En realidad la problemática ambiental que define a nuestra época no es un problema de especie. No es homo sapiens el culpable. Como quiera que sea, grupos y poblaciones que han sabido vivir en relativa armonía con su entorno durante cientos o miles de años siempre los ha habido, y de hecho durante la mayor parte de los doscientos mil años que hemos durado como especie fuimos una más entre muchas otras. La adaptación más exitosa y duradera del ser humano ha sido como pequeños grupos de cazadores y recolectores, nómadas, semi nómadas o semi sedentarios, que vivían de lo que encontraban en su entorno y cuyos números aumentaban lentamente. La problemática ambiental no ha sido provocada por la especie, sino que es un problema sistémico, un producto de la sociedad que nos hemos creado.
Cuestión de actitud
Todo tiene que ver con la actitud que tenemos hacia el mundo que nos rodea. El mundo natural, ¿nos pertenece o no nos pertenece? Ahí está el meollo del asunto. La respuesta que se le dé a esa pregunta tiene repercusiones de muy largo alcance. Y cada pueblo y sociedad que ha pasado por el escenario de la historia ha encontrado su propia respuesta. Para nuestra sociedad industrial moderna, por ejemplo, el mundo natural es poco más que una fuente de “recursos”, que están ahí para que el primero que llegue o el más fuerte se apropie de ellos y los explote y para que la riqueza que se genere se acumule y concentre en unas cuantas manos. En nuestra sociedad moderna, y en nuestro sistema socio económico, todo le pertenece a alguien, ¿no es así? y la tendencia es hacia la privatización de todos los bienes y servicios. Todo se ha convertido en una mercancía; eso incluye el agua, la tierra, el aire, la comida, las medicinas, los genes, las ideas, las relaciones humanas, la propiedad intelectual, la vida, la muerte, cualquier cosa que se nos ocurra: todo se ha convertido en objeto de lucro. En nuestra sociedad de consumo todo gira alrededor del dinero y del poder acumulado.
En nuestra sociedad industrial moderna, el mundo natural definitivamente nos pertenece, y nos hemos creado toda clase de narrativas para convencernos de que el planeta entero, si no es que el universo mismo, fue creado para nuestro uso y abuso y que podemos hacer con él lo que queramos. Somos el pináculo de la creación, nos dice la narrativa, y eso es razón suficiente para justificar todos nuestros excesos. La narrativa original tenía connotaciones religiosas, como en aquellas historias de que Dios creó al mundo en siete días, y en el séptimo creó al ser humano y le dijo, creced y multiplicaos, y haz con este mundo lo que quieras, o algo así. Esa narrativa empezó a perder su fuerza hace dos o tres siglos a medida que la sociedad se fue secularizando, pero fue sustituida por otra narrativa igual de potente e igual de irracional que es la que nos dice que el destino del ser humano es progresar hasta el infinito. Y en nombre del progreso podemos darle en la torre al planeta tierra y destruir las condiciones que permiten que haya vida y de paso provocar nuestra propia extinción pero no importa, lo importante es seguir progresando.
Esto no ha sido así en todas las sociedades ni en todas las épocas. Ha habido, y hay grupos humanos que tienen narrativas muy distintas. Que tienen una relación muy diferente con el mundo que nos rodea. Que se dan cuenta que formamos parte del mundo natural y que dependemos por completo de la salud del entorno en el que vivimos, y que hay límites que tenemos que respetar. Como decía el jefe Seattle, el hombre blanco trata a la madre tierra y al hermano cielo como si fueran cosas que se compran y se venden; como si fuesen animales o collares. Su hambre insaciable devorará la tierra y detrás suyo dejará tan sólo un desierto. Eso lo escribió hace 160 años, en 1855. Ya veía por donde venía el asunto. Y también dice, que de una cosa está seguro: la tierra no pertenece al hombre; es el hombre el que pertenece a la tierra. Es una visión radicalmente distinta.
