
Murió el 28 de marzo de 1942. Como últimas palabras tendría los versos escritos en un papel pasado de extranjis por algún funcionario compadecido de él. Su delicada salud no soportó la humedad del Reformatorio de Adultos de Alicante; sufría tuberculosis, una enfermedad respiratoria provocada por el bacilo de Koch, incompatible con las duras condiciones de las cárceles franquistas. Una vez muerto, los intentos de los compañeros de reclusión y de los funcionarios para cerrar los ojos resultaron infructuosos: “Significa a Vd. que el haber salido el cadáver con los ojos abiertos ha sido debido a no poder cerrárselos por medios naturales, según me manifiesta el médico auxiliar del recluso”, dicta el parte redactado justo después de las 5:30 de la madrugada, hora exacta de su defunción.
La noticia de su muerte corrió como la llama sobre la pólvora, a nadie dejó indiferente la muerte de uno de los más célebres poetas que la lengua española ha tenido. Sus amigos lloraron con amargura mientras sus enemigos, inevitablemente, también derramaron lágrimas de dolor. No se volvería a oír su voz grave arengando con sus poemas en las plazas de los pueblos. Muchas palabras hermosas, como no podía ser de otra manera, se escribieron tras su muerte, Rafael Alberti lo recordaba así: “Sí, Miguel (Hernández) venía de la tierra natural, como una tremenda semilla desenterrada, puesta de pie en el suelo. Y nunca este sentir, esta presencia de espíritu y de cuerpo procedente del barro se los sacó de su poesía”.
Miguel Hernández es uno de los poetas más icónicos de la literatura española y me atrevería a decir que de la literatura universal. Sus poemas dejan indiferentes a muy pocas personas. Por desgracia, es España, parece que nos gusta desvirtuar a nuestros genios: es cierto que se producen multitud de homenajes e incluso hay un premio internacional de poesía y una universidad con su nombre, aún así fallamos en lo más básico en el caso literario: no leemos su obra. La gente tiene un recuerdo vago de las lecciones de literatura del instituto donde su nombre se menciona en una sesión y, si acaso, se lee alguno de sus poemas. Si preguntáramos a los viandantes quién fue Miguel Hernández, la mayoría diría que un escritor, alguno más avispado o con el instituto más reciente te responderá que escribía versos, pero será incapaz de recitarte: “Menos tu vientre,/ todo es confuso./ Menos tu vientre,/ todo es futuro/ fugaz, pasado/ baldío, turbio…”
Por desgracia, en los centros educativos nos enseñan a no leer a Miguel Hernández- y a muchos otros-. Pero deberíamos deslizar nuestros ojos sobre los versos del poeta oriolano y dejar que nuestra mente divague sobre lo que en realidad quiso decir. Y es que Miguel Hernández es el poeta por excelencia, el poeta con significante en mayúscula y significado inefable. Su vida era poesía, pues no concebía otra manera de caminar por el mundo que no fuera empapándose del saber procedente de los libros prestados y de los versos que, con timidez al principio y luego con descaro, escribía y publicaba en poemarios y revistas literarias de la época. Su amor por las letras le condujo a seguir cultivando su intelecto después de abandonar la escuela a la edad de 14 años forzado por las circunstancias familiares.
Podemos imaginarnos al adolescente Miguel tendido sobre un jergón de hierba, bajo la sombra de un árbol viejo, lápiz en mano, llenando un papel de tachones, mientras uno de sus ojos vigila a “una cabrita” alimentándose del pasto que luego dará la “leche” que caerá “en el cubo”; o probando un limón “agrio”, cultivado por un “chinito coletudo”, que le otorgará “un minuto de mar”. Miguel Hernández deseó ser poeta y, confiando en sus cualidades, apostó todo a una sola carta en vez de tocar diferentes palos. Su mano se componía del valor personal y la creencia en su trabajo literario; y sin duda triunfó en la primera partida, aunque es cierto que su rival, la vida, más despiadada, no dudó en cobrarse la revancha.
