A lo largo del siglo XX, el mundo llamado rural, tanto a nivel local, regional, como a un nivel de alcance mundial, experimentó un persistente movimiento migratorio de su población hacia las ciudades que dejó numerosas zonas y valles, mayoritariamente en aquellas comunidades situadas en zonas de montaña y otras más o menos alejadas de las aglomeraciones urbanas, al borde de la despoblación, cuando no a su abandono total y definitivo. En el proceso de despoblación rural intervinieron múltiples factores, entre los cuales cabría destacar la crisis estructural del sector agrícola y el descenso de las rentas de la tierra y la ganadería, la vertiginosa desaparición de un modelo de organización social vinculada al medio rural y a su explotación, un cierto aislamiento geográfico y social y el creciente poder de atracción del crecimiento económico y cultural de los centros urbanos. Este proceso de despoblamiento, que los geógrafos definieron con la expresión éxodo rural, asoló la vida social de numerosos territorios, particularmente de muchos de los valles pirenaicos, tanto de Cataluña como del resto de regiones de montaña. Actualmente, más de la mitad de la población mundial vive en entornos urbanos, y probablemente este porcentaje aumentará en los próximos años, con todos los problemas sociales, económicos, ambientales, de equilibrio territorial y de desaparición de suelo agrícola y forestal, entre otros, que tales desplazamientos masivos de población conllevan.
Aunque en no pocos lugares el despoblamiento continúa siendo persistente y no se detectan indicios de una cierta recuperación demográfica, no es menos cierto que en muchas otras zonas esta tendencia se ha ido invirtiendo debido a un aumento de los movimientos migratorios con destino al campo y a los espacios rurales, los cuales han aportado a las culturas locales un nuevo dinamismo social y cultural y un aumento de la actividad y la diversificación económica. El fenómeno del neorruralismo, concepto acuñado con la finalidad de designar a aquellos grupos de personas que abandonan las ciudades y se establecen en pueblos con un proyecto de vida de tipo comunitario cerca del medio natural, es un proceso complejo y diverso en sus múltiples manifestaciones. Aquello que podemos conceptualizar como neorruralismo, a partir de la atracción que generan hoy las áreas rurales, abarca un abanico muy amplio de sectores sociales y motivaciones, personales o colectivas: desde el asentamiento, aproximadamente desde la década de los años setenta del pasado siglo, de grupos diversos portadores de una determinada carga ideológica y con un proyecto alternativo de vida comunitaria alejada de las aglomeraciones urbanas, hasta todo un conjunto amplio de población en movimiento que el sociólogo francés Bernard Kayser definió como “trashumancia estacionaria”: la presencia dominante del turista de fin de semana bien dispuesto para el consumo de naturaleza y ruralidad, pobladores estacionales de segundas residencias, trabajadores y empresarios que se ocupan en los sectores turístico e inmobiliario o bien en el amplio mundo de las telecomunicaciones, empleados del sector público especializados en el ámbito de la conservación ambiental, los servicios sociales y el desarrollo local y comunitario, así como inmigrantes extracomunitarios y otras bolsas de población que encuentran en los pueblos un mercado inmobiliario más accesible y nuevas oportunidades laborales, sean en el sector primario y/o de servicios, que no ofrecen actualmente las ciudades.
Así pues, a lo largo del siglo XX, y especialmente en las décadas de los años setenta y ochenta, las migraciones del campo hacia centros urbanos han convivido en las zonas montañosas de Cataluña y también en muchos otros territorios rurales del Estado español, con un movimiento migratorio de signo contrario, todo y que de menor intensidad a nivel cuantitativo, que hizo del campo y el mundo rural su destinación. Parte de tales movimientos fueron herederos de las ideologías utopistas, naturistas y comunitaristas del siglo XIX, y tuvieron como objetivo la creación de nuevas comunidades lo más alejadas posibles del ruido, la contaminación, el individualismo y la segregación laboral vinculados al desarrollo de la sociedad industrial y los procesos de urbanización. Así, en el marco de la transición política española de finales de los años setenta del siglo pasado, algunos grupos de jóvenes inquietos optaron por iniciar proyectos de comunidades rurales en zonas alejadas guiados por los valores de la comunidad, la autogestión y el contacto con la naturaleza. En algunos casos estas experiencias no prosperaron, pero en otros han llegado a suponer experiencias notables de repoblación y revitalización social en zonas que habían quedado prácticamente abandonadas.
