Violencia en las retaguardias – por José Miguel Hernández

El día 9 de Julio de 1939 Alfonso Laurencic era fusilado en Barcelona, en el Camp de la Bota, en cumplimiento de la sentencia que un tribunal militar le había impuesto tras un juicio que se inició tres semanas antes. Acusado de diseñar y construir dos de las “checas” más atroces de la ciudad de Barcelona, situadas en las calles Vallmajor y Zaragoza, fue además el creador de diversos métodos de tortura, que se llevaron a la práctica sobre cientos de personas detenidas por el SIM (Servicio de Información Militar), bajo la dirección del Gobierno republicano. En su haber hay que añadir, además, su traición al POUM, a la CNT y a la UGT, sin olvidar su faceta de estafador al utilizar fondos del SIM para sus intereses personales y el enriquecimiento personal facilitando la salida de España de diferentes personas tras cobrar grandes cantidades de dinero.

Laurencic no fue el único personaje siniestro dentro de esta historia. Es de obligada referencia hacer mención al que desempeñó el cargo de jefe de los servicios de inteligencia de la CNT, Manuel Escorza de Val. Gozaba de absoluta independencia en su actuación y su centro operativo era la “checa” de San Elías, en Barcelona, aunque su domicilio particular lo estableció en la que fue residencia de Francesc Cambó. Tenía controlados los movimientos, entre otros muchos políticos catalanes, del President de la Generalitat, Lluís Companys, y en las primeras semanas de Guerra no evitó manifestar su intención de eliminarle a él y a todo el Govern. Joan García Oliver decía de él que era “tullido de cuerpo y alma” y Dolores Ibarruri, “Pasionaria”, afirmaba que “físicamente es una ruina, jorobado y paralítico, sólo vivía en él la llama del odio a los hombres normales. Él hubiera querido que a su imagen y semejanza toda la humanidad fuese paralítica y jorobada”. Federica Montseny, ministra de Sanidad y Asistencia Social del Gobierno republicano y Jaume Miravitlles, Comisario de Propaganda del Gobierno de la Generalitat de Cataluña se referían a él como “el implacable e incorruptible Robespierre de la FAI”. En su “Diario de un pistolero anarquista” Miquel Mir, refiriéndose a los delitos cometidos por orden de Escorza, explicaba que “estas operaciones se hacían siempre durante la noche, de forma clandestina. Nos desplazábamos a las casas donde había que hacer el registro, nos llevábamos al sospechoso al camión y, cuando estábamos en un descampado de las afueras de Barcelona, le metíamos un tiro y lo dejábamos en la carretera o en el camino. Recuerdo que uno de estos detenidos, antes de morir, nos dijo que no sabía por qué le matábamos. Pero le hicimos callar porque nuestro trabajo era matar y el suyo morir”. Para evitar el espectáculo de los muertos en la carretera, Escorza dio la orden de hacerlos desaparecer en el horno de la fábrica de cemento de Montcada. A diferencia de Laurencic, Escorza logró huir a Chile tras la Guerra y allí murió, en Valparaíso, en el año 1968. Nunca fue juzgado por los delitos cometidos.

Las “checas” formaron parte del mundo de la represión en el bando republicano durante la Guerra Civil Española. Su nombre es la abreviatura de la “Comisión Extraordinaria para la Represión de la Contrarrevolución”, surgida en la URSS y precursora de los más modernos NKVD y KGB soviéticos. Fue creada para la acción sobre los antiestalinistas y, en el caso español, fue protagonista principal en el control que ejerció el SIM sobre la retaguardia tras los hechos de Mayo de 1937 en Barcelona, hechos que supusieron la desarticulación del POUM.

