Un homenaje y algunas reflexiones sobre la docencia – por José Miguel Hernández

Hace escasamente tres meses que dejé de ser docente activo. Atrás quedaron treinta y tres años de contacto diario con alumnos y alumnas con los que, en algunos casos, sigo manteniendo una relación telemática (se diría hoy) y, también, aunque en menor proporción, presencial. Algunos de ellos han compartido conmigo la tarea que, sigo considerando, constituye un elemento insustituible de la construcción del edificio social en el que, para bien y para mal, estamos destinados a vivir. Pero de todos, repito, de todos y cada uno de ellos y ellas guardo recuerdo, unos mejores y otros no tanto. Pero recuerdo, al fin y al cabo.

                Esta situación coyuntural que estamos viviendo proporciona mucho tiempo para utilizar de forma productiva. Desde la proliferación de gestos solidarios hasta la lectura, desde la convivencia familiar hasta el descubrimiento de los matices desconocidos en aquellos que nos rodean. Matices que, quizás, hubiesen permanecido en un segundo o tercer plano si las circunstancias no hubiesen precipitado este aislamiento necesario.

                Y es aquí donde quiero detenerme. En la apreciación y valoración de lo que significa ser docente.

                Recuerdo las palabras de un gran amigo mío, profesor también, cuando supo que iba a entrar en el Colegio donde he estado tantos años: “esta profesión es la mejor que existe”. Yo pensé que era un comentario retórico, destinado al primer impulso, necesario para alguien que no pasaba de haber estado trabajando con adolescentes en el marco del tiempo libre. De alguien que, sí, tenía la intención de dedicarse a la enseñanza, quizás, como un deseo de salir de su, por aquél entonces, trabajo en una oficina. Pero la verdad es que mi amigo tenía razón: nunca dejaré de agradecer la oportunidad que se me ofreció y que acepté con cierta sensación de incertidumbre.

                En estos años he descubierto el tremendo potencial que tenemos los y las docentes. No tanto en la transmisión de un conocimiento, que también, sino sobre todo, en la tarea de formación de personas con unos valores de respeto hacia ellas mismas, hacia los demás y hacia el mundo que les rodea. Y eso es insustituible.

                Primero, por el alumnado en sí. Es imposible olvidar toda la serie de vivencias compartidas con ellos y ellas. Desde las lágrimas hasta las sonrisas. Desde la satisfacción por el aprendizaje obtenido hasta la sensación de fracaso por no haber superado un examen. Observar las miradas de complicidad, el seguimiento atento de las explicaciones, el cansancio y también el aburrimiento. Notar cómo no les llegas, se han perdido y te están diciendo sin palabras que vuelvas a repetir lo que para ellos no es tan evidente. Reaccionar como un ser humano ante el ruido que, de repente, altera todos los planes que tenías al empezar la clase. Descubrir que siguen asombrándose ante la lluvia en los cristales (como en la poesía de Machado) y cayendo en el histerismo generalizado ante una avispa que ha entrado en el aula. Y verlos crecer. Ser consciente de que, ay, el tiempo pasa.

                Segundo, por sus familias. También aquí he de viajar al pasado para recordar a muchos padres y madres, aunque en justicia sean ellas las que más han sobrellevado situaciones diversas, muchas de ellas difíciles. Con las familias también ejercí la docencia, aunque he de reconocer que, al principio, con padres y madres de formación académica inicial y media, mi trabajo fue más sencillo. Con el tiempo y, a medida que el nivel de formación en los padres y madres ha ido subiendo, la relación ha ido cambiando. Y así me he ido encontrando con algo que sigo sin entender, aunque haya tenido que aceptar: muchos padres y madres delegaron en mí y en mis compañeros lo que, como progenitores, les correspondía a ellos. Afortunadamente no ha sido general pero mi retirada de la docencia activa ha coincidido con un tiempo en el que estos límites están siendo cuestionados. Ha sido, de todas formas, una experiencia en la que yo he aprendido mucho y de la que también me siento muy satisfecho como educador, ayudando a orientar a padres y madres en su labor. No puedo evitar dejar constancia de una entrevista con una madre en la que ella me expresaba con lágrimas el muro de silencio con su hija adolescente. Yo, que no soy psicólogo, aposté por el sentido común y le dije si había probado a darle a su hija, y gratis, un abrazo con todas sus fuerzas. Me dijo que no, y la animé a hacerlo cuando llegase esa tarde a casa. Al día siguiente, quien me dio un abrazo fue la alumna y nunca, nunca, me dio la explicación de aquel abrazo.

                Tercero, por mis compañeras y compañeros en el día a día. Como les dije en mi despedida:  si yo he sido docente, si he aprendido, si he triunfado en mayor o menor medida, si he reído, si me he emocionado, si he descubierto que mi amigo tenía razón en lo que me dijo, es por ellos y ellas, independientemente de que la relación haya podido mejor o peor, más o menos distante. Siempre he comparado la sala de profesores con un lugar donde tenemos cierto margen para expresar emociones que en otro marco serían menos convenientes, sentimientos positivos o negativos hacia el alumnado, descubrir lo que en definitiva somos: seres humanos con expectativas y pequeñas frustraciones, que trabajan duro por las primeras y se enfrentan con decisión a las segundas. Que no estamos libres de los inconvenientes que proporciona la vida, entregándonos momentos de encuentro y ánimo. También de las alegrías: el nacimiento de un hijo, una comida compartida, una noticia que se comenta, descubrir que, como un compañero me dijo, “no siempre hemos pensado igual, pero siempre nos hemos puesto de acuerdo”. Y, por supuesto, el placer de compartir el conocimiento. Descubrir que mi disciplina académica, en mi caso la Historia, no es el centro de todo y aprender que la visión del mundo que proporcionan las Matemáticas, la Filosofía, la Física o la Literatura, entre otros, son campos de trabajo con los que puedo interactuar. En todos estos años he descubierto que, efectivamente, Newton tenía razón cuando afirmaba que “lo que sabemos es una gota de agua, lo que ignoramos es el océano”.

