Alta montaña, símbolos religiosos y espiritualidad en los Pirineos – por Rafel Folch

El número 246 (2013) de la revista Vèrtex, que edita la Federación de Entidades Excursionistas de Cataluña, contiene una carta que lleva por título “¿Ha subido Moccia al Canigó?”, acompañada de una imagen de la cima del Canigó donde se ve la cruz que lo corona totalmente cubierta de pañuelos, banderas y una multitud de objetos de todo tipo. La carta, firmada por Enric Faura, dice:

“… Aparte de multitud de banderolas, pudimos contar tres chupetes, dos rosarios, cuatro esquelas de difuntos, una lata de comer para gatos, cuatro collares, más de diez sombreros, anillos, pulseras, textos con dedicatorias… No sabemos si en la montaña del Canigó ha llegado una variante de la moda impulsada por el escritor Federico Moccia de sellar el amor con unos candados por todos los puentes de Europa, adaptada en las cimas de las montañas; o quizás los seguidores de una nueva religión han querido dejar sus exvotos allí”.

La imagen en cuestión muestra, de manera gráfica y simbólica a la vez, la superposición de elementos culturales y símbolos diversos, buena parte de ellos de contenido religioso, que a lo largo del siglo XX y todavía hoy han ido llenando las cimas de las montañas pirenaicas, y por extensión también buena parte de las cimas del resto de las cadenas montañosas del mundo. La imagen nos resume cómo el punto culminante de una montaña puede dejar de ser un mero accidente geográfico más o menos destacable en la morfología del paisaje para convertirse en un sujeto con una marcada significación cultural, en este caso en un gran templo devocional donde las diferentes sociedades y culturas que han hollado su cima han depositado sus ofrendas de esperanza y plenitud futuras.

Cruz en la cumbre del Canigó (2.784 m.). Agosto de 2012 - Enric Faura
Cruz en la cumbre del Canigó (2.784 m.). Agosto de 2012 – Enric Faura

El caso de la montaña del Canigó es paradigmático, ya que a lo largo de más de un siglo se ha convertido en una verdadera catedral a cielo abierto, en la montaña pura y sagrada por excelencia, al menos dentro del ámbito cultural y lingüístico catalán. El año 1886 el poeta Jacint Verdaguer publicó su poema Canigó, obra de carácter épico y romántico que celebra, siguiendo el esquema de algunas de las grandes sagas medievales europeas, el nacimiento de la nación catalana en medio de unos valles pirenaicos salvajes y primitivos. La obra configura un vasto manual de geografía, historia y mitología pirenaica. En un momento del poema, el caballero protagonista, en compañía de la reina de las hadas, seres mágicos que habitan las vertientes de la montaña, inicia un viaje onírico y maravilloso sobrevolando casi todos los valles y montañas de los Pirineos orientales y centrales, desde el Canigó hasta el Aneto y las Montañas Malditas (el “Neto, dios celtíbero”, tal como lo denomina el poeta recogiendo la terminología occitana). La descripción de este viaje representa toda una detallada cartografía mítica dibujada sobre una cartografía física que Verdaguer conocía bien. En los últimos cánticos del poema, una procesión formada por una representación de los miembros de la nueva sociedad que emergía de la oscuridad medieval (eremitas, santos, caballeros) asciende a la cima con una gran cruz a pesar de los obstáculos que, en forma de feroces tormentas, les oponen las hadas tratando de impedir la usurpación de sus palacios y del resto de lugares donde habitan todo tipo de seres vinculados a la naturaleza. La cruz consigue escalar y reinar en la cima (quien sabe si, ni que sea en un sentido metafórico, tal fue la primera cruz plantada en una gran cima pirenaica), mientras las hadas se retiran entonando unos tristes y desconsolados versos de despedida al ver como su mundo se desmorona para siempre.