Pero las “checas” no se circunscribieron exclusivamente al Partido Comunista español, pues no hubo ni una sola organización del Frente Popular Republicano que renunciase a tener su propia “checa”. Socialistas, comunistas y anarquistas manifestaron una especial predilección por los lugares de culto católico y los conventos, que el gobierno republicano no tenía ninguna intención de proteger y defender. Convertidas en un elemento esencial de la revolución desatada en los primeros meses de guerra, en ellas se ejerció la tortura y el asesinato. Surgidas en el período más brutal de la violencia indiscriminada de la Guerra (Julio-Diciembre 1936) para la eliminación del enemigo fascista, proliferaron en Madrid (225), Barcelona (46), Alicante (12) y Valencia (35). Las autoridades republicanas, a través del CPIP (Comité Provisional de Investigación Pública) y dependiente del Ministerio de la Guerra, no pensaron en acabar con ellas sino más bien en coordinarlas, tras una reunión que tuvo lugar en Madrid, en Agosto de 1936, en el Círculo de Bellas Artes, donde participaron todos los partidos y sindicatos del Frente Popular. El terror estaba, como puede apreciarse, institucionalizado.

En las “checas” se prescindía de los procedimientos judiciales establecidos por la Legislación republicana, dando paso a una justicia clandestina que se iniciaba con la detención irregular por motivos diversos: condición de derechista, actitud antirrepublicana, rencillas y venganzas personales tras denuncias anónimas. Estas detenciones las practicaban grupos de entre dos y cuatro personas, normalmente milicianos con carnet falso que llevaban a cabo un registro en el domicilio. En las checas se practicó una represión física y moral ante un prisionero indefenso. En ocasiones el detenido era acompañado por un familiar (que no pasaba de la puerta de entrada) y, si no era así, lo más probable es que el detenido no pasase por la checa y fuese ejecutado sin más procedimiento, en los tristemente conocidos como “paseos”. Benigno Mancebo, integrante del CPIP en Alicante fue muy claro cuando afirmó: “La Revolución no se hace con agua de rosas (…) Para defenderla de sus enemigos es preciso mancharse las manos. En nuestro caso he tenido que manchármelas yo. Mi papel era menos heroico del que peleaba en las trincheras y menos brillante del que hablaba en las tribunas; pero tan necesario como el primero y más eficaz que el segundo”. Mancebo, junto a otros integrantes del CPIP, intentaron evitar admitir los asesinatos en masa tras ser detenidos por las autoridades franquistas. Condenado en Consejo de Guerra fue fusilado el 27 de Abril 1940 y sus restos enterrados en la fosa común del madrileño Cementerio del Este. Otro compañero suyo, Tomás Carbajo, perteneciente a la UGT, se suicidó y, en el caso de Nicolás Hernández Macías, localizado en el Campo de concentración de Albatera (Alicante) el 5 de Mayo de 1939, fue trasladado a los calabozos del Ministerio de la Gobernación, en la Puerta del Sol, Madrid, donde fue torturado. Fue allí donde otros ex-miembros del CPIP, Jerónimo Navarrete y Felipe Sandoval encontraron la muerte, éste último suicidándose al tirarse desde una ventana el 4 de Julio de 1939. Otros vieron claro que la salvación estaba en la delación y así fue como Leopoldo Carrillo y Mariano Cabo prefirieron colaborar con la Brigada Político Social franquista.  Hoy en día el antiguo edificio del CPIP, en el número 9 de la madrileña Calle Fomento, está ocupado por un Instituto de Educación Secundaria con el nombre de “Instituto Santa Teresa de Jesús”. No existe, en dicho edificio, ninguna placa ni recordatorio de los hechos que allí acontecieron.

