Escribir es un acto de soledad. Uno se sienta frente a la página (hoy es más preciso decir frente a la pantalla), y se enfrenta a sí mismo. Pocas cosas son más fuertes: encontrarse con que el punto débil no está afuera, volverse crítico de las propias ideas. Pero si todo escribir es un someterse contra el mazo más duro, el nuestro, antes de mostrarlo, escribir sobre la vida diaria es dejar lo hecho sometido a ese mazo para siempre. La escritura sobre los ardites de nuestra cotidianidad es máxima libertad y esclavitud: libera de los cuidados sobre las costumbres correctas que hay que seguir, las posibles críticas de las que habrá que defenderse, pero ata a la verdad de lo que se piensa, o de lo que no se sabe que se piensa; de lo que se duda, de lo que se está construyendo en ese momento.
“El hecho de que yo exista prueba que la existencia no tiene sentido”, escribió Emil Cioran en sus veintes. Dejaba como espada en la piedra el yo que sería el núcleo de su pensamiento. Llevó la afirmación del yo que proponía Nietzsche al extremo, la tornó su mejor arma. Para alguien que se apodera de su afirmación en toda su obra, parecería que sobra un nuevo ejercicio para hablar de sí y, sin embargo, Cioran dejó cientos de páginas de cuadernos, que su editor decidió no publicar como diarios, pues no lo son: entradas brevísimas, pocas veces fechadas, que cuando remiten a sus actividades del día no dejan de volver sobre la vida, ese absurdo que es la vida.
Cioran siempre habla desde el yo absoluto, irrefutable voz que reina en su universo, pero no la misma en sus libros que en sus notas personales. En los primeros arremete contra su mundo con un discurso ya muy articulado, que se encierra sobre sí, una visión redonda de su existir. En las segundas Cioran se desdobla, se deja ir por completo, a pesar de que en general las entradas son más pequeñas que las de sus libros. Porque en la obra de un autor ya está la voz refinada, retocada, rehecha para presentarla a un público que quiere respuestas, mientras que en las reflexiones que no pasan del tocador están las dudas, la crudeza del día a día y de las ideas que se apoderan de las mientes, está la construcción del yo que es mucho más lenta y dolorosa de lo que las grandes obras aparentan.
En los Cuardenos de Cioran está el testimonio de las ideas que no lo dejaban dormir, que lo carcomían a cada instante, que lo agobiaban y no podía responder. Cioran sabía que pensar es fragmentación, que pensar implica la contradicción, encontrar la tragedia de la vida y repetirla mil veces, no como hábito, sino como una “terapéutica”. La terapia personal del rumano es sin duda más dolorosa que cualquiera de sus otros escritos. Al hablar sobre aquellos a quienes no soporta, aquellos a quienes admira, sobre el naufragio del ser, Cioran se ata al dolor, se clava sin empacho las dagas que tiene, porque esa es la única forma de poder soportar la existencia. Una existencia que debe ser desmenuzada cuidadosamente, pues contra todo pronóstico Cioran afirma que “los pesimistas no tienen la razón: vista desde lejos, la vida nada tiene de trágica, sólo lo es de cerca, observada en detalle. La vista de conjunto la vuelve inútil y cómica”. El análisis debe tener lugar en la cercanía, el ser como algo concreto, no la abstracción irrealizable.
Emil Cioran entendió muy bien que la única forma de crecer es destruir un mundo, y para hacerlo no queda otra senda que atacarse a sí mismo, hacerlo hasta que luego de tanto solo haya un hombre exhausto, que pueda aceptar que “somos tan insustanciales como el viento y por mucho que escribamos poemas o corramos tras las verdades, solo son reales las certidumbres de la inanidad”.
Carlos Noyola Contreras. Ciudad de México. México.
Redactor, El Inconformista Digital.
Incorporación – Redacción. Barcelona, 9 Octubre 2016.