Las migraciones son algo tan antiguo, tan cotidiano (actualmente tan tristemente cotidiano a la luz de la crisis de los refugiados provenientes de zonas en guerra golpeando los muros sordos de Europa) como la historia del género humano, y des del principio de los tiempos han existido experiencias que podemos identificar como “migraciones utópicas”, viajes guiados por la idea del paraíso, viajes hacia una tierra donde no existe más horizonte que la libertad la plenitud, el locus amoenus de la poesía de Virgilio (el lugar idílico, el paraíso natural), un lugar donde todo es posible. Algunas de estas migraciones, históricas o legendarias, o ambas cosas a la vez, pueden encontrarse por ejemplo en los viajes de Ulises narrados en los poemas homéricos, o bien en la huida de Egipto al encuentro de la tierra prometida por parte de los israelitas, descrita en el libro del Éxodo del Antiguo Testamento bíblico. Pero habría que vincular los inicios del movimiento neorrural tal y como se ha manifestado los últimos treinta o cuarenta años con las corrientes contraculturales a finales del pasado siglo de crítica y oposición a la sociedad capitalista. Estas corrientes se alimentaron de una mezcla más o menos heterodoxa de influencias de las ideas socialistas, del incipiente movimiento ecologista de mitad del siglo XX, del universo new age y de las corrientes utópicas, milenaristas e igualitarias qua fueron surgiendo a lo largo de los siglos XVII y XVIII. Posiblemente, la gestación de las ideas modernas sobre la utopía aparecieron, con permiso de la República de Platón, en el siglo XVI de la mano de Tomás Moro y su obra Utopía, la isla en forma de luna creciente que había de alojar la república y su ciudad ideal. La utopía, el “no lugar”, o quizás el “buen lugar”, sería entonces ese espacio geográfico de resonancias míticas donde edificar los anhelos y esperanzas de orden y justicia. Muchas otras obras de planteamientos similares fueron apareciendo con el transcurrir del tiempo, como la Nova Atlantis (Nueva Atlántida) de Francis Bacon o la Civitas Solis (La Ciudad del Sol) de Tommaso Campanella, ambas obras renacentistas del siglo XVII. Posteriormente, el llamado socialismo utópico o primer socialismo englobó un conjunto heterogéneo de doctrinas reformistas que en el siglo XIX inspiraron especialmente la voluntad de concebir comunidades ideales, organizadas según principios igualitarios como base fundacional. Fueron destacables en este sentido los proyectos cooperativistas del galés Robert Owen, en particular la colonia New Harmony como un intento de demostrar la viabilidad de las “aldeas de cooperación”, que fundó en Estados Unidos durante el siglo XIX; las colonias agroindustriales o “falansterios” (unidades de trabajo cooperando en armonía mutua) de Charles Fourier en Francia; las comunidades saintsimonianas francesas; o la “Icaria” de Étienne Cabet a partir de su obra Voyage en Icarie y su viaje utópico e iniciático del año 1847 a Norteamérica, llegando a asentar su proyecto de comunidad en el Estado de Illinois. En Cataluña las ideas cabetianas tuvieron una entusiasta aceptación en los círculos obreristas y anarquistas de la época, hasta el punto de que en el año 1848 un grupo de cabetianos catalanes (Narcís Monturiol, Abdó Terrades, entre otros) fundó una comunidad denominada precisamente Icaria en lo que actualmente es el barrio del Poblenou de la ciudad de Barcelona. Muchos otros personajes destacados en los ámbitos artístico o de los movimientos sociales contribuyeron con su obra o su testimonio social a difundir el mensaje de la utopía como conquista de la salvación personal y colectiva. Henry David Thoreau, autor clave para entender los movimientos posteriores de desobediencia civil y muy influenciado por las ideas de la literatura trascendentalista del siglo XIX, se sumó con su famoso poema Walden or Life in the woods, publicado el 1854, a la corriente de búsqueda de una regeneración moral colectiva en el marco del contacto único, directo y sin intermediarios con la naturaleza en estado puro. Conocida fue también la finca fundada por León Tolstoi en Yásnaia Poliana, en Rusia, un centro de vida rural, austera y de vecindad con el campesinado ruso de finales del XIX donde practicar un sistema educación social y artística de signo libertario (ambiente muy bien descrito y recreado en la película del año 2009 titulada The Last Station). Buena parte de las figuras principales del socialismo y el anarquismo ruso, como Bakunin y Kropotkin entre otros, se inspiraron en el mito del colectivismo agrario del campesinado y la necesidad de encontrar en él y en el medio rural la primera pieza donde empezar a erigir la nueva sociedad. El mito de la “Arcadia feliz” influyó poderosamente en la gestación de los movimientos de migraciones utópicas a lo largo del siglo XIX y parte del XX en muchas