La vida quiere vivirse – por David Cañedo

Formaciones rocosas y pico Dedo de Dios en el Parque nacional Serra dos Órgãos, Parque Nacional de Rio De Janeiro, Brasil - Carlos Perez Couto - Wikimedia Commons

Fueron varios los factores que hicieron posible que surgiera la vida en este planeta que es nuestro hogar, así como el de todas las demás especies. Toda vida necesita de energía, y la principal fuente de energía es el sol, que nos da luz y calor en la medida necesaria y suficiente. Si estuviéramos un poco más cerca o un poco más lejos del sol, la vida en la tierra se hubiera desarrollado de una manera muy distinta, y a partir de cierto punto quizás no se hubiera desarrollado en lo absoluto. La distancia es la justa para que el agua pueda existir en los tres estados, líquido, sólido y gaseoso; hasta donde sabemos es indispensable el agua líquida para que pueda haber vida.

La vida es un moho

La otra fuente de energía que hizo posible la vida en el planeta es el calor interno de la tierra. Desde hace 4600 millones de años cuando la tierra se formó junto con el resto del sistema solar, el núcleo irradia continuamente un calor intenso hacia fuera; el interior del planeta actualmente está a una temperatura de entre seis mil y siete mil grados centígrados, pero en los primeros dos o tres mil millones de años la temperatura era mucho mayor; poco a poco se ha ido enfriando y eventualmente se va a terminar de enfriar por completo y se convertirá en una roca fría y muerta como lo es la luna o tantos otros cuerpos celestes que hay por ahí. Este calor interno de la tierra es producido por la desintegración del uranio y otros elementos radiactivos, así como del calor residual de la formación planetaria.

El planeta tierra es una roca que irradia calor hacia el espacio exterior, y el espacio exterior es un lugar muy frío; cuando esto sucede se produce el fenómeno de condensación. Es algo así como cuando estamos en una habitación caliente y hace mucho frío afuera, y las ventanas se empañan. Eso que se empaña es una película muy fina de vapor de agua que en el caso de la tierra se llama atmósfera, y que para el tamaño de la tierra es una capa extremadamente delgada y es la que permite que haya vida en el planeta.

Cuando nos ponemos a ver el tamaño del planeta tierra (casi 6400 kilómetros de radio) y la  porción del planeta donde hay vida (lo que se llama la biosfera) nos damos cuenta que esta capa donde hay vida es minúscula en comparación con el tamaño del planeta. El punto más alto en la superficie terrestre es el Chomolungma, también conocido como Everest, con casi nueve kilómetros de altura sobre el nivel del mar. Los océanos tienen una profundidad promedio de casi cuatro kilómetros, aunque hay depresiones más profundas, como la fosa de las Marianas que llega a once kilómetros de profundidad, y a esa profundidad, donde no llega la menor luz ni calor del sol y donde la presión del agua es enorme, hay formas de vida para nosotros rarísimas que viven del calor de la tierra que emana en fumarolas en el fondo del océano.

Entre el punto más alto y el punto más profundo no hay más de veinte kilómetros de diferencia: esa es la parte del planeta donde hay vida. En realidad, el 99 por ciento de la vida en el planeta se concentra en una franja bastante más angosta. Sobre la superficie terrestre, la capa vegetal que cubre las islas y los continentes es de tan solo unos cuantos metros de espesor. Por lo general hay una capa de tierra negra fértil, el humus, de tan solo unos cuantos centímetros de espesor, y por debajo hay otra capa de barro y arcilla que ya no tiene la misma fertilidad, y a dos o tres metros de profundidad nos topamos con la roca. Las raíces de los arboles pueden extenderse varios metros y supongo que todavía se pueden encontrar bichos y bacterias a 30 o 50 o 100 metros para abajo, y eso es todo.

La tierra es una roca y la vida es un moho que le salió al planeta tierra como el que le sale a los muebles o los libros o la ropa o lo que sea cuando hay mucha humedad. A los objetos les sale un polvito verde que lo levanta uno con el dedo o con un trapo, un polvo muy fino que es materia orgánica; es vida. Eso fue lo que le salió al planeta tierra cuando se dieron las condiciones adecuadas de humedad y flujos de energía. Nosotros somos parte de ese moho.