Las hadas ceden ante el impulso civilizatorio de la nueva sociedad que surgía a finales del siglo XIX, una sociedad urbana guiada por los ideales del progreso y de la modernización. Esta nueva cosmología fue conviviendo, e incluso sustituyendo de manera paulatina, la visión del mundo anterior representada, entre otras figuras, por un universo de hadas, gigantes, espíritus creadores y dioses somnolientos bajo las nieves perpetuas. Se iniciaba así una nueva etapa en la larga historia de la conquista de la montaña, una conquista que tenía que expulsar a los dioses antiguos para entronizar al nuevo sujeto que estaba emergiendo: un sujeto adorador de sí mismo y de la ciencia, ávido de nuevas experiencias y conocimientos, capaz de llegar por sus propios medios, sin ningún tipo de mediación divina, lo más alto posible. A mi parecer, el proceso histórico de sacralización de la montaña emprendió en aquel momento un nuevo y definitivo impulso; todo estaba preparado para el posterior (es decir, actual) desembarque masivo en la montaña de una sociedad a la busca de nuevas experiencias de orden sensorial y espiritual.

Grandes hitos o túmulos de piedra la cima del Tuc de Maubèrme (2.880 m.), en la forntera entre el Val d’Aran i el Ariège francés - Quim Manyós - Agosto de 2013.
Grandes hitos o túmulos de piedra la cima del Tuc de Maubèrme (2.880 m.), en la forntera entre el Val d’Aran i el Ariège francés – Quim Manyós – Agosto de 2013.

Czes?aw Milosz (1911-2004), escritor polaco de origen lituano, en su novela El valle del Issa, una encantadora novela que a principios del siglo XX nos muestra el descubrimiento del mundo por parte de un niño en una remota zona rural del norte de Europa, y que revela como todo un sistema de creencias locales, creencias estrechamente vinculadas con un medio natural circundante y cercano, cede al avance imparable de la nueva civilización del progreso y la historia (y de la guerra), cesión por la cual el símbolo de la nueva cultura se imponía sin ningún tipo de reserva al devenir de las deidades locales. Así se expresa Milosz:

“Ginie es sobre todo una montaña cubierta de robles. Que en la cima se haya construido una iglesia de madera escode una malevolencia hacia la antigua religión, o quizás la intención de pasar de una a la otra sin sacudidas ni sobresaltos: en tal lugar practicaban sus ritos los adoradores del dios del rayo”.

Pues bien, el paso sin sobresaltos de la adoración del dios del rayo a una pequeña iglesia de madera, y de esta a la triunfal irrupción de montañeros, alpinistas decididos y corredores preparados para el sufrimiento delante el reto de la montaña, como quien se aventura en un viaje de iniciación, corresponde al paso por diferentes estadios, con más o menos sacudidas y sobresaltos, de un sentimiento de tipo religioso que tiene su escenario, su espacio sagrado, en el mundo mineral, desolado y alejado de la alta montaña. Se puede entender el conjunto de estas diversas manifestaciones como parte de un proceso histórico de enaltecimiento e incluso de divinización de la alta montaña, proceso que refleja el hecho que a todo sistema de creencias le corresponde su dimensión física y material: en este caso, la montaña como santuario y como lugar de peregrinaje y entrega. Un ejemplo de este fenómeno bien podría ser los numerosos santuarios de devoción que existen por todos los Pirineos, desde las sencillas capillas que se encuentran por los caminos hasta los grandes centros de devoción mariana con sus peregrinaciones anuales. Acostumbran a ser advocaciones de lugar, toponímicas, asociadas en algunos casos al relieve y sus elementos naturales –entre otros, por ejemplo, las vírgenes de las nieves- y, al igual que Ginie, el pueblo donde Milosz sitúa la acción de la novela, arraigadas a espacios y culturas concretas.

