Vamos en contra del flujo – por David Cañedo

Alone in the Caribbean - Fenger, Frederic Abildgaard - Wikimedia Commons

Los océanos son el origen. La vida surgió en los océanos hace 3500 millones de años y ahí se mantuvo durante 3000 millones de años, que es mucho, mucho tiempo, a un nivel bastante simple, el de los organismos procariotas y posteriormente eucariotas unicelulares que ya tenían la capacidad de realizar fotosíntesis. Estos microbios foto autótrofos absorbieron el exceso de dióxido de carbono en la atmósfera y liberaron oxígeno, que comenzó a acumularse hace unos 2200 millones de años y eventualmente transformó por completo a la atmósfera terrestre. Durante millones de años, y cientos de millones, y miles de millones de años estos organismos se encargaron de crear una atmósfera rica en oxígeno, que permitió el desarrollo de la respiración celular aeróbica y el surgimiento de formas de vida más complejas. Es la vida que creó las condiciones para que pudiera haber más vida en el planeta tierra. La vida que llama a la vida. En cualquier parte del universo donde haya surgido la vida, la vida quiere vivirse, y buscará las condiciones que permitan que haya más vida.

La vida llama a la vida

Hace unos 610 millones de años surgen los primeros organismos multicelulares, como las esponjas, las algas y los hongos, y algún tiempo después, en la llamada explosión del cámbrico, hace 525 millones de años, la vida se diversifica de una manera espectacular en un lapso relativamente breve de tiempo a escala geológica. La vida se extendió por todas partes, dando vueltas cada vez más amplias, encontrando formas cada vez más complejas, porque las condiciones que se fueron gestando durante eones de tiempo ya eran las propicias; le llevó a nuestro planeta tres mil millones de años para desarrollar las condiciones idóneas para la vida, y cuando llegó el momento la vida floreció por todos lados.

Hace unos 500 millones de años, la vida se trasladó del océano a los continentes, cuando la atmósfera ya era respirable. Primero fueron las plantas y los hongos y después todas las demás especies.

Los océanos cubren las dos terceras partes de la superficie terrestre y de ellos ultimadamente depende toda la vida del planeta tierra. Los océanos del planeta, que siempre nos parecieron ilimitados, inagotables, resulta que no lo son, y actualmente se encuentran bajo intensa presión, por distintas causas, todas relacionadas con la actividad humana.

El vertedero de nuestros desperdicios

Por un lado, los océanos resultaron ser un lugar muy práctico para convertirse en nuestro basurero. ¿Qué proporción de la enorme cantidad de desperdicios que produce nuestra sociedad de consumo ha ido a parar al mar? Los basureros más grandes del mundo son los giros en cada uno de los océanos del planeta. Mucha de esa basura que arrojamos alegremente por todos lados va a dar a los ríos y eventualmente al océano. Particularmente el plástico, esa gran invención de nuestro tiempo, tan útil y tan práctico que lo usamos para todo, en todo tipo de productos de úsese una o dos veces y deséchese para siempre, que tarda siglos en degradarse y que hemos liberado al medio ambiente en cantidades prodigiosas, para que nuestros descendientes por muchas generaciones tengan ocasión de recordarnos y de recordar a nuestra civilización industrial como la que terminó con todo y al planeta entero lo convirtió en un basurero.

A fines de los noventas un señor Charles Moore iba de Asia a Hawái en su velero y como no tenía prisa por llegar se desvió de las rutas frecuentadas y descubrió el gran giro del Pacífico norte, un área el doble del tamaño de Estados Unidos en el que este señor dice que no daba crédito a sus ojos porque llevaba una semana atravesándolo y lo único que veía era basura flotando por todos lados, a pérdida de vista. Dice que era algo surrealista. Se estima en cien millones de toneladas la cantidad de basura que está flotando nada más en este giro, y hay otro en el Pacífico sur, en el Atlántico norte y sur, en el océano Indico, y giros más pequeños en prácticamente todos los mares del planeta.