En el espacio todo se mueve y en el tiempo todo se transforma

Una de las leyes del universo es que todo está en un constante proceso de cambio, en el espacio y en el tiempo. No hay nada que sea estático o que esté en reposo. En el espacio todo se mueve y las leyes que rigen ese movimiento son de una asombrosa simplicidad en su complejidad asombrosa. La música de las esferas. Y en el tiempo todo se transforma. Las condiciones cambian, y son las formas de vida las que se tienen que adaptar a esos cambios. Una vez que surge la vida en algún lado, la vida se aferra; la vida quiere vivirse y el imperativo de la vida es seguir viviendo. La vida puede ser muy resiliente, pero también puede ser extremadamente frágil.

En 3500 millones de años que ha habido vida en nuestro planeta ha habido incontables especies que han pasado por el escenario; durante los primeros tres mil millones de años las formas de vida eran bastante simples y en algún momento se dieron las condiciones para que surgieran las formas de vida más complejas. Durante todo ese proceso la tierra ha estado cambiando continuamente; la tierra es geológicamente activa, y las condiciones cambian todo el tiempo. De un día para el otro es muy poco lo que cambia, o no nos damos cuenta, pero a escala geológica es un constante proceso de cambio y transformación.

Y son las formas de vida las que se adaptan a esos cambios, en un proceso que se llama evolución. Las especies se transforman; se hacen más grandes o más chicas, o más rápidas o más fuertes; cada especie encuentra su nicho y ahí se mantiene hasta donde las condiciones lo permiten. Hay especies perfectamente adaptadas a su medio, y cuando el medio se transforma tienen que adaptarse a las nuevas circunstancias; las que no lo consiguen se extinguen y quedan fuera del juego.

Esos cambios están sucediendo continuamente a ritmos relativamente lentos aunque a veces se pueden dar cambios muy rápidos en lapsos muy breves de tiempo. Mientras más lento sea el cambio más oportunidad tienen las especies de adaptarse; cuando el cambio es demasiado rápido puede ser devastador para muchas especies que no encuentran la manera de sobrevivir en condiciones adversas. Eso fue lo que sucedió hace 65 millones de años cuando un asteroide de unos 15 kilómetros de diámetro cayó fuera de la costa de lo que actualmente es Yucatán, en lo que se conoce como el cráter de Chicxulub, que desencadenó efectos medioambientales que afectaron a la totalidad del planeta. Los dinosaurios, que habían sido la especie dominante durante 165 millones de años y estaban en la cima de la cadena alimenticia resultaron ser los más vulnerables y finalmente desaparecieron. Las especies más pequeñas fueron las que tuvieron más capacidad de adaptación y sobrevivieron.

Otro ejemplo de cambios demasiado rápidos que no le dan oportunidad a las especies de adaptarse es exactamente lo que está sucediendo ahora con el cambio climático y el impacto de nuestras actividades en el medio ambiente. La transformación que estamos haciendo del planeta tierra está sucediendo demasiado rápido para que muchísimas especies se puedan adaptar. Demasiado rápido estamos hablando de 50 o 100 años que nos puede parecer mucho tiempo pero a escala geológica es un abrir y cerrar de ojos. En los últimos 50 o 60 años ha desaparecido quizás hasta la mitad de la cantidad de vida silvestre tanto en tierra firme como en los océanos; bosques, selvas, pantanales y todo tipo de ecosistemas están desapareciendo o están seriamente degradados y contaminados. Este asalto y alguien diría profanación del mundo natural que estamos llevando a cabo no muestra ninguna señal de frenarse o detenerse; al contrario, se sigue acelerando, y es, repito, demasiado rápido para que el mundo natural se pueda adaptar. Esto va a provocar y está provocando toda una serie de consecuencias que ni siquiera nos podemos alcanzar a imaginar.

