Del progreso y otras ilusiones – por David Cañedo

Freeway, Los Angeles, 2009 - Myriam Thyes - Wikimedia Commons

Mi papá cuenta una anécdota de cuando era joven, a principios de los cincuentas. Se fue de expedición con varios amigos de la universidad a la costa de Jalisco. En aquel entonces las carreteras eran muy precarias y de Puerto Vallarta hacia el sur solo había terracerías que a veces desaparecían y volvían a aparecer. Finalmente llegaron al poblado de Tomatlán, donde la gente se quedó asombrada de ver un automóvil por primera vez en el pueblo. Tomatlán se encuentra a varios kilómetros de la costa, y contrataron a un guía para que les fuera abriendo brecha por la selva. Todo eso era selva tropical. En algún momento se sentaron a descansar en un tronco tirado en un claro y después de unos minutos el guía, que se había adelantado a abrir camino, al verlos se puso pálido y les pidió que se levantaran uno por uno sin hacer movimientos bruscos y que se acercaran a donde él estaba. Ellos no sabían de lo que se trataba pero así lo hicieron, y cuando el último de ellos se levantó el tronco donde estaban sentados empezó a moverse y se fue para algún lado. Resulta que no era un tronco, era una boa inmensa de más de 10 metros de largo que estaba dormida y que finalmente despertó.

Asfixiados de progreso

Hace 20 años yo fui a Tomatlán, y ahora hay una carretera magnífica, la panamericana, que atraviesa el país de extremo a extremo. La selva hace mucho tiempo que desapareció, y esas boas ya se extinguieron. Tomatlán ahora es un pueblo de buen tamaño que cuenta con todos los servicios. Ha crecido en población y ha progresado.

En vida de mi padre la población del planeta se ha más que triplicado, de dos mil millones a siete mil doscientos. En 1921, cuando terminó la revolución, la población de México era 13 millones; ahora le estamos pegando a los 120. Se ha multiplicado por nueve en menos de 100 años, y cada año aumenta en más de un millón de personas. Todos ellos necesitan toda clase de bienes y servicios; necesitan casa, comida y vestido, necesitan escuelas, hospitales y medios de transporte. Fuentes de trabajo, centros deportivos, eventos culturales y entretenimiento. Necesitan carreteras y automóviles, refrigeradores y televisiones, celulares y computadoras. Necesitan también mucha energía: electricidad y gasolina, para poder mantener nuestros estilos de vida. Necesitan de todo eso que llamamos progreso.

En vida de mi padre también ha desaparecido el 80% de la selva tropical húmeda y el 94% de los bosques tropicales caducifolios, así como el 50% de los bosques de niebla o mesófilos de montaña. Cada año se pierden alrededor de medio millón de hectáreas de bosques y selvas en el país, llevando a la extinción a cantidad de especies.

Alguien podría decir que ese es el inevitable precio del progreso. ¿Ciertamente no seremos tan ingenuos para creer que la suerte de unas tristes boas pueda detener el glorioso avance del progreso y el bienestar humano?

Pues sí, pero aquí la pregunta que hay que hacerse es: ¿hasta dónde creemos que podemos mantenerlo? En algún futuro, cuando este proceso de deterioro ambiental haya llegado a su conclusión lógica y se pueda ver en perspectiva, quizás el epitafio de nuestra civilización sea: “Murieron asfixiados de tanto progreso”.

El dominio de las máquinas

A medida que nos fuimos urbanizando, modernizando y tecnificando, la brecha entre el mundo que nos creamos y el mundo natural se fue haciendo cada vez más grande hasta que llegó un momento en que lo relegamos a un tercer plano cuya única función es como fuente inagotable de recursos, y simplemente nos olvidamos que existía.

Nada simboliza mejor el dominio que creemos tener sobre el mundo natural que el invento emblemático del siglo 20 y de nuestra civilización industrial, que es el automóvil. Con el automóvil realmente nos hicimos dueños del planeta; de repente las distancias desaparecieron. Lo que antes nos llevaba días, semanas o meses atravesar a pie, a caballo, en carreta o incluso en ferrocarril, ahora era cuestión de unas cuantas horas. ¡Ah, la movilidad que nos da el automóvil! Mientras las líneas férreas solo conectaban las ciudades más importantes, con el automóvil ahora podíamos ir a cualquier lado. Y construimos millones de kilómetros de carreteras en todo el mundo para llegar a los rincones más recónditos del planeta, y de repente todo mundo quiso tener su propio automóvil.

Peugeot en Francia fue el primer fabricante de automóviles en serie de todo el mundo, y construyó 5 coches en 1891 y 29 en 1892. Para 1900 Benz en Alemania ya producía 2.500 vehículos anuales. Y de ahí pa’l real. Para 1915 Henry Ford ya tenía una producción de dos millones de unidades al año, y un vehículo salía de su cadena de montaje cada 10 segundos. El embrujo del automóvil es que cualquiera podía tener uno, y sentirse el amo de la carretera, y por ende, el dueño del mundo. El avión en cambio, a pesar de sostenerse en el aire y ser mucho más rápido, no era accesible a cualquiera.

Con el automóvil el mundo natural se terminó de convertir en un telón de fondo que vemos pasar por la ventanilla y que cambia constantemente, y del que estamos completamente desconectados.

Sí, con el automóvil nos hicimos dueños del planeta. Y el automóvil se hizo dueño de nosotros. Todas nuestras actividades empezaron a girar alrededor del automóvil. Le sacrificamos el planeta entero. Con el automóvil el petróleo por fin encontró su razón de ser y la economía mundial se hizo completamente dependiente del petróleo.

