La educación en tiempos de confinamiento – por Silvia Company de Castro

Vivimos en la era de la digitalización y de la tecnología. Somos los hijos de la llamada generación millennial. Un mundo dominado por la verborrea inagotable de las redes sociales. La comunicación millennial irónicamente no está construida de palabras sino de esos emoticonos o memes que organizan el significado de lo (poco) que aún somos capaces de decirnos a través de una pantalla. En este nuevo microcosmos, atrás han quedado los días de fotógrafos profesionales que ahora tan solo son instagramers distorsionando el espacio con sus filtros; de artistas que hoy únicamente aspiran a ser youtubers; de expertos en comida convertidos en foodies lovers o de aquellos niños mimados y repelentes de marca Lacoste que durante generaciones aborrecimos y que actualmente son los aclamados influencers.

Sin embargo, en este mundo aparentemente digitalizado en el que nos vale el espacio de un tuit (140 caracteres) para descargar nuestra furia contra las injusticias que encontramos a nuestro alrededor y Google es como una especie de oráculo moderno sabelotodo, todavía existen huellas, cráteres acertaría a decir en algunos casos, del mundo anterior.

Después del colapso de los primeros momentos que supuso el anuncio del Estado de Alarma seguido del cierre de los colegios, para muchos profesores ese nuevo modelo de enseñanza (la famosa “enseñanza online”) se presentaba como un mundo idílico que rescataría el curso académico actual. Sin embargo, detrás de toda esa capa espesa de luz led que se extendía sobre nuestras cabezas como un mundo de posibilidades aún no exploradas, se vislumbraba también la aparición de una sinuosidad que encerraba desconfianza mezclada de tierna incredulidad. Este estado era palpable sobre todo entre aquellos compañeros, cuyas habilidades ofimáticas se limitaban prácticamente al Paquete Office y no sin pasar algún que otro apuro y sudor frío.  ¿Cómo a estas alturas, de la nada, pensaban que podíamos ser profesores online? Se preguntaban.

Pese a todo, debo reconocer que los primeros días los comenzamos con ánimo. Descargamos todas las ‘apps’ de videoconferencias y creación de vídeos que encontramos en la ‘Play store’ de nuestros teléfonos móviles e incluso, algunos de nosotros instalamos en casa una de esas pizarras blancas para construir un pequeño plató de lo que iba a ser nuestra clase en tiempos de cuarentena. De un modo extraño durante esas primeras semanas, nos invadió la ilusión de lo novedoso. Nos sentíamos pletóricos. Como unos auténticos youtubers de la enseñanza que aprovechaban la mínima duda o pregunta de sus estudiantes para grabar un vídeo explicativo esperando con una prudente ansiedad un emoticono sonriente o un comentario que dijera “¡Gracias, profe!”.

Sin embargo, no tuvimos que esperar mucho tiempo para advertir que aquel mundo utópico encerraba un trasfondo grisáceo que comenzaba a descargarse energéticamente sobre nosotros: ¿cómo íbamos a llevar un registro fidedigno de los estudiantes que entregaban la tarea? Es más, ¿Cómo podíamos asegurarnos de que eran nuestros estudiantes los que realmente la hacían? Y, aún peor: ¿cómo íbamos a evaluar todo aquello si esta situación se prolongaba?  

Fue por aquel entonces cuando aquel sentimiento ‘youtubero’ fruto de la novedad se desvaneció con la misma rapidez con la que vino y nos desenmascaramos ante nuestra otra gran realidad: la inmensa mayoría de nosotros aborrecemos la tecnología. Es más, en nuestra nueva andadura como profesores online hemos podido constatar que está plagada de errores que más que ayudar en muchas ocasiones entorpece u obstaculiza nuestro trabajo: problemas de red, fallos de sistema, de formato, cortes de vídeo… vamos, que al finalizar el Estado de Alarma a muchos de nosotros se nos debería convalidar algunas asignaturas del Grado de Informática y Telecomunicaciones.

Supongo que fue también por aquel entonces cuando la novedad de la situación simplemente pasó a ser el mero sonido de la tortuosa maquinaria de la rutina y obligación y comprendimos de hecho, que nuestra experiencia online iba a ser más larga y tediosa de lo que imaginamos en un inicio. Más larga porque ese virus que había ahí afuera alimentándose en las calles no tenía la mínima intención de largarse, y tediosa porque nuestro rol como profesor más bien se parecía a la de un pulpo encerrado en un cuartito destinado a la multitarea: que si cuelga la tarea diaria en la plataforma, que si contesta los mensajes de ruegos, quejas y preguntas que entran en la susodicha plataforma después de las clases online, corrige los trabajos anexando su feedback correspondiente, contesta correos electrónicos, programa actividades para el día siguiente… y, todo esto, claro está, sin perder un ápice de luz en el rostro porque quizá te tocara grabar algún que otro vídeo si tenías suerte y la red no se te caía (otra vez).

