La otra epidemia: el yoismo – por Silvia Company de Castro

Eco y Narciso, pintura de John William Waterhouse - Wikimedia Commons

Hay veces en la que los semáforos van muy lentos. Demasiado, diría yo. Casi siempre coincide con esas ocasiones en las que te has propuesto llegar pronto a alguna cita y vas recolectándolos a todos por el camino. Rojos, por supuesto. El semáforo que hay justo enfrente del supermercado de mi pueblo, no es ninguna excepción. En la espera que dura su color rojo, normalmente daban cabida a inesperados reencuentros, conversaciones de paso, acaloradas tertulias entre los lugareños sobre el panorama político actual y, como no, la novedad de algún que otro chismorreo. Y digo, “daban cabida” porque actualmente con los dos metros de distancia el ritual de espera también se ha visto afectado. Sin ir más lejos, el pasado miércoles, mientras varios peatones esperábamos pacientemente en silencio a que el semáforo nos diera luz verde, una frase se abría entre la nada y nos golpeaba la sien como una gran bofetada: “pues tía, yo no me pongo la mascarilla porque me da mucho calor” sentenciaba aquella voz kamikaze. La mujer con la que guardaba respetuosamente la distancia en la acera ladeó brevemente la cabeza buscando su indignación en mi indignación (es increíble cómo dialogan las miradas sin la necesidad de decirse absolutamente nada).

La voz kamikaze que seguía soltando perlitas sinsentido buscando en su compañera de habla un gesto de aprobación (lo cual era más bien casi imposible, porque su acompañante sí que llevaba mascarilla, pero además unas gafas de sol que le cubrían prácticamente todo el rostro) no tendría más de unos 17 años (siento la inexactitud, pero nunca se me dio bien el juego de adivinar las edades).

El semáforo colapsado y cansado quizá de escuchar toda aquella retahíla de sandeces, nos dio al fin el verde, pero mis pies necesitaron quedarse dos segundos más reposando sobre aquel adoquín grisáceo para digerir un poco aquel comportamiento infantiloide del que había sido testigo directo. ¿A caso no había sido suficiente casi dos meses de confinamiento? ¿Qué hace calor? ¿Y qué me dices de las más de 27.136 personas en nuestro país que han perdido la vida y de los sanitarios que han trabajado y continúan haciéndolo de un modo ejemplar e incansable? ¿A caso se quejan ellos del calor?

El problema está (o gran parte de él) en que vivimos en una sociedad que se amamanta del “mi yo para mí”. Una sociedad yoista que vive obsesionada de la propia imagen, donde el único objetivo es reforzarla a golpe de comportamientos ególatras.  Y, así nos va. Con ese “yo después de mí” como frase de cabecera vamos alimentando a nuestro ego, mientras este, derriba todo lo que encuentra a su paso. 

Seguramente, todos hemos oído hablar del Trastorno Narcisista de la Personalidad. Según el Manual MSD lo define como personas que tienen dificultad “para regular la autoestima, necesitan ser elogiados y mantener un contacto con personas o instituciones especiales; además tienden a devaluar a otras personas para poder mantener un sentido de superioridad.” Según el Dr. Vicente Rubio Larrosa,  actualmente se estima que la prevalencia de este trastorno es menor al 1%, apareciendo en poblaciones cíclicas que oscilan desde el 2% hasta el 16% de la población general. Todos conocemos y hemos sido testigos directos de este tipo de patología. Desde futbolistas, políticos, actores hasta familiares, amigos o conocidos que encajarían con este tipo de perfil. Sujetos que, como bien describe el Dr. Vicente Rubio, poseen un gran sentido de la autoimportancia y se creen con el derecho de prácticamente todo. ¿Conocen la popular expresión “Apártate que aquí estoy yo”? Pues eso.  

En definitiva, individuos pretenciosos que apenas toleran la crítica, considerándose seres únicos y perfectos, incapaces de sentir empatía por los demás y con una ambición incontrolable con la que alimentan su imaginario de belleza, amor y todas esas fantasías que, por otra parte, no hacen otra cosa más que dejar al descubierto la frágil autoestima que tienen, así como la enorme dificultad en las relaciones interpersonales. 