Los tribunales, un total de 37 en Madrid, estaban integrados por tres miembros que decidían sobre el destino de la persona detenida: prisión, libertad y “libertad.” Este punto final tras la palabra “libertad” quería decir que el detenido había de morir, lo que ocurría poco después, en las afueras de la ciudad. Las “checas”, que dependían del CPIP, delegaban en éste la requisa de los bienes del condenado a prisión o a la muerte. El CPIP, como puede observarse, no era una organización de incontrolados. Con sede en el Círculo de Bellas Artes pasó posteriormente a ocupar los locales situados en la calle Fomento, número 9, anteriormente citada de la capital madrileña. Su constitución fue idea y obra de Manuel Muñoz, Director General de Seguridad y perteneciente al Partido Izquierda Republicana. Creado el 4 de Agosto de 1936 para ayudar a la Dirección General de Seguridad a realizar los registros y detenciones en la línea de política antifascista asumida por el Gobierno republicano formaron parte de él un total de 584 agentes organizados en 77 grupos de investigación. Disuelto en Noviembre de 1936 por orden de Santiago Carrillo, entonces Consejero de Orden Público de la Junta de Defensa de Madrid, una parte de sus miembros se integró en la matanza en Paracuellos, ocurrida entre el 7 de Noviembre y el 4 de Diciembre de 1936 de un total aproximado de 2.500 presos. La otra parte de agentes fue destinada a la Policía Republicana. Muy probablemente la propaganda franquista posterior a la Guerra exageró la actuación del CPIP, tal y como un titular de “La Vanguardia” expresaba el 20 de Abril de 1940: “La criminalidad marxista al descubierto”. La noticia explicaba más adelante que 50 integrantes del CPIP habían sido inculpados, de los que 44 fueron ejecutados una semana más tarde, pero queda bastante claro que la investigación histórica ha cifrado en más de 8.000 el número de víctimas producidas.

En las primeras semanas tras la sublevación estos hechos eran conocidos y aceptados por la mayoría de la gente, viendo en todo esto un acto de justicia popular. El asalto al Cuartel de la Montaña el día 19 de Julio de 1936, lugar donde se habían refugiado los militares rebeldes comandados por el general Óscar Fanjul fue la primera muestra de respuesta popular a las noticias de la sublevación del Ejército. A ésta, tras la liberación permitida por el gobierno republicano de los presos comunes de las cárceles, le seguirían las sacas y “paseos” de todos aquellos y aquellas que podían ser considerados enemigos de la revolución, fascistas o simplemente antirrepublicanos. Las prisiones fueron ocupadas por militares afectos al levantamiento militar: políticos de derechas, intelectuales, miembros del clero.

Pero esta opinión no fue unánime: por ejemplo, el diario “ABC”, en su edición madrileña correspondiente al día 25 de Julio de 1936 reclamaba que nadie podía adoptar medidas de “justicia particular”. Incluso el diario “El Socialista”, en su ejemplar del día 23 de Agosto de 1936, protestaba ante el asalto a la Cárcel Modelo de Madrid del día anterior, probablemente provocado por las noticias que llegaban de los sucesos de la matanza de Badajoz, perpetrada por el ejército franquista y bajo el mando del coronel Yagüe. Estas opiniones contrastaban con la emitida por la prensa de la CNT, que justificaba el odio al traidor y aprobaba la justicia popular. No debe olvidarse que, a lo largo de la Guerra esta cuestión dividió a los propios partidos y líderes republicanos: mientras Indalecio Prieto y Marcelino Domingo fueron muy críticos y se manifestaron en contra, Dolores Ibarruri defendió la protección a los perpetradores del terror y, desde la Prensa, se continuó llamando a la eliminación implacable del enemigo. El que fuera ministro de justicia, Manuel de Irujo, reiteró públicamente que la República debía abstenerse de recurrir a los métodos de la guerra total y respetar la vida del enemigo. Tal y como publicó el día 4 de Octubre de 1936, en el diario “El Liberal”, el ministro afirmaba: “ …queremos llevar piedad para el vencido, respeto para el prisionero, en un marco de tolerancia de sentido cristiano, de humanidad a esta lucha bárbara y cruel que ensangrienta las tierras del Estado y que tantas vidas inocentes y tantos millones de la riqueza del pueblo ha costado”. Manuel Azaña y Joan Peiró no ocultaron o minimizaron las atrocidades que se cometían en las propias filas y es importante destacar que ello ocurrió a pesar del Gobierno y no con su explícita aprobación, es decir, en el bando republicano, las prácticas represivas no obedecieron a ningún plan previo y planificado de eliminación del contrario. El desarrollo de los acontecimientos perjudicó seriamente la imagen de la República y ello llevó a la organización de la Justicia Popular entre Agosto y Octubre de 1936, integrada por partidos y sindicatos que, aunque no acabaron con la justicia clandestina, sí que intentaron controlarla, consiguiéndolo finalmente para finales del año 1936.