Provocando nuestra propia extinción

El cambio climático no es más que un aspecto, o un síntoma, de la problemática ambiental en la que nos encontramos. Y ni siquiera es el más grave.

La dramática pérdida de biodiversidad que está ocurriendo a nuestro alrededor por todos lados tiene el potencial de alterar radicalmente las condiciones de vida en el planeta tierra tal como las conocemos. Es un círculo vicioso, que se retroalimenta a sí mismo: mientras más se altera el medio ambiente, más especies desaparecen, y mientras más especies desaparecen, más se altera el medio ambiente. El proceso empieza lentamente y va agarrando vuelo a medida que se altera el equilibrio homeostático de un ecosistema, y en algún momento se convierte en una avalancha.

Ese es el punto en el que nos encontramos. Acaba de salir un reporte, de tantos que salen últimamente, en la revista Science en que científicos de varias universidades encuentran que el ritmo actual de extinción de especies es por lo menos cien veces mayor que el que sería si no hubiera impactos de actividades humanas como el cambio climático, deforestación y contaminación. Si esta tendencia continúa, “le llevará varios millones de años a la vida para recuperarse, y nuestra propia especie probablemente desaparecería desde muy al principio”. El reporte agrega que no hay duda que estamos entrando en lo que sería el sexto evento de extinción masiva, y el ritmo de extinción ha llegado a niveles sin paralelo desde el último de estos eventos hace 65 millones de años, cuando cayó el asteroide de Chicxulub, y acabó con los grandes reptiles también llamados dinosaurios.

La situación es bastante peor de lo que se pensaba, y está sucediendo a un ritmo mucho más rápido que en anteriores eventos de extinción masiva, que pudieron haberse llevado miles o decenas de miles de años en suceder. En nuestro caso está sucediendo en un lapso de un par de siglos. Básicamente “estamos cortando la rama en la que estamos sentados”, es la conclusión a la que llegan.

Entonces hay una situación que está ocurriendo delante de nuestros ojos, de la que todos nos podemos dar cuenta, aunque preferimos no hacerlo, pero no por eso está dejando de suceder. Sucede aquí en la región donde vivo, donde cantidad de animalitos silvestres que se veían hasta no hace mucho ahora son conspicuos por su ausencia. Las personas mayores nos dicen que cuando eran jóvenes había más vida silvestre por todos lados. En México han desaparecido cantidad de especies, y muchas más están a punto de hacerlo. En cualquier parte del mundo es la misma historia. La paloma migratoria, que era el ave más numerosa de América y probablemente del mundo, que se contaba en miles de millones de ejemplares, la cazaron hasta la extinción. No quedó una sola. Hace 200 años había 60 millones de búfalos, cien años después solo quedaban 500. Hace 100 años había unas 200,000 ballenas en todos los océanos del mundo; ahora solo quedan como 3000. Literalmente estamos vaciando los océanos de vida: los barcos-factoría con sus redes de arrastre que miden kilómetros de largo arrasan con todo lo que encuentran. Y seguimos destruyendo ecosistemas, acabando con bosques y manglares, arrojando nuestros desperdicios por todos lados, contaminando por doquier… ¿qué es lo que nos pasa?

Pero nos creemos los dueños del planeta, ¿no es así?

Ahora bien, no es por sonar alarmista, que suene como suene nadie nos hace el menor caso, pero en un evento de extinción masiva son las especies dominantes, las que están en la cima de la pirámide alimenticia, las que resultan ser más vulnerables y las que tienden a desaparecer más fácilmente, porque dependen de todas las que están abajo. Ya va siendo hora de que nos caiga el veinte de que si nos llevamos a todas esas especies por delante nosotros también nos vamos con ellas.

Un experimento fallido de la naturaleza

Nuestra especie, el homo sapiens, surgió hace unos 200,000 años en el este de África, en lo que actualmente es Etiopia, y viene de una larga línea evolutiva que se pierde en la noche de los tiempos. Se ha estimado que las líneas evolutivas de los seres humanos y de los chimpancés se separaron hace 5 a 7 millones de años. Desde entonces ha habido numerosas especies del género Homo, todas ellas extintas con excepción del Homo sapiens.