En 1950, se produjeron cinco millones de toneladas de plástico en todo el mundo. Actualmente se están produciendo alrededor de 260 millones de toneladas anuales, de las que se recicla menos de un 5%. Alrededor de 6,5 millones de toneladas van a parar a los océanos cada año, donde se siguen acumulando por encima de los millones de toneladas que se arrojaron el año pasado, y el anterior a ese, y así durante los últimos 60 o 70 años. El plástico tarda siglos en degradarse y ahí seguirá estando durante mucho tiempo. Se calcula que en cada kilómetro cuadrado de océano en el planeta hay un promedio de 13.000 objetos de plástico flotando libremente en la superficie. Cada año mueren aproximadamente un millón de aves y cerca de 100.000 animales marinos al confundir algún objeto brillante en la superficie del mar por un pez y tragárselo. El objeto resulta ser un encendedor o un cepillo de dientes o una tapa de botella o lo que sea y se les atora en la garganta y se asfixian. Hasta un 90% de las aves que buscan su alimento en el océano tienen objetos de plástico en sus aparatos digestivos.

Los desperdicios con los que estamos saturando los océanos no se limitan tan solo al plástico por supuesto. Los océanos también sirven de vertedero de toda clase de desechos industriales y del drenaje sin tratar de nuestras ciudades y megalópolis. Asimismo, son millones de toneladas de residuos de pesticidas y fertilizantes químicos que se utilizan en la agroindustria los que son llevados por las lluvias a las desembocaduras de los ríos, creando enormes zonas muertas donde no hay suficiente oxígeno para los peces y lo único que puede vivir ahí son cierto tipo de algas y medusas. Este proceso se conoce como eutrofización y se produce por un exceso de nitratos y fosfatos presentes en dichos pesticidas y fertilizantes que se utilizan pródigamente en la industria. Con ellos sucede lo mismo que con los plásticos: se utilizan una sola vez pero su efecto nocivo perdura indefinidamente.

La enorme cantidad de desperdicios que hemos arrojado y seguimos arrojando a los océanos no son sin embargo más que la punta del iceberg. Son lo que vemos, pero al parecer estamos alterando la misma química de los océanos. Antes de que comenzara la presente infatuación de nuestra civilización industrial moderna con los combustibles fósiles, el balance PH del océano, que mide su grado de acidez, se había mantenido relativamente estable durante los últimos 20 millones de años. En los últimos doscientos años, desde que comenzó la revolución industrial, hemos arrojado cantidades masivas de dióxido de carbono a la atmósfera, y los océanos del planeta han absorbido una cuarta parte de todas esas emisiones de carbono, haciéndose más ácidos en el proceso. La acidez de los océanos se ha incrementado en un treinta por ciento en el último par de siglos, lo que tiene y tendrá repercusiones muy graves en toda la salud del ecosistema.

El exceso de acidez está afectando al fitoplancton, que ésta en la base de la pirámide alimenticia y que está desapareciendo a un ritmo preocupante. Según un estudio de una universidad de Canadá la cantidad total de fitoplancton en el océano ha disminuido en un 40 por ciento desde 1950 y actualmente está desapareciendo a un ritmo del uno por ciento anual. Esto tendrá un impacto en muchas otras especies marinas y terrestres. El declive del fitoplancton sería un cambio más dramático en el delicado balance de la naturaleza que la pérdida de las selvas tropicales, nos dicen los científicos. El fitoplancton es un elemento crítico del sistema de soporte de vida planetario, que produce la mitad del oxígeno que respiramos y ultimadamente sostiene a toda la vida del océano. Los arrecifes de coral también están siendo afectados, y podrían llegar a desaparecer a lo largo de este siglo.

La única manera de reducir la acidificación de los océanos es reduciendo las emisiones de carbono. No hay vuelta de hoja. Y no está sucediendo. Sin reducciones inmediatas y sustanciales la vida marina enfrenta daños masivos e irreversibles de largas consecuencias en el transcurso de nuestras vidas.