Cruces en el collado de Noucreus, y el santuario de la Virgen de Núria (Pirineos orientales) al fondo. Circa 1920. Archivo Fotográfico del Centro Excursionista de Catalunya.
Cruces en el collado de Noucreus, y el santuario de la Virgen de Núria (Pirineos orientales) al fondo. Circa 1920. Archivo Fotográfico del Centro Excursionista de Catalunya.

A lo largo de todo el siglo pasado, la montaña se fue llenando de todo un conjunto de cultura material conductora de una fuerte carga simbólica, identitaria, moral y religiosa. Buena parte de las montañas pirenaicas que han destacado ya sea por su belleza, por su altitud o por motivos de tipo social (popularidad, acontecimientos históricos y/o legendarios, etc.) han acogido diversos elementos, en muchos casos superpuestos, de signo religioso: desde simples hitos a grandes túmulos de piedras, altivas cruces, estelas, oratorios, vírgenes, estatuillas, altares, ofrendas, pesebres y otros símbolos en una mezcla de devoción y creencias diversas, identidad y, sobre todo, de admiración ante el espectáculo grandioso de la alta montaña, el cual no podía ser sino obra de una potencia elevada y eminente. Los hitos y los túmulos probablemente tengan un doble sentido de señalización y orientación: indicar un punto geográfico concreto e indicar el punto que ha sido posible alcanzar, en este caso la cumbre solitaria de una montaña, como un testimonio de humanización que desafía las marcas intangibles de los dioses del pasado que la habitan, o que la habitaron hasta la llegada de la modernidad. Es este un proceso que se inició con el auge de la cultura excursionista de finales del siglo XIX y principios del XX, cultura que se ha desarrollado y consolidado a lo largo de las últimas décadas y que actualmente vive su máximo esplendor posible. El surgimiento a lo largo del siglo XX de una tendencia de orden deportivo ha convivido con tal visión romántica de la montaña, la que cristalizó en las corrientes regeneracionistas de signo político, científico, artístico y cultural que tuvieron su punto álgido en segunda mitad del siglo XIX y principios del XX, y implicaron el advenimiento, en Cataluña pero también en otros territorios, una nueva vocación política guiada por la voluntad de rescatar del olvido de la historia la identidad de cada pueblo. Los Pirineos aparecieron entonces como una magnífica cuna natural que tenía que guardar los secretos de tal supuesta grandeza histórica arraigada en las antiguas culturas clásicas del mediterráneo o en remotas civilizaciones atlánticas desaparecidas. El excursionismo romántico ha dejado paso a las cada vez más amplias y diversas modalidades del excursionismo deportivo, en un contexto, ya en pleno siglo XX, de profunda transformación social de la sociedad pirenaica y de la irrupción de algunas de las tendencias sociales que actualmente ya están plenamente asentadas: el turismo masivo, el consumo de naturaleza y ruralidad, el disfrute del tiempo de ocio y el cuidado del cuerpo y de todo aquello asociado a la salud física y el bienestar personal. Al fin y al cabo, la alta montaña no deja de ser un espacio donde se reflejan las mentalidades de cada momento.

Cruz que corona la cima del Encantat Petit, de 2.738 m., una preciosa montaña, actualmente dentro del Parque Nacional de Aiguestortes i Sant Maurici, y que en sus paredes afiladas están escritas algunas de las páginas más apasionantes de la historia del excursionismo y la escalada pirenaicas. Julio de 2015 - Rafael Folch
Cruz que corona la cima del Encantat Petit, de 2.738 m., una preciosa montaña, actualmente dentro del Parque Nacional de Aiguestortes i Sant Maurici, y que en sus paredes afiladas están escritas algunas de las páginas más apasionantes de la historia del excursionismo y la escalada pirenaicas. Julio de 2015 – Rafel Folch

