Cuando la responsabilidad es de todos, incluso suya – por Silvia Company de Castro

Echar la culpa a los demás es muy fácil. Quizá, demasiado. ¿Cuántas veces escurrimos el bulto de la responsabilidad y culpabilizamos al otro de nuestras acciones?

Muchas, diría yo. Supongo que el hecho de vernos fracasar en algo no es una tarea sencilla. Y ya no me refiero a la aceptación de errores colosales e irreparables, sino incluso aquellos detalles cotidianos más ridículos e insignificantes. Por eso, diariamente recriminamos el mal funcionamiento de la potencia del horno cuando quemamos la pizza de los viernes, del GPS cuando nos equivocamos de calle por tercera vez consecutiva o señalamos la carencia de habilidades al volante del taxista si nos retrasamos a nuestra cita, cuando la cruda realidad es que siempre llegamos tarde.  Y así, construimos a nuestro antojo un mundo de apacible y mansa visión en el que nadie parece tener idea de nada. Nadie, excepto nosotros, claro está.

Pero lo cierto es que si tenemos que buscar un responsable inexcusable para toda esta historia es nuestro propio cerebro. Ante el error, ese pequeño mago que tenemos ahí arriba observando y juzgando sin piedad todo lo que ocurre en el exterior, utiliza los trucos necesarios para protegernos de posibles ataques ajenos -que, dicho sea de paso, muchas veces no son más que meras especulaciones o creencias adquiridas-. Así, ante cualquier situación comprometida en la que nos encontremos, sale en búsqueda de estrategias para que salgamos indemnes. Seguro que recuerdan el siguiente socorrido ejemplo: “he aprobado el examen” donde el éxito (aprobar) es de la persona que realiza la acción, por lo tanto, el hablante se aproxima a la acción de “hacer un examen” pues le favorece. Ahora, veamos este otro: “me han suspendido” donde el error (suspender) recae en los examinadores y, de esta forma, el que realmente realiza la acción sale completamente ileso de tal experiencia. Vemos cómo en este caso, el hablante se distancia de la acción “hacer un examen”, pues le desfavorece.  ¡Bendita paciencia la de los profesores!

De algún modo u otro, se podría afirmar que todo lo que hagamos, por muy equivocados que estemos, siempre tendrá una explicación plausible para nuestro cerebro. Y, es por eso, que es más fácil ver los errores ajenos que hacer un profundo ejercicio de autocrítica.

Pues bien, en gran medida esto es lo que sucedió el pasado domingo día 26 de abril cuando después de más de un mes de estricto confinamiento, los niños pudieron por fin disfrutar de su primer paseo y respirar un poco de sol y aire fresco. Eso sí, sin olvidarse de las restricciones que pautan esta “nueva normalidad” en la que vivimos. O como las llamaron “la regla de los cuatro unos”: un adulto hasta un máximo de tres niños, hasta una hora máximo de actividad física, hasta un kilómetro de distancia y una salida al día.

Pese a la aparente sencillez de lo especificado, muchos salimos de casa infringiendo caóticamente el espacio, como si el virus, ese bicho al que estamos intentando aniquilar, ya no tuviera nada que ver con nosotros. Tan sólo hacía falta visitar alguno de los parques del territorio español para darse cuenta de que, efectivamente, algo estábamos haciendo mal. Muchos de estos parques simulaban con una fidelidad horripilante al panel central del famoso tríptico de El jardín de las delicias de El Bosco, ese mundo terrenal y desorganizado, donde los viandantes, al igual que en el cuadro, se presentaban como devoradores de placeres. Salvo que, en nuestro caso, se trataba de otro tipo de placeres. -Y, menos mal. Más bien lo que se buscaba el domingo era el disfrute de aquellos pequeños placeres que habían quedado confinados durante esta cuarentena: así, encontrábamos a familias reunidas entablando largas conversaciones sobre sus días de confinamiento o incluso podíamos asistir a la organización de partidillos improvisados de fútbol entre los niños.

Supongo que lo que realmente se pretendía recuperar, aunque fuera por una mísera hora, era esa seudonormalidad que nos devolvía la certeza de que aún no lo hemos perdido todo: ¡Siempre nos quedará la Barceloneta! podía decir más de uno al volver a casa el domingo con voz entre triunfal y melancólica. Sin embargo, recordemos que, en el panel derecho del tríptico mencionado, el infierno acecha bien de cerca a los placeres terrenales.

Como decía, el domingo pasado con mayor o menor dejadez, olvidamos todo el esfuerzo por el que salimos a aplaudir a las ocho. Algunos de nosotros demostramos -y me incluyo, por aquello de aprender a hacer autocrítica y aplicar un poco las líneas de aquí arriba- lo poco y mal que hemos aprendido durante este confinamiento. Que ese gesto solidario que se afinca cada tarde en los balcones -y que ahora peligra, por lo visto-, se disuelve poco después de las ocho. Que todavía parece que no estamos dispuestos a combatir a esa otra gran pandemia que convive con nosotros desde hace mucho: esa ignorancia alimentada de soberbia para la que, desgraciadamente, tampoco encontramos una vacuna efectiva.  

Pero no dejen que su mente les juegue otra mala pasada con sus astutas estratagemas. No busquen responsables de lo sucedido allá afuera. Acepten que ese pequeño desliz que tuvimos, al igual que cuando suspendemos un examen o quemamos la cena, no fue responsabilidad del gobierno. Ni de la oposición. Ni del vecino. La culpa, señoras y señores, fue un trocito de cada uno de nosotros. Y ¿saben qué? No pasa absolutamente nada. Tomemos conciencia y aceptemos como nuestro un error que, al fin y al cabo, nos hace humanos. Y, sobre todo, sigamos intentándolo. Sigamos adelante. 

Silvia Company de Castro. Barcelona.

Cartas de los lectores. El Inconformista Digital.

Incorporación – Redacción. Barcelona, 1 Mayo 2020.




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