Una voracidad insaciable

Durante toda la historia de la humanidad la pesca ha sido una importante, si no es que la principal, fuente de alimentos para una buena parte de la población. Cualquier persona con una lancha o con una red puede quizás obtener lo suficiente para alimentarse, y mientras la pesca fue un asunto familiar o comunitario el mar era un lugar de una abundancia inagotable donde la vida florecía en todo su esplendor. El mar tiene suficiente para satisfacer las necesidades de todo mundo, pero no para satisfacer la ambición de todo mundo. El problema empezó cuando empezamos a utilizar tecnologías cada vez más avanzadas para ir a vaciar los océanos de peces; nuestra sociedad industrial moderna es muy buena para explotar hasta el último recurso que encuentra y nuestro sistema económico capitalista en el que todo, absolutamente todo, gira alrededor del dinero, no podía dejar pasar de largo las enormes riquezas que se encuentran en los mares.

En la actualidad la pesca industrial se ha vuelto tan “eficiente” que estamos literalmente acabando con la vida de los océanos. Desde mediados del siglo XIX fue cuando se fueron a acabar con todas las ballenas que pudieron, llevándolas casi al punto de extinción. A principios del siglo XX había quizás unas doscientas mil ballenas en todo el mundo; ahora no quedan más de tres mil. No solo fueron las ballenas, también las focas, leones marinos, cualquier cosa que se moviera. Arrasamos con todo. Las redes que se utilizan actualmente pueden medir decenas de kilómetros de largo y llegan hasta el fondo del mar, donde recogen y acaban con todo lo que encuentran a su paso. Una cuarta parte de los 120 millones de toneladas de peces que se capturan cada año se vuelve a arrojar al mar, ya muerto, porque no era lo que se andaba buscando. Eso significa miles de millones de peces que mueren por nada. No solo son peces, también tortugas, delfines, albatros y otras aves marinas que se atravesaron en el camino de la red.

Acaba de salir un reporte del World Wildlife Fund y la Sociedad Zoológica de Londres en el que se llega a la conclusión que entre 1970 y 2012 el número de peces y otros animales marinos ha disminuido en un 49 por ciento en todo el mundo, es decir, que en tan solo cuarenta años acabamos con la mitad de los peces que había en todos los océanos del planeta. Algunas especies como el atún o la sardina han disminuido en un 74 por ciento. Nuestra voracidad es insaciable y no le estamos dando oportunidad a los bancos de peces para recuperarse.

El 52% de las pesquerías están completamente explotadas o extintas. El 90% de los peces grandes de todos los mares han desaparecido. Muchas poblaciones de peces han declinado al punto de que su supervivencia se encuentra en peligro. Así como van las cosas, se estima que para mediados de este siglo, es decir, en tan solo 3 ó 4 décadas, todas las especies que se pescan actualmente para la alimentación se colapsarán.

El problema por supuesto es el modelo industrial de explotación de los recursos, en el que el único criterio que cuenta son las utilidades a corto plazo por encima de cualquier otra consideración como sustentabilidad o viabilidad de los ecosistemas. Este modelo solo beneficia a unos pocos individuos o empresas que se apropian de una riqueza que en realidad no les pertenece a la vez que acaban con el modus vivendi de millones de pequeños pescadores para los que cada vez será más difícil competir por recursos cada vez más escasos.

Este reporte del WWF es consistente por cierto con otro reporte que sacó el mismo organismo el año pasado en que nos decía que más de la mitad de los animales salvajes que existían sobre la Tierra hace 40 años han desaparecido, y eso incluye a mamíferos, reptiles, anfibios, aves y peces. La diversidad biológica de nuestro planeta está desapareciendo delante de nuestros ojos y en el transcurso de nuestras vidas. Este es el legado que les estamos dejando a nuestros descendientes.