Entre las especies Homo que nos precedieron estuvo el habilis que surgió hace 2.5 millones de años y desapareció hace 1.4 millones, con un volumen craneal de 600 cm³; el erectus, con cráneo de 1000 cm³, que surgió hace 2 millones y desapareció hace 300,000 años; el antecessor (800,000 – 350,000 años); el homo heidelbergensis (600,000 – 250,000 años) con capacidad craneal de 1400 cm³, y muchas más. El homo sapiens tiene un volumen craneal de 1700 cm³.

En el pasado, el género Homo fue más diversificado, y siempre había varias especies que coexistían simultáneamente. Nuestros primos, los neandertales, surgieron hace unos 230,000 años y durante la mayor parte de ese tiempo fueron nuestros contemporáneos. Eran muy parecidos a nosotros, con cerebro moderno e inteligentes. Eran expertos cazadores, tenían un lenguaje simple, utilizaban adornos personales y sepultaban a sus muertos. Desde su extinción, hace apenas 24,000 años, y la del Homo floresiensis, hace unos 12 000 años, el Homo sapiens es la única especie conocida del género Homo que aún perdura.

Desde hace 200.000 años los sujetos de la especie Homo sapiens tenían un potencial intelectual equivalente al actual, pero el que se tuviera ese potencial no significa que se utilizara; pasaron milenios para que se activara. Teníamos el cerebro, pero no habíamos aprendido a utilizarlo, y todavía estamos en proceso de aprender.

Todas esas especies que nos precedieron fueron fase terminal. No sabemos cuál es el futuro de nuestra propia especie. No hay nada en la naturaleza, absolutamente nada, que garantice nuestra viabilidad como especie a largo plazo. O mediano. O corto. No hay mandato divino, y cuando las cosas se pongan feas no va a venir nadie a sacarnos de nuestros problemas. Así como van las cosas pareciera que estuviéramos empeñados en demostrar, yo no sé a quién, que somos capaces de provocar nuestra propia extinción.

En algún momento de esa larga noche de los tiempos, al avanzar a lo largo de ese proceso evolutivo, y a medida que nuestra capacidad cerebral se fue haciendo más grande, desarrollamos algo que se llama “inteligencia”, lo que sea que eso signifique. Tenemos la capacidad de pensar, y de pensar que pensamos, lo que se llama pensamiento abstracto. La inteligencia fue un arma evolutiva que le permitió al homo sapiens sobrevivir y que ultimadamente nos ha servido para dos cosas. Nos convirtió en la especie dominante del planeta, porque en este momento somos la especie dominante, o por lo menos eso creemos. Y también nos sirvió para acabar con él. Gracias a la inteligencia nos apropiamos de este mundo, y gracias a la inteligencia lo estamos destruyendo. Estamos llevando a miles de especies a la extinción, acabando con la diversidad biológica, alterando todos los ecosistemas y hemos roto el equilibrio con el mundo natural.

Es una lástima que esa inteligencia no haya venido acompañada de una mayor visión, porque somos incapaces de pensar a largo plazo. Somos incapaces de ver más allá de nuestros intereses personales e inmediatos. Ni siquiera nos damos cuenta del mundo que le estamos dejando a las generaciones inmediatamente venideras, la de nuestros propios hijos.

A lo mejor resulta que la inteligencia no fue más que un callejón sin salida de la evolución, un experimento fallido de la naturaleza. Lo que se necesitaba no era tanta inteligencia sino una mayor conciencia. Todavía somos muy inmaduros como especie. Es posible que esa conciencia la desarrollemos en algún momento, pero solo después de haber aprendido algunas lecciones que nos esperan a lo largo del camino.

David Cañedo Escárcega. Tenango de Doria. Hidalgo. México.
Colaborador, El Inconformista Digital.

Incorporación – Redacción. Barcelona, 12 Mayo 2016.