Su origen provinciano lo ligó al joven Hernández a una vida bucólica que, sobre todo en sus primeros poemarios, explotó sin complejos. Su amor por la naturaleza rezumó de palabras conectadas por verbos y adverbios, que acentúan el misticismo, a ratos estáticos, de un vergel sensual. Asimismo, la influencia de Fray Luis de León invita al oriolano a pensar la naturaleza de forma íntima, siendo a ratos la conexión corporal del hombre y la mujer un punto central del entorno natural descrito: “Con un sexo de acero y de tragedia/ me reanudé a tu sexo:/ no pude entrar en ti de otra manera,/ pura de trecho en trecho”. Con todo, Miguel Hernández describe una naturaleza realista, vaga en idealismo, gravitada con versos de descarnada crudeza que nos muestran lo abúlico del cambio de estación, sin olvidar tampoco la gracia del mar: “un huerto con lilos en enaguas”; pero, por encima de todo, nos describe una naturaleza que hace sudar al ser humano; “El saber de la tierra se enriquece y madura:/ caen los copos del llanto laborioso y oliente,/ maná de los varones y de la agricultura,/ bebida de mi fuente”. Aquella tierra madre dadora de seres imperfectos, solícita y desmoralizante al mismo tiempo.
Relacionada con su voluntad creativa y su vida campestre está su formación. Como ya dije antes, Miguel Hernández cursó estudios reglados hasta los 14 años, algo poco común en la época puesto que los niños abandonaban antes el colegio, apenas sabiendo leer y escribir. Pero Miguel Hernández tuvo la suerte-y el consentimiento paterno- de terminar sus estudios básicos. Ya en el colegio, comentaron sus profesores, demostraba un talento especial para las letras; devoraba libros, tanto los que le obligaban a leer como los conseguidos fuera del ambiente escolar, gracias a los préstamos de amigos y conocidos. El abandono de sus estudios no significó que sus inquietudes intelectuales se apagaran, y aunque la vida del campo le robaba mucho tiempo, las lecturas de autores españoles como Juan Ramón Jiménez, Góngora o Fray Luis de León eran su pasatiempo obsesivo. Amaba el saber tanto como a la poesía, porque entendía la dependencia que había entre ellas, razón esta del mote cariñoso que recibió: poeta pastor.
Sin duda, supo plasmar su experiencia vital con fidelidad en su obra valiéndose de su fuerte carácter (cuando era necesario), aunque esto se aprecia con mayor viveza en la poca prosa que escribió. Sus palabras a veces sonaban altaneras, un ejemplo lo encontramos en la carta que escribió a Federico Gracía Lorca el 10 de abril de 1933, en la cual le reclama a un consagrado Lorca no haber elogiado su obra: “Le escribí hace mucho pidiéndole elogios (…). Y aquí me tiene usted esperándolos”. Continúa haciendo gala de su sobrada grandeza: “Usted sabe bien que en este libro mío hay cosas que se superan difícilmente y que es un libro de formas resucitadas, renovadas, que es un primer libro y encierra en sus entrañas más personalidad, más valentía, más cojones – a pesar de su aire falso de Góngora – que casi todos los poetas consagrados, a los que si se les quitara la firma se les confundiría la voz”. Lo que para muchos es falta de humildad y vanidad, en su obra poética se traduce en fuerza, brillantez y efervescencia rítmica:
Caídos, sí, no muertos, ya postrados titanes,
están los hombres de resuelto pecho
sobre las más gloriosas sepulturas:
las eras de las hierbas y los panes,
el frondoso barbecho,
la trinchera oscura.
Siempre serán famosas
estas sangres cubiertas de abriles y de mayos,
que hacen vibrar las dilatadas fosas
con su vigor que se decide en rayos.
(Nuestra juventud no muere, Viento del pueblo).
Estos versos transmiten una actitud combativa, un apego a la vida que lejos de perderlo en lides órficas, le encaminó a escribir poemas comprometidos con los avatares de su tiempo. Hay en la obra de Hernández una evolución estilística y temática espacialmente remarcable; Miguel trató todos los temas que competen a la literatura y la creatividad humana, pero, sin duda, destacaron sus poemas revolucionarios, combativos, los que empezó a escribir defendiendo al pueblo llano y trabajador, enmarcándose dentro de la lucha antifascista y antifranquista durante la Guerra Civil. Al igual que siglos antes Garcilaso de la Vega tomaba la espada y la pluma, el poeta oriundo de Orihuela vestirá el mono azul de la resistencia y con sus versos intentará mantener la moral de la tropa bien alta, porque “para la libertad, sangro, lucho pervivo./ Para la libertad, mis ojos y mis manos,/ como un árbol carnal, generoso y cautivo,/ doy a los cirujanos”. La voz de un soldado herido que representa la sangre derramada de todos los hombres y mujeres que lucharon para frenar la carcoma que se extendió por la Europa previa a la Segunda Guerra Mundial.