A bordo del Maya

Era 1984, acababa de terminar la universidad y tenía unas ganas locas de salir a recorrer el mundo, y me enteré de una oportunidad que ofrecía Transportación Marítima Mexicana, la compañía naviera más grande de Latinoamérica, con docenas o cientos de barcos de carga que van a todas partes del mundo. En aquel entonces tenían la política de que en cada una de sus travesías podían llevar a dos o tres jóvenes como pasajeros hasta donde el barco llegara; esto fue hace más de treinta años y no sé si lo sigan haciendo, pero ciertamente era una gran oportunidad para viajar y conocer cosas distintas.

Había una lista de espera y podían pasar meses antes de que le tocara a uno su turno; finalmente llegó el mío y me tocó salir de Manzanillo a bordo del barco Maya. Era un barco muy grande, y llevaba sus bodegas llenas de garbanzo y otros granos con rumbo a España. Durante la primera semana navegamos por el Pacífico, luego cruzamos el canal de Panamá, el mar Caribe, el Atlántico y finalmente llegamos a Gijón en Asturias al cabo de un mes exacto de haber partido.

Supuestamente iba uno trabajando en el barco a cambio del pasaje pero en realidad ellos llevan sus tripulaciones completas y no necesitan gente. A nosotros nos ponían a limpiar y barrer lo que nos llevaba un ratito y todo el resto del día era para admirar la magnificencia del océano.

Y vaya que el mar es magnífico. Era el mar por todos lados, hasta el infinito. Con una claridad del aire y noches tachonadas de estrellas navegando en la total oscuridad. Ahí fue donde aprendí a reconocer estrellas, con el tercer oficial que era el que nos las señalaba. En el Pacífico me tocó ver manadas de delfines que venían por cientos y se ponían a saltar y jugar carreras con el barco mientras los observábamos en proa a diez metros de altura por encima de ellos.

El océano tiene toda clase de matices y está lleno de sorpresas. Cada mar es distinto a todos los demás. El mar Caribe parecía una inmensa gelatina, con tonalidades verdes y turquesas y el agua tan calma que el barco ni siquiera levantaba espuma al atravesarla.

En medio del Atlántico el clima cambió. Había un huracán en nuestro camino, que se veía como una nube oscura lejos en el horizonte hacía donde nos dirigíamos. La penúltima noche antes de llegar al huracán estaba despejado con una esplendida luna llena y la nube de la tormenta allá al fondo, y entre la luna y la tormenta se formó un gran arco iris que salía del mar, trazaba su arco y regresaba al mar, con todos sus colores perfectamente definidos, como una puerta de entrada a otra dimensión. Algo así aluciné. No sé qué tan comunes sean esos arcoíris de luna llena en medio del océano; yo nunca he vuelto a ver algo parecido.

Dos o tres días después estábamos en medio del huracán, con olas de diez o quince metros de altura que pasaban por encima del barco y caían del otro lado. El barco subía y bajaba como una cáscara de nuez y cuando parecía que se iba a ir para el fondo de nuevo volvía a salir para arriba. Nosotros estábamos en el puente con los oficiales viendo el espectáculo. Nos tenían prohibido salir afuera; los marineros que tenían que salir a cubierta para hacer alguna maniobra iban amarrados con cuerdas para que no se los llevara el agua.

La furia desatada del océano es impresionante. Curiosamente no sentíamos ningún miedo. Ya está uno ahí, y no puedes ir a ningún lado, así que mejor relájate y disfruta del espectáculo. Pase lo que pase no puedes hacer nada. Nos llevó tres o cuatro días atravesar el huracán hasta salir por el otro lado, y una semana después estábamos llegando a tierra.
Esa travesía fue toda una experiencia. Hay tantas cosas en este planeta que no tenemos ni la menor idea. Es la capacidad de asombro la que nos hace apreciar y respetar el mundo en el que vivimos.