Dentro de este panorama de violencia espontánea y defensiva, tal y como ha sido definida por la historiografía, hubo quienes se dedicaron por entero a salvar a quienes corrían peligro. Es el caso de Román Arizpe, miembro del CPIP, albañil de 24 años e integrante de la CNT. El sindicato le nombró agente provisional de la policía a finales de Septiembre de 1936 y le fue encomendada la compilación del libro de registro de entradas y salidas de los detenidos. Desde su posición organizó la puesta en libertad de sospechosos. Fue tan eficaz su trabajo que incluso la policía franquista lo elogió. Sus acciones le valieron que, juzgado en 1940, fuese conmutada su pena de muerte por la de cadena perpetua. Murió en prisión en 1943. 

Como es bien sabido la violencia en la retaguardia tuvo un carácter muy diferente en el bando sublevado desde un primer momento. A diferencia del territorio republicano, donde las estructuras del Estado se derrumbaron entre los meses de Julio y Diciembre de 1936, permitiendo el estallido de una violencia que fue ampliamente difundida y, muy probablemente, exagerada por la propaganda franquista durante y después de la Guerra, el bando insurgente puso en marcha una violencia fulminante e intransigente: el terror del ejército africano (la Legión y las tropas regulares moras) se desplegó a medida que los frentes de combate se iban definiendo. Pero es necesario detenerse en el carácter planificado de la misma, respondiendo a las indicaciones del General Mola, como ideólogo del Alzamiento, de “eliminar sin escrúpulos ni vacilaciones a todos los que no piensen en base a los ideales de la Nueva España”. La superioridad numérica del proletariado rural y urbano convenció a los golpistas de que tenían que imponer cuanto antes el terror. Un número significativo de muertos nunca fue registrado, por ejemplo, tras la caída de Málaga en 1937 o la huida que se produjo en Barcelona a finales de 1938 y Enero de 1939, sin olvidar los suicidios que se produjeron en el puerto de Alicante, también a finales de Marzo de 1939. Sigue siendo un tema en continua revisión, pero los últimos datos sitúan la represión llevada a cabo por los rebeldes como tres veces superior a la republicana. Así, y por ejemplo, puede tomarse el caso de la masacre de Badajoz, donde hubo un total de 1.437 víctimas perpetradas por los republicanos frente a las 8.914 del bando franquista. La provincia de Sevilla, con su capital, feudo del General Queipo de Llano que, ayudado por los terratenientes locales y Falange Española, se llevó por delante a 12.507 personas frente a las 447 del bando republicano. Los republicanos ejercieron una mayor represión en Alicante, Gerona o Teruel y, en Madrid, las cifras son concluyentes: la violencia republicana triplicó la ejercida por los franquistas cuando entraron en la capital a finales de Marzo de 1939. Cataluña también se distinguió por la violencia: en un informe de la propia Generalitat de 1937 se expresaba la intención de hacer justicia sobre los responsables de la muerte de 8.360 personas.

