En 1875 Nietszche planteaba el siguiente interrogante: ¿qué consideración merece preguntarse acerca de lo que hubiera pasado si, en la cadena de acontecimientos previos, algo no hubiera ocurrido? Y él mismo respondía que, a pesar del escaso interés existente hacia ese tipo de preguntas, éstas eran a su juicio las preguntas más importantes. Así pues, y según el gran filósofo alemán, merece la pena cuestionarse acerca de lo que hubiese ocurrido si no hubiera habido una Guerra de la Independencia (1775-1781) que dio origen a los actuales Estados Unidos, o bien, preguntarse por las consecuencias para Europa que hubiesen podido derivarse de la derrota de Carlos Martel en Poitiers (732) frente a las fuerzas islámicas.
Más ejemplos: Charles Renouvier escribió en 1901 un libro que llevaba por título “Uchronie”, donde planteaba un posible escenario en el que la Cristiandad sólo había podido afianzarse en Oriente, mientras que la zona occidental mantenía los rasgos de la cultura clásica, esencialmente laica, durante un milenio. Si Napoleón Bonaparte no hubiera sido derrotado en Waterloo (1815), ¿cuál hubiese sido el destino de Gran Bretaña? Esta pregunta constituyó el eje central de un ensayo que Trevelyan escribió en 1907 y su respuesta dibujaba un panorama bastante diferente, pues la victoria francesa iniciaba un período de tiranía en el que los valores liberales defendidos por John Locke se esfumaban en el aire.
Todos estos interrogantes anteriormente expuestos son una pequeña muestra de lo que se define como contrafactuales, construcciones hipotéticas que giran en torno a la conciencia de que los acontecimientos pasados fueron en algún momento el futuro que no estaba decidido, pues era incierto e impredecible. ¿Qué es lo que causa que, precisamente, suceda un acontecimiento y no el resto de historias probables? A pesar de que pueda parecer obvio que no merece la pena ocuparse de lo que no ha ocurrido, sin embargo, imaginar contrafactuales forma parte de nuestra manera de aprender porque nuestras decisiones sobre el futuro están basadas con mucha frecuencia en la ponderación de las consecuencias que pueden derivarse de las determinaciones tomadas. La película Qué bello es vivir (Capra 1946) es un ejemplo clarísimo de nuestra tendencia innata a imaginar escenarios alternativos.
Sin embargo, la Historiografía, el trabajo de los historiadores y las historiadoras ha sido especialmente refractario a estos planteamientos hasta no hace mucho tiempo. Así, por ejemplo, el historiador E.H. Carr (1892-1982) consideraba que la historia contrafactual no era sino un juego de salón y E.P. Thompson (1924-1993), historiador británico famoso por sus estudios acerca del origen de la clase obrera en Inglaterra, mantenía que la Historia ha de ocuparse de lo que ha sucedido y no de lo que podría haber sucedido. Para Thompson la historia contrafactual es una simple ficción: se ha de investigar aquello que la evidencia nos muestra y no aquello que podía haber ocurrido. Se ha de explicar por qué se optó por una acción en lugar de otra. Ha de explicarse qué es lo que ocurrió y por qué ocurrió. Tal y como afirma E.H. Carr: «De la multiplicidad de secuencias de causa y efecto el historiador extrae aquellas y sólo aquellas que son históricamente significativas, y el criterio de significación histórica es su capacidad para insertarlas en su modelo e interpretación personal» [1].
El escaso interés ante este tipo de visión de la Historia reside en el peso de la tradición determinista, es decir, en la consideración de que los procesos y sucesos históricos se deben a factores independientes del libre albedrío: lo que ocurre tenía que ocurrir. Desde sus inicios este determinismo histórico se ha manifestado como un tipo de providencialismo cuyo mensaje ha ido cambiando con el transcurrir del tiempo. Un primer eslabón de esta cadena lo constituye Lucrecio (98-55 a. c.), poeta latino que en su obra De la naturaleza de las cosas llegó a escribir que «todo está descomponiéndose gradualmente, pasando a formar parte de las rocas, desgastándose a través de los años» [2]. Esta referencia a una primitiva teoría de la entropía no es el único elemento netamente determinista en la obra del citado autor, el cual y en otro pasaje afirma que la Naturaleza es libre y no está controlada por amos altivos. Genuino representante del Epicureísmo, Lucrecio proclamó la existencia de un Universo infinito compuesto de átomos que se combinaban en una dinámica esencialmente aleatoria. Sin embargo, y bastante antes, en su Historia de Roma, el historiador Polibio (200-120 a.C.) señalaba la influencia de la Fortuna en la dirección de casi todos los asuntos del mundo, obligándolos a converger en un solo y único objetivo. La reflexión sobre las causas de lo que acontece, la impresión de que la Historia es algo que les ocurre a los hombres y no algo que están haciendo, el sentimiento de dependencia hacia alguien o algo incognoscible marcaría el desarrollo historiográfico venidero.