Rompiendo el equilibrio

Y me puse a pensar en esos estromatolitos y eucariotas que durante millones y cientos de millones y miles de millones de años estuvieron limpiando la atmósfera del exceso de dióxido de carbono y liberando oxígeno, creando las condiciones para que pudiera haber más vida.

La atmósfera primigenia, original, estaba demasiado cargada de dióxido de carbono, así como lo está Venus actualmente, cuya atmósfera está compuesta en un 97%, casi su totalidad, por dicho gas. Venus se quedó atrapada en ese estado debido a su cercanía al sol; la Tierra sin embargo se enfrío lo suficiente y al formarse los océanos y surgir las primeras formas de vida capaces de realizar fotosíntesis se dio el escenario para que la vida pudiera desarrollarse en todo su esplendor.

La función de esas bacterias dentro del gran orden de las cosas fue preparar el terreno para que la vida compleja pudiera desarrollarse. Las cianobacterias consiguieron alterar a escala global las condiciones que permiten que haya más vida; transformaron este planeta de un lugar hostil, con una atmósfera irrespirable, en un planeta azul, en un oasis de vida en medio de la inmensidad de un universo que es demasiado grande, demasiado vacío, demasiado frío y demasiado inhóspito. No sabemos si haya vida en otras partes del universo, y probablemente nunca lo sepamos, pero este rincón donde nos tocó estar se convirtió eventualmente en un santuario de vida.

El universo es inconcebiblemente grande; nada más en nuestra galaxia hay 150 mil millones de estrellas, y hay millones de galaxias como la nuestra; y sí, es posible suponer que la vida haya surgido en otros lados, y quizás sea más común de lo que pensamos, por lo menos a un nivel bacteriológico, pero en cualquier caso de eso jamás nos vamos a enterar, porque las distancias son tan grandes. Este es el único planeta que tenemos, y de aquí no nos vamos a ir a ningún lado.

Y se me ocurrió que nosotros, nuestra especie, el homo sapiens sapiens, estamos jugando el papel evolutivo inverso al que jugaron esas cianobacterias. Si ellas se encargaron de crear las condiciones para que pudiera haber más vida, nosotros estamos destruyendo la vida, y estamos destruyendo las condiciones que permiten que haya más vida.

Lo que a las cianobacterias les llevó cientos y miles de millones de años nosotros en los últimos diez mil años nos hemos encargado de revertirlo, a un ritmo que se ha ido incrementando exponencialmente y que a partir de la revolución industrial se disparó para arriba, llegando al punto que en los últimos 50 o 60 años hemos transformado más al planeta que en toda la historia previa de la humanidad. Estamos llevando a miles de especies a la extinción, vaciando los océanos de peces, contaminando por todos lados, destruyendo bosques, pantanos, humedales y cualquier ecosistema que se nos ponga enfrente, en un frenesí de crecimiento que se nos fue completamente de las manos. Ya hasta nos las hemos arreglado para provocar un cambio climático a escala global. Como las cianobacterias, nada más que a la inversa. Y en un lapso de tiempo extremadamente breve.

O sea que en el gran orden de las cosas, no estamos funcionando como especie. Vamos en contra del flujo; hemos roto el equilibrio. Si todo ecosistema tiende a un estado homeostático de máxima complejidad y diversidad, nosotros vamos en la dirección contraria, destruyendo la biodiversidad y transformando las energías vivas del planeta en sustancias muertas como lo son el dinero o las montañas de desperdicios que generamos diariamente. El planeta azul lo estamos dejando gris.

Yo no sé si todo esto tenga algún significado cósmico pero echando a volar nuestra imaginación podríamos decir que los guardianes de la galaxia posiblemente no estén muy contentos con el giro que dio nuestro experimento. Este era un buen planeta a fin de cuentas, no teníamos porque echarlo a perder.

David Cañedo Escárcega. Tenango de Doria. Hidalgo. México.
Colaborador, El Inconformista Digital.

Incorporación – Redacción. Barcelona, 12 Enero 2016.