Sin embargo, no crean que hay que irse muy lejos para toparse de frente con este tipo de comportamientos. Y es que quién no tiene entre sus contactos de Facebook a esa persona que diariamente sube incansablemente cientos de selfies, aplicándoles para ello, filtros, retoques, probando diferentes ángulos y perspectivas para alcanzar un ideal de una belleza que, no nos engañemos, no existe.

¿De verdad nos interesa ver todas esas fotos cada día? ¿de lo que comes? ¿esas fotos de postureo y morritos antes de salir de casa? ¿qué es lo que realmente buscas? ¿qué es lo que quieres transmitir? ¿qué valor aportan? ¿qué realidad nos señalan?

Resulta paradójico que, pese a vivir en un tiempo en el que más nos necesitamos y en el que la cooperación es quizá una de las claves para superar con éxito una realidad que se presenta cada vez más incierta, optamos por colmarnos de arrogancia, de apatía y de un egocentrismo desmedido.

Si bien es cierto que ha habido algún que otro movimiento solidario durante este confinamiento, también es verdad que rápidamente ha quedado sepultado debajo de muchos otros gestos de dudosas intencionalidades.  Y es que, durante esta pandemia hemos visto prácticamente de todo: notas acusadoras pegadas en las viviendas o pintadas en los coches del personal sanitario en las que sus convecinos exigían que se marchasen a vivir a otra parte por miedo a ser contagiados. Sin lugar a duda, nuestros vecinos han demostrado que lejos de traer pasteles de bienvenida como todo buen vecino de Hollywood, más bien, parecían sacados de alguna sanguinaria banda callejera.

Lejanos también quedan aquellos aplausos solidarios que ofrecíamos como gesto de gratitud hacia nuestros sanitarios cada tarde a las 20h y que, eso sí, algunos cambiaron por cacerolas llenas de vacíos reproches sin pensárselo dos veces. Parece ser que desde que podemos salir a hacernos el vermut de las doce en la terraza del bar de la esquina y hacer algo de deporte, ya no hay nada más que agradecer. Había que elegir entre el salir a dar el paseo de las 20h y los aplausos y… ya se sabe.

Desde luego, al ser humano no hay quien lo comprenda a veces. Ahora que podemos volver a la calle, que podemos tomarla poco a poco en esta nueva normalidad, vamos cometiendo imprudencias, encadenándolas una detrás de otra, sin pensar ni por un instante en las posibles consecuencias. Y ya no solo hablo de esa chica que me topé en el semáforo el pasado miércoles que se negaba a llevar mascarilla por el calor, sino del macrobotellón en Tomelloso reuniendo al menos unas 500 personas celebrado el pasado sábado 30 de mayo o aquel cumpleaños en Extremadura en el que asistió un contagiado de COVID-19, por poner dos ejemplos rápidos.

¿Realmente no hemos aprendido nada durante este confinamiento? ¿De verdad, no te has detenido a pensar que esta otra epidemia, la del yoismo, también se está llevando a muchas vidas por delante? Que desgraciadamente, a muchas personas como a ti y como a mí, ese personaje de ficción que un día creamos inocentemente y seguimos fervientemente, nos engulló nuestro verdadero «yo» hace tiempo.  Que, a cambio, ahora tan solo nos queda un «yo» desteñido, carente de autenticidad, una pieza desnutrida y repetida dentro del discurso del otro.  Y de aquel otro.

Pero no se engañen, no se pueden negar las sombras ocultas que acompañan ese perfecto reflejo que creemos tener y proyectar. Al fin y al cabo, todos conocemos muy bien el fatal desenlace que tuvo Narciso frente a las aguas.

Silvia Company de Castro. Barcelona.
Colaboradora, El Inconformista Digital.

Incorporación – Redacción. Barcelona, 13 Junio 2020.