Hoy, finalmente, un conjunto cada vez más numeroso de aplicados seguidores de una nueva religión avanzan en procesión para depositar sus exvotos en las cimas de la montañas, invocando su protección en un proceso de superación personal y colectiva que se renueva y se pone a prueba a cada nueva ascensión A las cruces y la simbología diversa de carácter religioso, pues, se ha añadido progresivamente un amplio abanico de restos de cultura material formada por exvotos personales, banderas, señales, hitos, etc…. Las cruces y las plegarias conviven con cuerdas, placas, rutas, equipamientos de vías de ascensión y escalada, hierros, cables, señales y pinturas de recorridos de alta montaña, con los relatos épicos y dramáticos de todo tipo de gestas y tentativas que impregnan la producción literaria de los socios de las numerosas y dinámicas asociaciones de montaña. Tales retos son también testimonio de unos valores y de una épica que comparte, desde una vertiente laica si se quiere, un fuerte componente religioso y de consagración de y en las alturas. No en balde la montaña simboliza la elevación espiritual, el punto de contacto más próximo entre todo lo conocido y el abismo, y por tal motivo quien alcanza su cima retorna rejuvenecido, héroe, iluminado, trascendiendo la condición humana, cual Moisés bajando de la cumbre del Sinaí con las tablas de la ley.

Todo un ejército devoto que en su peregrinaje va a la búsqueda de aventuras, de épica, de autenticidad, de desconexión de las obligaciones mundanas, al encuentro de la autosuperación, del autoconocimento, de la puesta a prueba la propia voluntad, y a la búsqueda de la palabra mágica que dota de sentido todo esfuerzo: el límite. “Conocer o bien encontrar el límite” es una de las motivaciones, sino la principal, que empuja casi de forma irracional todo practicante de los deportes de montaña, especialmente aquellos que conllevan una experiencia física y psicológica más extrema. El filósofo catalán Eugenio Trías, fallecido el año 2013, orientó buena parte de su producción filosófica alrededor de la idea del “ser del límite”, concepto que situó en el centro de su reflexión sobre el fenómeno religioso. Tal “ser del límite” no es otro que el sujeto confrontado a la frontera con la que se encuentra estructuralmente ligado, una frontera que lo une, a la vez lo separa, de lo que palpita más allá de ella: una orla de misterio que envuelve al sujeto, el hábitat de lo sagrado. Del contacto con el límite surge el encuentro místico con lo sagrado, que sería la esencia de la experiencia religiosa. El límite es, entonces, una cita puntual, el momento de tensión que precede el encuentro con la persona amada, un lugar de confluencia con lo sagrado, o bien con todo aquel acervo confuso de deseos y emociones que hoy denominamos espiritualidad.

 Alpinistas celebrando el éxito de una ascensión invernal en la cumbre de Peña Telera (2.765 m. Alto Gállego, Huesca). Marzo de 2011 - Rafael Folch

Alpinistas celebrando el éxito de una ascensión invernal en la cumbre de Peña Telera (2.765 m. Alto Gállego, Huesca). Marzo de 2011 – Rafel Folch