regiones urbanas de Europa y Norteamérica, especialmente en California, que llegó a encarnar el universo milenarista contenido en el mito del Nuevo Mundo o en las tierras legendarias de Jauja o el País de Cucaña, que aspiraban a reconstruir el Edén perdido. El movimiento anarquista, ya a principios del siglo XX, estuvo influenciado a su vez por las corrientes naturistas y el sentimiento panteísta de amor a la naturaleza, naturaleza que se oponía a la ciudad industrial como el lugar donde reinaba libre el poder de dominación por parte de la burguesía. Podríamos citar muchos otros ejemplos y referencias históricas y geográficas. En todo caso, el “retorno” al campo tomó una fuerte carga simbólica y se convirtió en la segunda mitad del siglo XX en una cierta aspiración colectiva para la fundación de la sociedad perfecta, igualitaria, de reencuentro con el paraíso perdido, frente a los excesos de la modernización y el avance de la sociedad industrial, la nueva religión del consumo sin freno y la desigualdad social creciente. Más allá de los intereses concretos de cada caso, todas estas experiencias compartieron más o menos una cierta vocación de creación de nuevas comunidades partiendo del convencimiento de que el campo, el mundo rural y su naturaleza “pagana” eran los lugares escogidos donde empezar un proyecto nuevo de mayor libertad individual, colectiva y de crecimiento social armónico. En el marco de la contracultura y los movimientos contestatarios de los años sesenta, que fomentaron un cierto culto al nomadismo social y geográfico, la utopía se deslizó desde la ciudad ideal hacia el desierto rural, hacia pueblos y campos desérticos idealizados en su abandono y olvido por la economía capitalista. Las comunidades de retorno al campo de aquellos años buscaron una existencia material simplificada al máximo, de economía de autosuficiencia a partir de una agricultura colectivizada y de perfil artesanal que, con la influencia de las sensibilidades ecologistas, descubrieron en las formas de vida campesinas tradicionales las alternativas imaginadas, identificando al campesino que cultivaba la tierra con sus propias manos, alejado de los centros industriales, como una especie de población local en extinción a la que emular, pero con la que la relación no estuvo exenta de conflictos. Tales movimientos, originados principalmente en Norteamérica y espoleados por el impulso del mayo del 68 francés, llegaron hasta nuestra sociedad, y lo hicieron al abrigo del ambiente social de incipiente libertad generado en el marco de la transición política y de los planteamientos políticos y filosóficos de tipo libertario y utópico herederos del movimiento libertario aparecido a lo largo del siglo XIX y principios del XX. En el Estado español, y entre otras publicaciones que funcionaron como altavoz de tales posiciones, la revista Ajoblanco, de inspiración libertaria, y la revista Integral, con un orientación ciertamente más naturista y espiritual, fueron algunos de los medios que produjeron toda una literatura de propagación y de debate contracultural, propiciando la creación de comunas en muchas zonas, especialmente pequeñas aldeas semiabandonadas y en lugares más o menos aislados, alejados de las vías principales de comunicación. La evolución del movimiento ha sido desigual dependiendo de la zona, y estos últimos años el movimiento neorrural ha sido muy diverso, caracterizado a nivel general por múltiples experiencias de cariz individual o familiar que escogieron el campo como el lugar donde iniciar pequeños negocios o empresas agrícolas o artesanales, casi siempre con el objetivo de buscar un modelo de vida de baja densidad y más armónico con la naturaleza. Con el tiempo han surgido en paralelo iniciativas de nuevo cuño más o menos herederas de los movimientos sociales que hemos descrito. En este sentido, proyectos como el de las ecoaldeas, comunidades inspiradas en los valores de la sostenibilidad ecológica, económica y social, se han afianzado y gozan en nuestro país de una gran dinamismo local, llegando a crear un movimiento en red a nivel internacional, o proyectos que desde una perspectiva más institucional fortalecen una corriente lenta y constante de promoción de iniciativas residenciales de nuevos pobladores en el medio rural, como el proyecto de Abraza la tierra. Otros proyectos se asientan en el impulso de las economías de escala local, en la idea de la repoblación rural y la constitución de ecocomunides, la agricultura ecológica, el decrecimiento, la permacultura, la bioconstrucción, el naturismo, las nuevas masoverias… Los proyectos de ocupación rural se inscriben también en una experiencia de repoblación de zonas abandonadas, entendiendo la idea de la repoblación como un soplo de nueva vida social en entornos que la economía capitalista ha exprimido hasta el momento del abandono.