En esta línea hay que hacer una obligada referencia a las narraciones hebrea y cristiana, pues desde una etapa muy temprana ambas manifestaron un fuerte determinismo: Dios no solamente dirigía los asuntos del mundo, sino que, además, dicha intervención era la única que daba pleno sentido a la vida terrenal. Ahora bien, y en su Ciudad de Dios, San Agustín se situaba en un punto intermedio al considerar que Dios es omnisciente y omnipotente, pero ha otorgado a los humanos la capacidad del libre albedrío, con lo que concede a éstos una relativa autonomía en su Plan General. Más de un milenio después Bossuet (1627-1704), en su Discurso sobre la Historia Universal publicado en 1681, insistía en el planteamiento agustiniano cuando afirmaba que «la prolongada concentración de causas particulares que hacen y deshacen imperios depende de los criterios de la Divina Providencia. Dios, desde sus alturas celestes, sostiene las riendas de todos los reinos (…). Unas veces contiene las pasiones, otras les da rienda suelta y agita con ello a la Humanidad» [3]. Una opinión semejante mantenía G. Vico (1668-1744) cuando en su Ciencia Nueva hacía mención del libre albedrío: «Moneda y sede de todas las virtudes y, entre otras, de la Justicia. Pero el hombre, a causa de su naturaleza corrupta, está sometido a la tiranía del amor propio que le impulsa a hacer del provecho personal su principal guía. Por consiguiente, sólo mediante la Divina Providencia puede el hombre ser mantenido dentro de este orden para practicar la justicia como miembro de la sociedad, de la familia, del Estado y, finalmente, de la Humanidad.» [4]
Aunque excesivamente cargado de tópicos en su caracterización, no puede negarse que el período medieval en Occidente constituyó un tiempo en el que los escritores clásicos no fueron suficientemente tenidos en cuenta a la hora de presentar el discurso histórico. Éste fue insertado linealmente en la tradición bíblica y eclesiástica: convertir la Historia universal en una historia de salvación. Pero, con la aparición del Humanismo en el siglo XV, el retorno de las preguntas sobre las causas y el sentido de la Historia señaló el inicio de lo que se denomina Época Moderna (siglos XV-XVIII). En esta ocasión el desarrollo del sentido antropocéntrico favoreció la aparición de un nuevo determinismo provocado por la revolución científico-tecnológica que se desarrolló en Europa, especialmente a partir del siglo XVII.
En este largo proceso merece la pena detenerse en la consideración que Isaac Newton (1643-1727) tenía acerca de las propiedades físicas: no había que entenderlas, según él, como algo profano sino como el conjunto de cualidades emanadas de la Divinidad. Idea que es magníficamente expresada en el prólogo a sus Principia Mathematica: «Dios dura por siempre; también está en todas partes presente. Siendo siempre y en todas partes, crea el tiempo y el espacio. Todo está contenido en Él y por Él es movido» [5]. En la misma órbita se situó Leibnitz (1646-1716), quien sostuvo que somos porque Dios nos calcula. La investigación científica y, en especial, el desarrollo de las Matemáticas, pretendió establecer las leyes que gobiernan nuestras vidas: conocerlas era acercarse a Dios. Intentar conocer las leyes que regían el desarrollo de los acontecimientos permitiría encontrar un criterio de regularidad que no dependía del carácter aleatorio. Como Immanuel Kant (1724-1804) señaló en su día, la filosofía de la Historia tenía como misión descubrir un propósito en la Naturaleza que diese sentido al disparatado curso de los acontecimientos que, especialmente, habían sacudido a Europa durante el siglo XVII. Hegel (1770-1831) insistía de forma constante en buscar el designio general, el fin último del Mundo, que identificó no como algo material sino espiritual y que guardaba una estrecha semejanza con el Dios cristiano: la Verdad en y por sí misma, a la que el propio Hegel identificó como la Razón. Para el gran filósofo alemán era ella la que gobernaba el Mundo. En el ya antiguo conflicto que se planteaba entre materia y espíritu Hegel defendía la subordinación de la primera al segundo y, por consiguiente, la Historia era un proceso racional en el que la libertad humana dirigida por la Razón podía influir en el desarrollo de los acontecimientos.