Pues bien, ¿será la búsqueda de tal encuentro el que se define actualmente en la experiencia de la alta montaña? Si uno lee con atención algunas de las obras y escritos que han generado lo que podemos llamar como género literario de montaña, llegará probablemente a la posible conclusión que efectivamente, que el “límite” es un tipo de divinización del propio sujeto moderno y del misterio en que vive, una modalidad de experiencia religiosa sin la más mínima intervención de ninguna iglesia establecida. En tal producción literaria conceptos como la realización, la pasión, la superación, la búsqueda de sentido, la elevación, el éxtasis, la pureza… aparecen como el propósito imborrable que se descubre al enfrentarse a la montaña, y se convierten en la guía de todo montañero que se considere auténtico, como en el fondo lo son a su vez de todo fiel seguidor de una determinada religión. Tales relatos recuerdan, o evocan, los escritos de algunas de las principales figuras de las tradiciones místicas y extáticas de las grandes religiones monoteístas (sufí, cristiana y judía). Pero es evidente que hoy la búsqueda de algún tipo de solidez religiosa y de contacto con la trascendencia no se rige por una estricta observancia confesional. Subir y clavar una cruz en la cima de una montaña probablemente no habrá sido siempre ni en todos los casos un ejemplo de observancia de las directrices de una religión concreta, pero tampoco se puede descartar que no se trate de un gesto claramente enmarcado en una matriz religiosa. Quizás aquel que en estos momentos está arriesgando su vida ascendiendo una montaña no se defina así mismo como creyente, pero es muy posible que sus esfuerzos estén empapados de una intencionalidad de proximidad con la trascendencia y por la persecución, a veces desesperada, de una espiritualidad que se identifica más cerca de las alturas que a ras de tierra de nuestra vida cotidiana. Una espiritualidad laica que tiene mucho que ver con la liberación personal. Una espiritualidad que conecta con el proceso actual de individualización de las creencias personales y con la pérdida progresiva por parte de los credos y las tradiciones religiosas de su capacidad de estructurar y organizar la sociedad. Asimismo, la montaña ha pasado de ser la residencia –seguramente la principal- de las antiguas fuerzas divinas a ser venerada en ella misma como un altar colosal donde esparcir hoy nuestras oraciones. Las diversas maneras como los seres humanos nos hemos aproximado, primero con temor, con veneración después, más adelante con ánimo de dominio y hoy con una mezcla a gusto del consumidor, no son sino expresiones históricas de un mismo hecho: la divinización de la montaña.

Restos de material de escalada en la alta montaña. Marzo de 2010. Autor: Rafael Folch.
Restos de material de escalada en la alta montaña. Marzo de 2010. Autor: Rafael Folch.

Asimismo, las cumbres de las montañas van acogiendo con el tiempo nuevos elementos sociales y culturales mientras que otros van desapareciendo. Las páginas de las revistas y los boletines digitales de las entidades y federaciones excursionistas recogen periódicamente el debate sobre el mantenimiento o no de símbolos en las montañas; los favorables alegan que esta práctica se inserta en una larga y fecunda tradición cultural que, conteniéndola, hay que respetar; los contrarios apelan en cambio al respeto de la pureza diáfana de las montañas y en el establecimiento de un tipo de relación con ellas que no esté mediatizada por imagen ni símbolo de ningún tipo.

Hierros, cuerdas, anclajes… salpican todas la vertientes de nuestras montañas y nos muestran el camino que nos eleva hasta el cielo. Diciembre de 2011. Autor: Rafael Folch.
Hierros, cuerdas, anclajes… salpican todas la vertientes de nuestras montañas y nos muestran el camino que nos eleva hasta el cielo. Diciembre de 2011. Autor: Rafael Folch.

El debate sigue abierto. Basta con revisar, entre otras, la reciente y polémica campaña surgida el año 2014 por parte de diversos grupos católicos bautizada con el nombre de Objetivo 1300. La iniciativa consistía en colocar un total de 1.300 símbolos religiosos en las montañas de toda España. Dentro de tal proyecto se llevaron a cabo algunas instalaciones de cruces grandes en algunas de las cimas de la Sierra de Guadarrama (Sistema Central), lo cual llevó al inicio de una ardiente polémica entre la comunidad de montañeros y las asociaciones ultracatólicas promotoras de esta iniciativa. Internet se mostró como el lugar donde se reflejó y prendió fuerza la disputa: enlace 1enlace 2enlace 3.

objetivo1300

El debate sigue abierto, pero la montaña sigue ahí, divinizada o bien pisoteada y maltratada. Todo, o casi todo, ha sido en un momento u otro de la historia divinizado y revestido de sacralidad, pero también, por este mismo motivo, todo o casi todo, la montaña también, habrá sido en un momento u otro profanado o desacralizado.

Rafel Folch Monclús. Barcelona.
Colaboración. El Inconformista Digital.

Incorporación – Redacción. Barcelona, 22 Diciembre 2015.