inconformista Digital.

Incorporación – Redacción. Barcelona, 30 Octubre 2020.