Sería Karl Marx (1818-1883) quien criticaría esta concepción al preguntarse si, efectivamente, los seres humanos son libres para elegir una u otra forma de sociedad. Él mismo respondía que no, pues la realidad del ser humano le es impuesta y, desde su nacimiento, es situado en un punto de la estructura social que, desde el principio de la Historia ha venido marcada por la desigualdad social en el acceso y disfrute de los medios de producción. La Historia, termina Marx, muestra esta constante de regularidad, leyes que han causado el devenir de los acontecimientos. La Historia viene determinada desde siempre por esta situación de desigualdad económica y, en esa Historia, el nuevo “mesías” destinado a la ruptura del sistema es el proletariado, que tiene como misión sagrada la destrucción del Capitalismo. Esta concepción marxista de la Historia interpretaba los fenómenos humanos como producto exclusivo del desarrollo de un conjunto de elementos; no se alejaba demasiado del fundador del historicismo, Leopold Ranke (1795-1886), quien contemplaba como principio vertebrador de la Historia, la aparición y desarrollo del Estado.
Toda esta preocupación por encontrar una causa que justificase el desarrollo de la Historia en un sentido y no en otro se fue desvaneciendo a comienzos del siglo XX. Efectivamente, sería Herbert Fisher (1865-1940) quien instase a los historiadores a que reconociesen en la evolución de los destinos humanos el papel que juega la intervención de lo imprevisto. Collingwood (1889-1943) mantenía un espíritu historicista al establecer que el historiador ha de tener como meta el conocimiento de cómo ha llegado a ser lo que es el presente, pero introdujo un elemento desestabilizador: la evidencia histórica no era sino el reflejo del pensamiento, por lo que la Historia no era sino una sucesión de incidentes seleccionados en función de su especial significado y, por lo tanto, la causalidad era algo que rozaba peligrosamente el subjetivismo. Toda esta crítica a la causalidad no era sino la manifestación de que algo estaba pasando en los niveles del paradigma científico vigente. Lo que estaba ocurriendo es que el planteamiento de la Historia como ciencia tenía que renovarse porque la visión en torno a ésta estaba cambiando y así, en 1892, el determinismo histórico estaba llegando a su fin o, al menos, a su predominio absoluto.
Sería un descubrimiento realizado en 1926 y en el campo de la Física de partículas el que inclinaría la balanza de una forma decisiva: Werner Heisenberg (1901-1976) demostró que es imposible predecir con exactitud la posición y velocidad futuras de una partícula. Denominado como principio de incertidumbre, su mensaje caló hondo en los historiadores pues, aplicado a la Historia, aparecía en el horizonte algo muy sugerente a explorar: las relaciones entre los elementos que aparecen en el discurso histórico sobre el pasado no están determinadas, sino que se ajustan a una cuestión esencialmente probabilística. No hay que confundir lo anterior con una exaltación del caos: el camino correcto es advertir que la complejidad del pasado y del presente es tan grande que resulta del todo imposible hacer predicciones o explicaciones causales exactas. En todo caso pueden establecerse resultados probables y, en esta línea, cobra importancia el análisis contrafactual, pues aspira a establecer las distintas opciones en juego en cada momento y así poder calibrar la influencia de cada uno de ellos en el resultado final.
El trabajo con los contrafactuales tiene una consecuencia lógica: poner de relieve el papel de la intervención humana en el desarrollo histórico y plantear algunos interrogantes. Por ejemplo: la brutal represión ejercida por el régimen de Josif Stalin cuando llega al poder tras la muerte de Lenin… ¿hubiera sido igual de intensa y extensa si el líder de la Revolución de Octubre de 1917 hubiese gozado de las plenas facultades que la enfermedad le arrebató? Muy probablemente no, pero, por otra parte, el gran historiador Eric Hobsbwan argumentó en su momento que en el caso de que Stalin nunca hubiera llegado al poder, las probabilidades de que la URSS hubiera ejercido la resistencia que conseguiría frenar y derrotar a Hitler habrían sido bastante escasas.