                Así pues, y tras este pequeño y merecidísimo homenaje, es momento de reflexionar sobre lo que significa ser docente. Claro, es una reflexión que es absolutamente criticable. No procede de la investigación educativa, aunque ya sé que hay investigaciones en marcha sobre la viabilidad de un sistema en el que ha crecido la enorme mayoría de docentes actuales. En estos últimos años se ha generado un enorme interés por avanzar en el conocimiento pedagógico y su aplicación en la práctica escolar. Como muestra de ello hay que hacer justa mención a los términos como “aprendizaje significativo”, “educación integral”, ”trabajo cooperativo”, “trabajo por proyectos”,” inteligencias múltiples”, “neurociencia”, “competencias básicas”…. No pretendo ser exhaustivo y sí alabar el interés por mejorar la labor docente y facilitar un aprendizaje que sirva para el fin que se pretende y que ya señalé más arriba: personas respetables y respetuosas, solidarias y crítico-constructivas. No voy a entrar en el debate de si la Escuela como institución cambia a la Sociedad o, más bien, es al revés. Yo personalmente estoy en esta segunda postura, aunque siempre he defendido que los docentes seguimos siendo la primera y última línea de defensa en la lucha por cambiar el mundo que nos rodea. Labor cuyo resultado, todo sea dicho, no es posible ver a corto ni medio plazo. Precisamente porque las presiones para conseguir individuos, y no personas, son muy fuertes desde muchos puntos de influencia es más urgente que nunca que la profesión docente tome conciencia de lo que está en juego.

                En este sentido tengo que formular una severa crítica a la introducción de las nuevas tecnologías en el ámbito escolar, no en sí mismas, claro está, sino en los procedimientos utilizados.

                Quiero comenzar con una anécdota que me contó una profesora de mi Colegio. En una sesión de formación para el claustro de profesorado, la persona que llevaba la sesión comentó que, afortunadamente, y en un futuro no muy lejano, todo estaría en Internet y que nuestra labor quedaría sensiblemente aliviada. Entonces uno de los asistentes preguntó que si todo eso era así, qué sentido tenía estar un Martes, de cinco a siete de la tarde, ocupando una sala y escuchando aquello, cuando todo podía haberse solucionado por videoconferencia. No hubo respuesta.

                Otra observación, esta vez de un profesor, Pere Pujolàs, de la Universidad de Vic, recientemente fallecido. Como reconocido pedagogo y especialista que era en la implantación del trabajo cooperativo, fui a verle para comentar un proyecto que quería desarrollar sobre la aplicación de las nuevas tecnologías en la enseñanza de las Ciencias Sociales, en el segundo ciclo de la Educación Secundaria Obligatoria. Cuando le pregunté sobre su opinión acerca de los ordenadores personales en el aula se mostró muy reticente. Reproduzco sus palabras: “cuando entré en el aula y vi las filas ordenadas y cada uno pendiente de su pantalla tuve la convicción de que aquello no iba bien encaminado” .

                Ya sé que es un tópico, pero el uso de las nuevas tecnologías sigue siendo, o debería seguir siendo, un medio de aprendizaje y no un fin del mismo. Hay que reconocer que en estos días de confinamiento las nuevas tecnologías están demostrando ser una herramienta insustituible. El caudal de información que existe en las redes es inmenso y las formas de comunicar y compartir el conocimiento permiten variantes muy ricas en posibilidades. Pero todo esto es coyuntural, como bien se sabe. El confinamiento acabará, esperemos que lo antes posible, y el alumnado con sus docentes volverá a las aulas. Y me atrevo a pensar que tanto unos como otros están esperando el momento mágico de entrar y observar los rostros con los que habían perdido el contacto físico de forma temporal. Me atrevo a pensar que los padres y madres también estarán esperando ese momento por muchas razones y, entre ellas, la de reanudar una rutina que, quizás, habían valorado con poco entusiasmo y, ahora, cobra nuevo sentido. Experimentar los colores de la realidad de pasillos, patios y aulas. Reconocer que el sonido de los alumnos, que tantas veces hemos denostado, es preferible al silencio de un Colegio, de una Universidad vacía. Identificarnos en nuestra humanidad que compartimos: el pasado que atestiguamos y el futuro por construir. Sentirnos orgullosos como docentes de que nuestro trabajo tiene un sentido. Agradecer que estas nuevas tecnologías nos han permitido mantener un contacto con la esencia de nuestro importante y decisivo trabajo. Y no olvidar que, en definitiva, hemos de conseguir que los alumnos y las alumnas sean capaces de leer, escribir, calcular, admirar, sentir, proyectar, admitir los pequeños fracasos, valorar justamente los éxitos propios y ajenos, pensar con el corazón y actuar con la cabeza (en este orden), vivir el momento presente y aceptar que el tiempo pasa y que somos seres únicos, pero no los únicos seres. Y eso, menos mal que no lo hemos olvidado, sólo es posible con el contacto diario real. Esperemos que la vuelta a las aulas sea motivo de reflexión de todo aquello que esta situación nos está impidiendo experimentar.

José Miguel Hernández López. Barcelona.
Colaboración, El Inconformista Digital.

Incorporación – Redacción. Barcelona, 27 Marzo 2020.