Alentó en su poemas al pueblo para luchar en las barricadas, apelando al “toro de España: levántate, despierta./ Despierta del todo, toro de negra espuma,/ que respiras la luz y rezumas la sombra,/ y concentras los mares bajo tu piel cerrada”. Este poema leído desde la perspectiva actual parece rancio, pero en realidad nos transmite un mensaje de unidad y apoyo mutuo hoy por hoy olvidado en las mazmorras de la memoria.
Aun así, mucha gente, que no conozca su recorrido, lo tildará de patriota encolerizado. Patriota fue, convencido además, pero su amor por España ninguna relación guarda con el baratillo que se vende en los mítines o en ciertos medios de comunicación; su idea de España nacía de la pluralidad de los pueblos que la habitaron y que en un futuro la pueden habitar; su España era como una madre que cuida de cada uno de sus hijos y no importa que este marque más la “z” o la “s”, los hijos son incondicionales, poco importan las características que los envuelva. Por esta razón, España está en muchos de sus poemas, bien como personaje principal, bien como meta de fondo o bien como razón de vivir, pero el poema que mejor muestra el amor por su patria, bajo mi punto de vista es Madre España:
Abrazado a tu cuerpo como el tronco a su tierra,
con todas las raíces y todos los corajes,
¿quién me separará, me arrancará de ti,
madre?
Abrazado a tu vientre, ¿quién me lo quitará,
si su fondo titánico da principio a mi carne?
abrazado a tu vientre, que es mi perpetua casa,
¡nadie!
Madre: abismo de siempre, tierra de siempre: entrañas
donde desembocando se unen todas las sangres:
donde todos los huesos caídos se levantan:
madre.
Decir madre es decir tierra que me ha parido;
es decir a los muertos: hermanos, levantarse;
es sentir en la boca y escuchar bajo el suelo
sangre.
(Madre España, El hombre acecha)
El genial epígono, como así lo llamó Dámaso Alonso, amó a la par que tal vez odió una región de España, Madrid. El sueño provinciano del literato consistía en arribar en los ateneos, cafés y grupos de intelectuales prolíferos en la capital, pero esto suponía abandonar la tierra de nacimiento, cosa que a nuestro poeta le pesaba mucho por el amor que sentía a su familia y a su tierra natal comparable a su amor por la poesía y la libertad. Aún así viajó en varias ocasiones a Madrid donde conoció a grandes poetas del momento como Rafael Alberti, Dámaso Alonso, Vicente Aleixander y se codeó con cineastas, pintores, escultores, pedagogos en las estancias de la Residencia de Estudiantes.
Miguel Hernández habló de amor, no en el tono y la constancia de Pedro Salinas (si por algo es conocido Salinas es por su poesía amorosa). Sin embargo, cantó al amor alguna que otra vez. Asimismo, en sus poemas amorosos es donde mejor se aprecia su evolución estilística, pues este tema se encuentra inveterado en su obra. No hay más que leer sus primeros versos para darse cuenta de la inexperiencia amatoria, que le obligan a pecar en ocasiones de barroco: expresa sus sentimientos a la par que los oculta entre palabras rimbombante y ampulosas, que diluyen su mensaje. El poeta adolescente teme mostrar sus sentimientos hacia su amada, pero el poeta maduro ha roto con todos sus temores, puesto que ha encontrado a la mujer de su vida, Josefina Manresa, con quien contraerá nupcias por lo civil el 9 de marzo de 1937. Sus palabras son claras, precisas, no rebusca en el diccionario, sino que se deja llevar por el ritmo que marcan sus sentimientos, redescubre la poesía y como dijo Juan Ramón Jiménez: “vino primero pura”.
Miguel Hernández Gilabert nace el 30 de octubre de 1910, morirá 31 años después, dejando una mujer y un hijo de tres añitos de edad. Entre sus pertenencias, se encontraron una serie de poemas escritos en francés, lengua que conocía hasta tal punto de atreverse a escribir en ella el género literario más excelso. Nos dejó un legado en palabras, que nosotros ahora tenemos la opción de ignorar, pero también de escuchar: valores perdidos que reencontraremos si desconectamos Twitter, y dejamos que la poesía de Miguel Hernández nos hable para evitar lo expresado en los siguientes versos de su poema Las cárceles:
Un hombre que ha soñado con las aguas del mar,
y destroza sus alas como un rayo amarrado,
y estremece las rejas, y se clava los dientes
en los dientes del trueno.
David Valiente Jiménez. Madrid
Colaborador, El Inconformista Digital.
Incorporación – Redacción. Barcelona, 26 Septiembre 2020.