Dos ejemplos tomados de la Historia de España. El primero, localizado en 1870: ¿si el general Prim no hubiese sido asesinado en atentado, habría experimentado el clima político del país el conjunto de acontecimientos convulsos que ocurrieron después? La opinión más extendida es que no, pues Prim era el punto de equilibrio en el accidentado desarrollo del Liberalismo en España.
Segundo ejemplo, esta vez centrado en la Dictadura franquista (1939-1975). Los historiadores señalan como un momento clave del período la decisión por parte del dictador de aceptar el Plan de Estabilización de 1959. ¿Qué probabilidades existían de que Franco aceptase las condiciones impuestas por el Fondo Monetario Internacional? Todas. ¿Y la perspectiva contraria? Pues todas también. Se trataba de una decisión personal que sólo podía tomar el que entonces ocupaba la Jefatura del Estado, alguien no demasiado proclive a los cambios radicales y cuyos conocimientos sobre Economía eran rudimentarios. ¿Por qué entonces, si eran más las razones que aseguraban un no, aceptó finalmente? El profesor Fuentes Quintana consideró que su instinto personal de supervivencia fue el factor decisivo: lo fundamental era asegurar su permanencia en el poder. Los informes económicos que le eran entregados, las presiones internacionales de las que estaba informado y las sugerencias que le hacían sus más cercanos colaboradores no fueron factores tan decisivos como el peligro de perder el poder, independientemente de la desastrosa situación social y económica que, en aquel tiempo, se estaba viviendo en el país.
La pesadilla que vivió Europa entre 1939 y 1945 pasó y, en su lugar, se instaló una postguerra aún más dura, período magistralmente explicado por el historiador británico Keith Lowe en Continente salvaje [6]. Durante casi cincuenta años el Mundo viviría un enfrentamiento entre dos grandes bloques que defendían ideales opuestos. Pero, por otra parte, en Europa y en el resto del mundo se desarrollarían claras señales que mostraban el deseo de que nunca volviera a producirse un enfrentamiento como aquél que llevó a la muerte, la deportación y la miseria a millones de personas [7]. La Guerra Fría acabó con la caída del Muro de Berlín en 1989 y la desaparición de la URSS en 1991. Y aquella época trajo consigo, como en una onda expansiva, elementos nada agradables: crecimiento indudable de la producción económica, pero, también, de la desigualdad social. Corrupción política acompañada de un deterioro en la representación ciudadana. Aumento de la tensión entre los diversos Estados, acompañada de la militarización de los mismos en el proceso de redefinición geopolítica. Retorno de las ideas neofascistas junto a los fundamentalismos religiosos. Nuevos actores que aspiran al protagonismo decisivo en este siglo XXI (China y el mundo del área oriental, junto con Rusia) y relegan a Europa y los Estados Unidos a un papel secundario. Y todo ello acompañado por un evidente deterioro del clima en un marco de concentración y masificación urbana. Todo lo anterior ¿es debido a fuerzas que no controlamos? O, por el contrario, ¿los seres humanos estamos llamados a cambiar este estado de cosas?
¿Juega Dios a los dados? – preguntaba Einstein en una carta que dirigió a Niels Böhr en el año 1949. Cuestión que podía pasar muy bien como una anécdota entre colegas de profesión, pero que no lo es en absoluto. Muy probablemente Dios juega a los dados, pero, en una partida donde el ser humano está invitado a jugar y, ejerciendo su libertad y sentido racional, puede alzarse con la victoria. Desde un punto de vista de la corriente histórica contrafactual no parece que, hasta el momento, el ser humano haya sabido jugar una buena partida.
Anotaciones:
- [1] CARR, E.H. “¿Qué es la Historia?” Ariel, Barcelona 1965
- [2] LUCRECIO “De la Naturaleza de las cosas” Cátedra, Madrid 1983
- [3] Citado en NAGE, Ernst “Determinism in History”, Londres 1966
- [4] VICO, G. “Principios de una ciencia nueva acerca de la naturaleza común de las naciones” Aguilar, Madrid 1960
- [5] NEWTON, I. “Principios matemáticos de la Filosofía Natural” Tecnos, Madrid 2011
- [6] LOWE, K. “Continente salvaje” Galaxia Gutenberg, Barcelona 2014
- [7] LOWE, K. “El miedo y la libertad” Galaxia Gutenberg, Barcelona 2017
José Miguel Hernández López. Barcelona.
Colaborador, El Inconformista Digital.
Incorporación – Redacción. Barcelona, 9 Abril 2020.