En definitiva, si antes nuestro horario era de 8h a 15h más las horas extras de corrección y preparación, ahora vivíamos en un caos absoluto que parecía no tener ni descanso ni horario. Y, por supuesto, mientras llegabas a hacer esto con tus ocho tentáculos lo que más buenamente podías, aún tenías que soportar la irritante perorata nacida de la boca de algún que otro ignorante: ¡Qué vida la de los profesores!

Pero no todos los obstáculos se esconden detrás de la figura del profesor. Esta pandemia ha dejado al descubierto que en nuestra sociedad todavía pervive una jerarquización y, por lo tanto, una diferencia socioeconómica altamente marcada. Así pues, la inocente acción de pedir a nuestros estudiantes que se conecten diariamente a una plataforma para descargar las tareas utilizando su conexión de internet, puede resultar la tarea más baladí para unas familias y, no obstante, un auténtico quebradero de cabeza para otras.

De hecho, es común que las familias acomodadas dispongan de más de un ordenador o dispositivo similar con conexión a internet, mientras que en las familias de clase media o media-baja, lo más usual es compartir un ordenador en la unidad familiar. No les falta razón pues, a los interrogantes que han ido compartiendo padres durante esta pandemia en las redes sociales:  

“¿Cómo pueden seguir la enseñanza online aquellas familias de estatus social medio con dos o tres hijos y un ordenador?”

“¿Cómo pueden seguir las clases online si tengo dos hijos en el mismo curso y solo un ordenador?”

“¿Cómo pueden los padres ofrecer su apoyo si aún estando en casa tenemos que trabajar? No tenemos tiempo para ayudarles a con su tarea y mi hijo no puede trabajar solo.” *

Sin duda, este mundo digitalizado no está preparado para una enseñanza online. No, al menos, de una forma equitativa.

Pero no me malinterpreten, no todo ha sido negativo en este aprendizaje online durante el confinamiento. Uno de los aspectos positivos que debemos señalar sin lugar a dudas es la gratitud mostrada por parte de muchos padres que por fin comprenden con cierta admiración la labor que desempeñan los profesores en su día a día. Así como lo peliaguda que puede resultar nuestra profesión.

Se podría decir que la inmensa mayoría se han dado cuenta de que, efectivamente, teníamos razón. De que cuando le decíamos que su hijo necesitaba pasar menos tiempo en la cancha de baloncesto los miércoles a las cinco después de clase y estudiar para el examen de morfología del día siguiente, no lo hacíamos porque somos unos aguafiestas. O que cuando insistíamos en que su hija quizá necesitara un toque de atención porque estaba tirando el año académico por la borda con su desinterés y afán de (mal) protagonismo. No lo hacíamos con miras de ofender a su familia o porque “le había pillao’ manía”. Simplemente le estábamos ofreciendo un punto de vista profesional con intención de ayudar, al igual que hace su médico cuando le aconseja que debería dejar de tomarse ese cigarro de después de la cena (aunque supongo que eso tampoco lo recibe como plato de buen gusto).

Y ahora es extraño ver cómo muchos de los padres acuden a ese nuevo despertar y entienden aquellas palabras que tan solo hace unos meses atrás cayeron en sacos rotos. Quizá, el confinamiento les ha regalado el tiempo suficiente para reflexionar y reparar en aquellos detalles que el ritmo ajetreado de la rutina no les permitía atender.

Pero sin duda, lo que más revuelo está causando en nuestro sector de toda esta experiencia online es descubrir cómo aquellos estudiantes (aquellos que en nuestro mundillo se les conoce como “los casos perdidos”) que nunca entregaban la tarea, ya no sé muy bien si por pereza, desafío o rutina, han comenzado a trabajar durante este confinamiento como nunca. ¿Será por aburrimiento? ¿Posiblemente empachados por todos esos memes y vídeos de youtubers, instagrammers, influencers? Si esto es cierto, ciertamente sería un buen motivo para recuperar esa chispa de euforia que teníamos al principio y celebrarlo de la mejor forma que sabemos: enseñando.

* Preguntas recogidas en un grupo de Facebook sobre la educación, se preserva la identidad de los participantes por privacidad.  

Silvia Company de Castro. Barcelona.
Colaboración, El Inconformista Digital.

Incorporación – Redacción. Barcelona, 11 Mayo 2020.