Y todo mundo empezó a tener todos los automóviles que pudo, y así llegamos a los mil millones de vehículos que hay en circulación actualmente, y aumentando más de 25 millones de unidades cada año. Es la mayor industria de fabricación del mundo y es insaciable en su demanda de recursos. El impacto que ha tenido en el medio ambiente y en nuestros estilos de vida es inconmensurable. Pero el precio que hemos tenido que pagar también ha sido demasiado alto.

Cada 25 segundos en promedio una persona en el mundo muere en un accidente de tránsito; 1,240,000 al año (estadística del año 2010), siendo la principal causa de muerte entre los jóvenes en todo el mundo. Cientos de miles más mueren por cáncer y problemas respiratorios asociados a las emisiones de carbono, que también son un factor significativo en el cambio climático que ya está sucediendo. Y también están las enfermedades relacionadas con la falta de actividad física que el uso del automóvil ha provocado. Hace 100 años una persona caminaba en promedio de 3 a 5 kilómetros diarios; ahora no son más de 300 o 400 metros. El automóvil nos ha hecho flojos y comodinos.

La simple verdad es que nos hemos vuelto completamente dependientes del automóvil. La dependencia sicológica es extrema. Conozco gente en el pueblo donde vivo que es incapaz de caminar dos cuadras de su casa al trabajo, tienen que irse en automóvil. ¿Qué hará nuestra sociedad cuando el petróleo empiece a escasear y el uso del automóvil se vuelva prohibitivo?

Terminator se quedó muy corto. Éste es el verdadero dominio de las máquinas, y no es ciencia ficción.

La última palabra

Sí, en algún momento se nos olvidó que hay un mundo natural allá afuera y que ¡oh, sorpresa! dependemos por completo de él. Nuestra sociedad tecnológica vino a completar ese proceso por el que nos fuimos desasociando progresivamente de ese mundo que nos rodea y lo empezamos a ver como algo ajeno a nosotros, como un telón de fondo que está ahí, separado de nuestra realidad. Sí, sí nos damos cuenta si hace sol o si está lloviendo, o si hace frío o calor, de eso sí nos damos cuenta, pero hasta ahí. A lo largo del camino se desvaneció el concepto de que formamos parte de un entorno.

Es impresionante el hechizo que la tecnología ejerce sobre el imaginario colectivo. Estamos absortos con nuestros aparatitos, pegados a nuestras pantallas. Laptops y celulares, tablets y televisiones, son la realidad que los jóvenes conocen, la única que han conocido. Yo lo veo con mis alumnos de bachillerato, que parece que ya no pueden vivir sin su celular. Lo sacan compulsivamente cada vez que se fastidian en clase. Mi sobrino de 16 años se queda despierto hasta las tres de la mañana jugando con su celular. Me ha tocado estar en la playa en algún viaje de fin de cursos al que me llegaron a invitar, y había chavos que no soltaron su celular un solo instante y se la pasaron mandando mensajes. Quizás seré yo anticuado, o a lo mejor esa es la nueva normal, pero a mí me parecía que la playa era para disfrutarla. Pero en lugar de disfrutar el agua, la arena y el sol y de ponerse a jugar con sus compañeros ni siquiera ahí en la playa pudieron escapar del hechizo de sus aparatos.

Que hubiera dado Goebbels por tener una herramienta como facebook para mantener enajenada a la gente. El enajene es total y así somos felices. Esa es la nueva manera de relacionarnos, no es así, y tenemos cientos de amigos en línea con los que intercambiamos la información más banal e intrascendente.

Ésta es una situación nueva en la historia de la humanidad. Esa matrix virtual en la que vivimos actualmente es un desarrollo muy reciente en el devenir de nuestra especie. En las sociedades agrícolas era muy distinta la percepción que se tenía del mundo natural: la gente sabía que dependían por completo de una buena o mala cosecha y que había límites que les marcaba el entorno. Eso empezó a cambiar a partir de la llamada revolución industrial con la creciente urbanización y el desarrollo de nuevas tecnologías basadas en combustibles fósiles y llega a su fase final en los últimos 20 o 30 años.

En esta burbuja tecnológica en la que vivimos actualmente la realidad de repente como que quiere irrumpir y tenemos la sospecha de que quizás todo no esté funcionando muy bien; por aquí y por allá hay señales preocupantes de que quizás nuestra situación es más precaria de lo que queremos reconocer, aunque insistimos en no verlas y vamos a mantener la ilusión todo el tiempo que podamos hasta que la naturaleza nos recuerde que siempre ha estado ahí y que si se ha roto un equilibrio con el mundo natural la naturaleza se encargará de nuevo de encontrarlo.

En el momento en el que la tecnología falle como inevitablemente tiene que fallar de repente nos vamos a dar cuenta que no sabemos hacer nada y que se nos olvidó como vivir en el mundo y que vamos a tener que aprender de nuevo a hacerlo dentro de los límites que nos marca el planeta tierra. Esto siempre fue difícil para la humanidad y lo será mucho más en un contexto de grave deterioro ambiental y con una población que se ha duplicado en los últimos 40 años y que sigue aumentando 90 millones de personas cada año. En ese proceso en el que a la naturaleza la relegamos a un segundo plano y hemos creído dominarla por completo a lo mejor resulta que no se dejó dominar tan fácilmente y que a fin de cuentas es la naturaleza la que tiene la última palabra.

David Cañedo Escárcega. Tenango de Doria. Hidalgo. México.
Colaborador, El Inconformista Digital.

Incorporación – Redacción. Barcelona, 12 Diciembre 2015.