Los verdaderos salvajes
La gente “civilizada” siempre ha sentido el mayor de los desprecios por la gente “no civilizada”. En qué consiste eso de civilización es la gente civilizada la que se encarga de definirlo: civilización es todo aquello que los rodea y los separa del mundo natural. Son nuestros estilos de vida, nuestras creencias, costumbres y tradiciones, nuestros artefactos y tecnologías, nuestras expresiones artísticas y culturales, nuestras distracciones, entretenimientos y maneras de ganarnos la vida, nuestras maneras de relacionarnos, nuestros protocolos e instituciones y todo aquello que consideramos lo normal y que define la manera como concebimos la realidad.
Pero resulta que lo que es normal para un grupo de personas para otro grupo no lo es, y hay pueblos y culturas que tienen normalidades muy distintas. Durante los últimos 100,000 años nos hemos propagado de pequeñas áreas de África a todos los rincones del planeta, adaptándonos a los climas y biomas más diversos. Tenemos excelente capacidad de adaptación y hubo grupos humanos que aprendieron a vivir de manera básicamente sustentable con su entorno, y que podían pasar cientos o miles de años viviendo en el mismo lugar y el lugar todavía seguía manteniendo a la población. En climas extremos como la tundra y regiones subpolares de Alaska o Siberia, en la estepa central de Asia, en los desiertos del Sahara o de Norteamérica; en la medida en que la gente aprendía a vivir de acuerdo a las limitaciones que les marcaba su entorno mayores eran sus probabilidades de supervivencia a largo plazo. Hay un límite para la cantidad de población que cada ecosistema puede mantener, como lo tuvieron que haber aprendido en innumerables ocasiones diferentes grupos humanos cuya población empezaba a crecer y eventualmente no había recursos para todos. Uno de los requisitos para la sustentabilidad a largo plazo es una población estable, que no supere los límites de la capacidad portativa y de regeneración del medio ambiente. En cada continente hay pueblos indígenas y autóctonos que supieron encontrar ese relativo equilibrio con su entorno.
Hace varios miles de años empezaron a surgir en diferentes partes del planeta otro tipo de sociedades basadas en la agricultura y en la acumulación de poder que conocemos como civilizaciones: Sumeria hace unos 6000 años, Egipto hace 5500, el Valle del Indo y China hace 4000 y Mesoamérica hace 3000 años. Estas civilizaciones fueron todas muy distintas unas de las otras, pero el proceso de su formación, su desarrollo e inevitable decadencia comparten muchos elementos en común. Una tendencia general en este tipo de sociedades es que la gente se acostumbra a vivir más allá de sus medios; todo ese edificio que llamamos civilización necesita de una enorme cantidad de recursos que hay que obtener por cualquier medio, y ese medio suele ser irse a invadir a todos los pueblos vecinos para apropiarse de sus recursos. Estas civilizaciones son básicamente insustentables y en seis mil años todas y cada una de ellas ha surgido, crecido lo más que puede, acabado con todo lo que encuentra a su paso y finalmente desaparecido del escenario.
La gente “civilizada”, es decir, que pertenece a alguna civilización, jamás ha podido comprender a los pueblos indígenas y autóctonos: los consideran salvajes, retrogradas, ignorantes y primitivos, y no pueden entender que haya gente que tenga concepciones de la realidad y estilos de vida diferentes a los de ellos y que tienen todo el derecho del mundo a que se les deje tranquilos; esto sin embargo es algo que la gente civilizada no está dispuesta a hacer, y mucho menos cuando esos pueblos indígenas están en territorios fértiles y con recursos que ellos codician. A lo largo de la historia a los pueblos autóctonos se les ha perseguido, decimado y masacrado con lujo de violencia; se les ha expulsado de sus tierras y sometido a toda clase de presiones para que abandonen su identidad y se fundan en la cultura dominante: el genocidio ha sido físico y cultural.
Somos sin embargo los “civilizados” los que no sabemos vivir en equilibrio con el medio ambiente y los que dejamos una desolación a nuestro paso. Somos nosotros los verdaderos salvajes.