Generalmente, la iniciativa de repoblación se sustenta, siguiendo de alguna forma el modelo de las pequeñas comunidades rurales utópicas del pasado, en un proyecto de vida comunitaria y de autogestión, autoabastecimiento, crítica social y de un cierto culto al desprendimiento material como opción de vida. El movimiento antiglobalización, surgido a inicios de los años noventa, tuvo su expresión también en proyectos de ocupación rural de masías abandonadas como centros de experimentación local de una economía alternativa a la capitalista mundial, lugares donde experimentar y difundir los valores del colectivismo, la denuncia política, la proximidad vecinal y la sostenibilidad ecológica. Un ejemplo activo de tales enfoques se encuentra, por ejemplo, en el colectivo Rizoma, una red que agrupa colectivos muy diversos que tienen en común la práctica de relaciones sociales y económicas horizontales, la cooperación y la ayuda mutua, todo en espacios rurales, no necesariamente alejados de las ciudades, donde sembrar la autonomía y la autogestión colectivas. En la actualidad, la evolución del movimiento neorrural, ya no se dirige, o no solamente, hacia el intento de constitución de pequeñas comunidades en zonas alejadas y más o menos despobladas, sino que su imbricación en los movimientos sociales actuales de signo político, ecologista y de exploración de alternativas a la economía de mercado, le confiere un sello no estrictamente rural, (sin entender lo rural como aquello opuesto a lo urbano), sino que se encuentra perfectamente enlazado con las dinámica urbanas actuales. Así, por ejemplo, la montaña de Collserola, el gran parque natural que envuelve parte de la ciudad de Barcelona (o donde la ciudad y su área metropolitana se esparce por ella) acoge experiencias de ocupación y/o repoblación rural en una zona de gran influencia urbana como pueden ser, entre otros, los casos las masías de Can Masdeu o Kan Pascual, centros de promoción de la agroecología, las relaciones de vecindad no mercantiles y la interacción con los movimientos sociales de la ciudad.
Los movimientos de ocupación urbana de espacios en desuso para la economía inmobiliaria para el diseño y creación de pequeños huertos urbanos ejemplifican esta realidad. La gestión y la utilización de tales huertos, que aspiran a ser cultivados como “barricadas verdes”, se plantean como un modelo similar a la gestión de las tierras comunales de las zonas rurales que tuvieron especialmente un uso de aprovechamiento forestal y ganadero. Es interesante, pues, ver cómo se intentan recuperar y adaptar a nuevos contextos algunas figuras jurídicas basadas en el derecho consuetudinario que fueron perdiendo peso específico con la crisis del mundo rural. El auge actual de las iniciativas populares de recuperación de espacios urbanos para el asentamiento de huertos urbanos tiene un conjunto de implicaciones culturales que van desde la creación de nuevos paisajes agrourbanos y el diseño de un urbanismo más sostenible, hasta el fortalecimiento de modelos de organización basados en la idea de comunidad, la recuperación de conocimientos y prácticas agrícolas más o menos olvidadas, y el fomento de redes de producción y consumo de más proximidad a las del mercado, tutelado e impersonal, del capitalismo global. En resumen, buena parte de todas estas iniciativas expuestas, que asientan sus bases en las corrientes utopistas del pasado, expresan sobre todo una firme voluntad de cambio social y el fortalecimiento de alternativas reales al tipo de relaciones sociales y económicas dominantes surgidas del proceso de globalización económica mundial.
Rafel Folch Monclús. Barcelona.
Colaborador, El Inconformista Digital.
Incorporación – Redacción. Barcelona, 22 Marzo 2015.