Aún no habían pasado ni cuarenta y ocho horas desde el inicio de la sublevación cuando las tropas moras de Melilla abrieron el primer campo de concentración en la Alcazaba de Zelúan. A éste les seguirían un total cercano a los trescientos (Miranda de Ebro, Deusto, Barbastro, Zaragoza, Cádiz, Castellón, León, entre los más señalados). En ellos fueron recluidos un millón y medio de personas. Cuando acabó la Guerra en 1939 los propios informes franquistas daban la cifra de medio millón. Todo edificio o terreno alejado del frente de batalla fue utilizado como centro de reclusión: conventos, monasterios, castillos, fábricas abandonadas, almacenes, cuarteles, fortalezas militares, campos de fútbol, plazas de toros, centros escolares, manicomios… un 30% de los campos surgieron de la nada, en espacios abiertos donde se construyeron barracones, tiendas o, simplemente, a la intemperie. Los pueblos destruidos también se reutilizaron, como es el caso de La Granjuela, Los Blázquez, o Valsequillo. El desarrollo de los combates determinó su aparición y, al final, fueron los prisioneros de guerra el mayor contingente, especialmente en las zonas del Ebro y del Segre. El 5 de Julio de 1937 aparecía en el BOE la Orden por la que se creaba la Inspección General de los Campos de Concentración de Prisioneros, disposición oficial que intentaba controlar una realidad evidente y era ésta que los distintos jefes militares procedían si lo consideraban necesario la creación de un lugar de concentración, sin atender órdenes superiores. Los campos tenían la función de clasificar a los cautivos en tres grupos: los irrecuperables, destinados a los pelotones de ejecución o la prisión, donde muy probablemente morirían de hambre o enfermedad; los re-educables y afectos al Movimiento, que eran incorporados al Ejército y, finalmente, los que eran liberados. Los campos fueron lugares de concentración y exterminio: ejecuciones sumarias y “paseos”, al igual que ocurrió en el bando republicano. Fueron también lugares de reclusión donde la escasez de comida y las enfermedades explican la muerte de centenares de presos en una saturación del espacio que llegó a alcanzar el 700 %.  En los campos se castigó duramente a través de los trabajos forzados: construcción y rehabilitación de carreteras y edificios. Todo ello acompañado por una rigurosa disciplina donde el respeto humano brillaba por su ausencia y era sustituido por el maltrato frecuente, ejercido por algunos de sus propios compañeros, los denominados “cabos de vara”, que obtenían así ciertos beneficios. En ningún momento se olvidó la reeducación en charlas de dos horas diarias, una por la mañana y otra por la tarde. A través de la Religión Católica, la política de la Nueva España y los conceptos de una nueva Moral, se intentó que los internos salieran espiritual y patrióticamente cambiados, con sentimientos nuevos al descubrir la verdad y el bien, después de reconocer sus errores. Misa diaria, confesión frecuente, el canto del “Cara al Sol”, la imposición del saludo fascista y el respeto a la bandera roja y gualda fueron elementos constituyentes del día a día concentracionario. Ni uno solo de los campos estuvo destinado a mujeres, a excepción de Los Almendros (Alicante) donde sí las hubo en los primeros días de la Guerra. También ocurrió lo mismo en Cabra, Soria, La Guardia, Santander o San Marcos de León. Acabaron siendo trasladadas a prisiones, donde sufrieron también numerosas vejaciones y humillaciones acompañadas de violencia, además de constituir el inicio de uno de los episodios más tristes de esta Guerra: el robo de niños, consentido y propiciado por las autoridades militares, hecho muy estudiado en los últimos años y que se mantuvo durante años en la posguerra.

En la entrada del que fue el Campo de concentración de Albatera (Alicante) hay una placa dedicada a los seres humanos que sufrieron y murieron por un mundo más justo y libre. El monumento que hace memoria de dicho Campo está formado por dos vigas de hierro que colocaron, en 1995, representantes de la CNT-AIT. Se ignoran sus dimensiones y características exactas, y sólo queda en pie una antigua edificación reconvertida hoy en una caseta de aperos de labranza. A él llegaron en Abril de 1939 un total de 30.000 prisioneros en condiciones lamentables pero hay que recordar, sin embargo, que dicho Campo fue creado por las autoridades republicanas e inaugurado el 24 de Octubre de 1937 por el entonces ministro de Justicia, Manuel de Irujo, como campo de trabajo y con una capacidad estimada para 3.000 personas. Clausurado el 28 de Marzo de 1939 volvería a ser en Abril de 1939, pero esta vez bajo control del ejército franquista, un Campo de concentración, función que acabaría en Octubre de 1939.