El problema de la civilización
Los europeos que llegaron a América hace más de 500 años tenían la curiosa actitud de que todo el planeta les pertenecía, y de que bastaba con poner un pie en tierra para tomar posesión de cualquier territorio en nombre de Dios, del rey, de la corona y en nombre de la civilización. Ellos eran los civilizados y todos los demás eran unos salvajes, y ellos tenían la gran misión de llevar la civilización a todos lados. A donde quiera que llegaban, a la gente se le veía como parte de la fauna local y se les daban dos opciones: o te sometes o acabamos contigo. A los que se sometían se les permitía que siguieran existiendo pero ¿sabes qué?, a partir de ahora vas a trabajar para mí y yo decido tu vida como quiera. Eso fue lo que sucedió.
Se ha estimado que en toda América pudo haber hasta 90 millones de personas previamente a la llegada de los europeos; cien años después no quedaba más que el diez por ciento. Fue uno de los descensos de población más dramáticos que haya habido en cualquier lugar y en cualquier tiempo. Muchos sucumbieron a las enfermedades que trajeron los invasores y que no se conocían en el continente americano; enfermedades como la viruela o el sarampión que en algunos casos los mismos europeos se encargaron de propagar alegremente con tal de acabar con la población local, como hicieron los ingleses y franceses con los indígenas de Norteamérica a los que obsequiaban cobijas previamente impregnadas de viruela. A ellos lo que les interesaba era el territorio, y la gente les estorbaba.
En las islas del Caribe acabaron hasta con la última persona; de cientos de miles que había antes de 1492 no quedó uno solo. Después tuvieron que traer a millones de personas de África para que les trabajaran como esclavos. América era una enorme arca abierta de la que sacaron toda la riqueza que pudieron y toda esa riqueza se la llevaron para construir sus castillos y palacios en las ciudades del imperio.
El problema de la civilización es que toda la riqueza tiende a concentrarse en unas cuantas manos. Toda esa riqueza que se genera a partir de ir a explotar a los pueblos de la periferia termina estando muy mal repartida, incluso entre los mismos ciudadanos del imperio. Por lo general es un pequeño grupo de individuos los que acaparan el poder y los privilegios mientras que una buena parte de la población tiene que sufrir para irla apenas mal pasando. Esa inequitativa distribución de la riqueza es la esencia del sistema, y para poder perpetuarse necesita de dosis cada vez mayores de control y de coerción.
Es muy interesante ver el contraste en la manera como se maneja la cuestión de la riqueza en las sociedades indígenas y tradicionales. Aquí en el pueblo donde vivo todavía existe la costumbre de las mayordomías, en las que una persona tiene el honor de servir como mayordomo de alguno de los santos durante un par de años; esto puede implicar un estipendio oneroso pero no se escatiman los gastos y durante la fiesta del santo se atiende y se da de comer a cualquier persona que se presente a pagar sus respetos, y se queman castillos y en general se echa la casa por la ventana. Para el mayordomo es un honor organizar la fiesta, se gaste lo que se gaste; la suya no es una posición de control, es una posición de servicio.
Algo parecido es lo que solían hacer los pueblos de la costa noroccidental del Pacífico, en lo que actualmente es el oeste de Canadá, con sus celebraciones llamadas potlatch, en las que la riqueza acumulada por algún individuo a lo largo del año se repartía entre toda la gente de la comunidad. La fiesta podía durar varios días, y el anfitrión repartía obsequios de acuerdo al estatus y la categoría del invitado pero a todo mundo le tocaba algo. El anfitrión se deshacía de toda su riqueza acumulada, pero le quedaba el prestigio de ser tan esplendido. La riqueza no se quedaba estancada en ningún sitio, sino que se repartía entre todo mundo, y la sociedad podía seguir funcionando como tenía que funcionar.
El sacrificio a nuestros dioses
Una sociedad que no es sustentable no se puede sostener, es así de sencillo. A lo largo de la historia ha habido cantidad de sociedades, comunidades y asentamientos humanos que lo han descubierto de mala manera, y que han tenido que pagar las inevitables consecuencias de haber sobrepasado la capacidad portativa de su entorno. Ciudades que en su momento fueron importantes centros de cultura y de concentración de poder, y que llegaron a albergar a decenas o cientos de miles de personas tuvieron que ser abandonadas porque dejaron de ser habitables; a partir de cierto punto ya no se pudo seguir viviendo ahí. Capitales de imperios que tuvieron gran prestigio e importancia, y que se sentían el centro del universo como suelen sentirse todos los imperios en su apogeo, vieron desvanecerse su opulencia y esplendor y podemos suponer que en muchos casos sin ni siquiera entender que es lo que sucedía a su alrededor.
Podemos suponer asimismo que en cada uno de esos casos hubo individuos que se dieron cuenta que si su sociedad seguía creciendo y devorando todos los recursos a su alcance eventualmente se iban a enfrentar a graves problemas, pero estas personas suelen ser voces que claman en el desierto y nadie les hace el menor caso; todo mundo se acostumbra a la bonanza y la consideran un derecho divino. Cuando la crisis finalmente sobreviene y sus dioses los abandonan, es su cosmogonía y su misma interpretación de la realidad la que se fractura en pedacitos; de repente nada hace sentido, y a medida que la sociedad se vuelve cada vez más disfuncional y los recursos ya no alcanzan todo aquello que se consideraba normal deja de serlo y la vida se convierte en una lucha por la sobrevivencia.
Fue lo que sucedió, con diferentes variaciones, en Teotihuacán, Palenque y Tikal; en Tiahuanaco, Chab Chan y el Cañón del Chaco; en Menfis, Babilonia y Palmira; en Petra, Harappa y Mohenjo’Daro; en Chang’An, Angkor y en incontables otras ciudades que terminaron siendo abandonadas. Lo único que queda de su grandeza o delirios de grandeza son unas cuantas piedras.
Y me puse a pensar que los arqueólogos y los historiadores del año 3000 o 5000, si es que la humanidad sobrevive para ese entonces, que se pongan a analizar los restos de nuestra propia civilización industrial “moderna” van a asombrarse de lo primitivos que realmente fuimos y van a encontrar inconcebible que le hayamos sacrificado el planeta entero a nuestros propios dioses, dioses en los que creemos por completo y que rigen el funcionamiento de nuestra sociedad. Muy altos en la lista están el dios dinero y el dios poder acumulado: el hechizo que este par de dioses ejerce sobre el imaginario colectivo es total. En nombre del dinero y de la acumulación de poder estamos destruyendo el planeta entero. Individual y colectivamente nos hemos vuelto completamente locos queriendo tener más dinero o más poder, y estamos acabando con las selvas y los bosques, con la fertilidad de la tierra y la integridad de los ecosistemas, llevando a miles de especies a la extinción y alterando los ciclos naturales de los que dependemos por completo, para que la riqueza que se genera pueda seguirse acumulando en unas cuantas manos.
Cuando el sistema económico se venga finalmente para abajo, incapaz de seguir creciendo en un planeta que ya nos quedó chico, con recursos cada vez más escasos e insuficientes para mantener el funcionamiento de la sociedad; en ese momento de crisis nuestros dioses nos van a abandonar, como lo han hecho con todas las sociedades anteriores. En algún momento el dinero va a dejar de tener el menor valor y la gente que se aferra a sus migajas de poder van a descubrir que todo ese poder no resultó ser más que una ilusión.
Pero ya nos habremos llevado al planeta por delante. Las consecuencias de lo que le estamos haciendo al planeta tierra, incluyendo un cambio climático y una dramática pérdida de biodiversidad, se van a seguir sintiendo en el año 3000 o 5000, cuando esos historiadores analicen nuestra sociedad y la condenen, por haberles dejado un mundo tan seriamente disminuido.
David Cañedo Escárcega. Tenango de Doria. Hidalgo. México.
Colaborador, El Inconformista Digital.
Incorporación – Redacción. Barcelona, 12 Febrero 2016.