En Febrero de 1937 se emitió un Decreto del Gobierno republicano por el que se establecía que todos los condenados por crímenes políticos tenían que ingresar en campos de trabajo y no en las cárceles. Valmuel (Teruel) y Totana (Murcia), junto con el de Albatera antes mencionado fueron tres de los siete Campos estables que existieron.  El entonces ministro de justicia, Joan Garcia Oliver, ya había creado el sistema de campos en Diciembre de 1936 y, tal y como él mismo afirmó en un discurso pronunciado en Valencia, “esa cohorte de fascistas nos ayudará a transformar nuestro país en un vergel”. Según él los campos no podían ser considerados como un castigo, sino como un modo de redención y de reeducación dirigido a la transformación de los fascistas en demócratas y, también, para ser útiles a la sociedad. Los prisioneros, en colaboración con las autoridades locales, eran utilizados para la construcción de canales de riego o mejora de las comunicaciones. Construidos por los reclusos, seguían un horario de trabajo reglamentado, estableciéndose un sistema de bonos para reducción de penas. Pero todo ellos no evitó que las condiciones de vida dentro de los Campos dejasen bastante que desear: disciplina excesiva, falta de respeto por los guardianes, aumento de la violencia, problemas de suministro de alimentos, escasez de uniformes, herramientas, medicinas, todo ello derivó en la aparición y difusión de enfermedades respiratorias, digestivas y reumáticas, sin olvidar los accidentes propios del trabajo realizado, situación que no haría sino agravarse con el transcurso de la contienda.

Estaban protegidos por el Patronato Nacional de los Campos de Trabajo, dependiente del Ministerio de Justicia. El proyecto se expandió bajo el mandato presidencial de Juan Negrin y, a medida que la situación bélica se fue complicando para la República, los campos pasaron a definirse por una creciente militarización y tutelados por el SIM, como ocurría en Pozuelo del Rey, Yepes o Belmonte. Los presos construyeron trincheras, defensas, fosas, todo lo que podía ser útil a las unidades militares. En el Campo de Ambite, también controlado por el SIM, se denunció la falta de ropa y el trato inhumano hacia los prisioneros, provocando la muerte de tres hombres en Diciembre de 1938. A finales de Mayo de 1938 un total de 8.000 prisioneros trabajaban en la construcción de una línea ferroviaria entre Torrejón de Ardoz y Tarancón y, también aquí, fueron denunciadas las malas condiciones de vida y la escasez de comida. Al acabar la Guerra, siete guardias y oficiales de Campos fueron condenados a muerte por tribunales militares franquistas en base a dichos tratos inhumanos.

La situación, tras la ruptura del territorio republicano provocada por la llegada de las tropas del general Yagüe a Vinaroz, obligó al traslado de algunos campos a zonas más seguras. Fue el caso del Campo de Lérida, que pasaría a Solsona o el de Tortosa, que se instalaría en Tarragona. En Cataluña los campos, especialmente a partir del traslado del Gobierno republicano a Barcelona en Noviembre de 1937, estuvieron controlados por el SIM: Hospitalet de l´Infant, Aravall, Omells de Na Gaia, Concabella, Falset, Clariana. A todos ellos fueron a parar soldados franquistas, hechos prisioneros tras la Batalla de Teruel o durante la Batalla del Ebro, y uniéndose a los que ya estaban allí por su condición de prófugos, emboscados, desertores o integrantes de la denominada “quinta columna”. Estos Campos fueron ideales para construir seis líneas defensivas ante el ya imparable avance de las tropas franquistas. Y así fue cómo se vino abajo la teoría y objetivo de García Oliver: la conversión del territorio en un vergel, fue ampliamente superada por la emergencia militar y así se explica que las terribles condiciones de trabajo provocaran que en Omells de Na Gaia fueran ejecutados 21 prisioneros por declarar que estaban demasiado enfermos o hambrientos para poder trabajar.

Comencé este artículo con la mención a dos personajes especialmente crueles. Y la crueldad de la retaguardia estuvo presente en los dos bandos, lo cual no es óbice para insistir, una vez más, en las diferencias cuantitativas y cualitativas que existieron en unos y otros. La historiografía insiste una y otra vez sobre la revisión del proceso, lo cual es entendible siempre y cuando el fin último de dicha revisión sea la consecución de la verdad y, sobre todo, que esta verdad no sirva para otro fin que el de mantener la convivencia pacífica, ochenta y cuatro años después.

Y, por ello, voy a terminar explicando una historia, probablemente conocida por quien lea este texto, pero no por ello menos ejemplarizante. Se trata del ejemplo de Melchor Rodríguez García, sevillano, del Barrio de Triana. El 21 de Julio de 1936 este obrero anarquista ocupó el Palacio de Viana, en Madrid, en nombre de su grupo libertario de la FAI, “los Libertos”. Desde ese lugar los integrantes de dicho grupo llevaron a cabo detenciones y registros en los domicilios de personas de derechas, de acuerdo con las mismas y con el ánimo de salvarlas. Hubo sacerdotes a los que se les permitió celebrar la Eucaristía en el recinto del palacio. Nadie se dio cuenta y siempre dio la impresión de estar trabajando por la Revolución proletaria.  Fue nombrado inspector general del Cuerpo de Prisiones y una de sus primeras decisiones fue la de eliminar los excarcelamientos entre las seis de la tarde y las ocho de la mañana, con lo cual se evitaba la acción de las patrullas de incontrolados, como las de Garcia Atadell o la “Brigada del Amanecer”. Tuvo numerosos enfrentamientos con Santiago Carrillo y Joan Garcia Oliver por la cuestión de las sacas de presos. Esos enfrentamientos causaron su destitución y el traslado en un puesto sin trascendencia: concejal de cementerios en el Ayuntamiento madrileño. Poco antes de las matanzas de la Cárcel Modelo de Madrid, Melchor Rodríguez consiguió llevar a muchas personas en peligro a la frontera con Francia, pero, desgraciadamente, no pudo evitar la continuación de las 33 sacas de presos que terminaron con la muerte de sus integrantes de 23 expediciones, una de ellas las tristemente famosa de Paracuellos del Jarama.

Cuando las tropas franquistas entraron en Madrid, Melchor Rodríguez no huyó como otros que luego han pasado a la posteridad como héroes y se quedó a compartir la suerte de los madrileños. Juzgado en Diciembre de 1939 hubo numerosos testimonios a su favor, por ejemplo el del cónsul de Noruega, Félix Schlayer, quien en una carta al coronel José Ungría, jefe de los servicios de inteligencia franquistas, ponía en su conocimiento que Melchor había salvado la vida a centenares de personas perseguidas. Sin embargo, el testimonio de mayor peso fue el de Agustín Muñoz Grandes, falangista, general del Ejercito que posteriormente mandaría la División Azul. El motivo de su testimonio favorable era que, gracias a Melchor Rodríguez, había conseguido salvar la vida. Dicho testimonio logró que se le condenase a 20 años de prisión, de la que saldría en libertad en 1943.

Melchor Rodríguez, denominado en la posteridad como el “Schindler español” por haber salvado la vida a cerca de 11.000 presos, murió en Madrid el 14 de Febrero de 1972. El día de su entierro en la Sacramental de San Justo, algunos de los pocos jerarcas del Régimen franquista que asistieron hicieron como que no veían la bandera anarquista con la que algunos amigos cubrieron su féretro. Los agentes de la policía secreta, enviados para la ocasión, se limitaron a observar discretamente la escena, las tumbas colindantes, los cipreses, el cielo y las nubes mientras parecían no escuchar el himno que rompía el silencio de los muertos. Himno en el que Melchor Rodríguez García creyó y por el que actuó en consecuencia: La Internacional.

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José Miguel Hernández López. Barcelona.
Colaborador, El Inconformista Digital.

Incorporación – Redacción. Barcelona, 17 Agosto 2020.