Educación y universidad son dos términos peligrosos. Peligrosos porque solemos entender que el uno conlleva el otro y viceversa, peligrosos por las connotaciones que tienen y porque, en algunos casos, se llegan a tener por sinónimos. Como en cualquier asunto, todo depende de qué entendamos por los términos. Si por educación entendemos ir a un salón de clases a memorizar información para luego obtener un trozo de papel llamado título, y a la universidad el lugar en donde está ese salón, entonces sí son intercambiables. Pero si por educación entendemos algo más como el conjunto de enseñanzas que permiten a un individuo pensar de forma independiente para resolver problemas y vivir un poco mejor, y a la universidad un lugar donde de manera formal se transmite conocimiento de una generación a otra en áreas especializadas, entonces no son sinónimos y no habría por qué pensar en ellos como complementarios, o como partes de una misma cosa.
Educación y universidad no son sinónimos. Fue Umar Farouk Abdulmutallab, ingeniero de la University College London el que intentó explotar un vuelo a Detroit en 2009, Khalid Sheikh Mohammed, ingeniero de la Universidad Estatal Técnica y de Agricultura de Carolina del Norte, el que planeó el ataque a las torres gemelas, y Carlos Salinas de Gortari, egresado de Harvard, uno de los presidentes más corruptos y nepotistas que este país haya visto. Claro, en la universidad también se descubrió la estructura del ADN: dos caras de una moneda.
La historia da mucha luz. Francisco Larroyo explica que la universidad nace como un conjunto de profesores y discípulos que se unen para aprender e investigar sobre ciertos temas, pero nacen al servicio de la iglesia. Las universidades se distinguen por su prestigio, y ese no lo da sino la autoridad que las reconoce y les confiere poder. Así, Larroyo explica también que este reconocimiento lo daba el papa o el emperador, a quiénes las universidades se debían. En sus áreas de estudio también se refleja: teología, derecho, medicina y filosofía. La universidad nace así como un centro que da credenciales que son pases de acceso a la élite, y las máximas autoridades (el papa y el emperador), se dedican a administrarlas. La universidad no nace libre. Cobra importancia a nivel mundial cuando llega la revolución industrial y se vuelve necesario un lugar dónde adiestrar a miles de potenciales trabajadores en el uso de las máquinas. De ahí el énfasis en las ciencias exactas y el tonto desprecio por las artes. El título universitario le garantiza desde entonces al empleador que el poseedor tiene ciertos conocimientos, lo que no significa que sea mejor que otros ni mucho menos que quién no ostente el título no los tiene.
La universidad ha cobrado mucha fuerza y ha intentado comerse a toda la competencia educativa, para consagrarse como la única institución proveedora de educación en la sociedad. Hay que tener cuidado con creer eso. Es importante recordar que la educación formal nació en las academias, y que como bien dice Gabriel Zaid, la universidad no es académica, aunque haya adoptado el adjetivo para prestigiarse. La academia es un grupo de personas que se reúnen para dialogar, no un salón donde 30 jóvenes se sientan a escuchar a un profesor omnipotente. Academias eran las de Sócrates y Platón, que propiciaban el diálogo, de donde surge el conocimiento. Es a esos profesores a los que alude Georges Gusdorf, el que se pone al nivel de su discípulo y no le dice lo que debe saber, sino que lo coloca en el camino para que él descubra el resultado. Algo más parecido a un psicólogo que hace las preguntas correctas para que el paciente llegue a las respuestas correctas, que a un jefe que da órdenes y dicta lo que se hará.
Pero hoy abundan los que creen que educar es repetir de memoria un programa de estudios y luego evaluar qué tan bien los alumnos lo repiten. Es el caso de los sistemas de educación asiáticos, que como dice Richard Levín, están basados en la memorización. Sí, es cierto que saber todos los teoremas matemáticos y leyes físicas hará del estudiante una persona con mucho conocimiento, pero será un inútil si no sabe pensar. No podrá resolver ningún problema nuevo y no sabrá qué hacer en situaciones en las que tenga que decidir sin tener un plan. ¿Cómo podrá decidir entre lo justo y lo injusto? ¿Cómo podrá obrar bien cuando alguien le aconseja lo contrario si nunca aprendió a asumir y defender una postura? La deificación de las ciencias exactas ha hecho pensar que el progreso depende solo de ellas, pero sin ser pesimista, un mundo que se olvide del hombre como ser pensante llegará en algún momento a ser un mundo distópico como el de 1984 o Un mundo feliz. La universidad en Utopía, dice Robert Hutchins, debe “formar ciudadanos responsables […] hombres que, aunque sean especialistas, continúen siendo hombres y ciudadanos y sean idealmente capaces de pasar de una especialidad a otra, según lo recomienden sus intereses y las necesidades de la comunidad”. Personas que entiendan los fundamentos de muchas áreas, preferibles a quiénes por su alta especialización, tienen miradas obtusas y son incapaces de reconocer que el mundo no está dividido en áreas, que todo es parte de un mismo intento: comprender y mejorar el mundo. “Lo que necesitamos son instituciones especializadas y hombres no especializados”, dice Hutchins.
Por tanto, la universidad debe educar, reconociendo que no es el único lugar dónde este proceso ocurre y que no es el mejor para todos (como ejemplo Da Vinci, Eric Hoffer, Steve Jobs). Debe volverse una “conciencia crítica de la sociedad”, como diría Carlos de la Isla, un lugar donde las ideas sean bien recibidas y el cuestionamiento del mundo y sus problemas, incluyendo la propia universidad, los profesores y lo que se aprende, sea la base de toda actividad. Entonces sí, como escribió Jacques Delors en el informe a la UNESCO sobre la educación para el siglo XXI, se debe garantizar la educación básica para todos, una que enseñe a pensar, no a repetir. Una educación que también enseñe a encontrar un punto de equilibrio entre la teoría y la práctica, porque como afirma Robert Lapiner, no es una buena idea tener jóvenes expertos en teoría y carentes de conocimiento práctico, pero no se debe caer en el error que apunta Lavín y Juan Antonio Valor Yébenes, de pensar que la investigación de ciencia básica es despreciable y solo importan las aplicaciones y lo que pide la industria.
Por último, es importante que la universidad, si es que va a educar, deje atrás el pesimismo que la inunda desde hace mucho tiempo. Ser “conciencia crítica de la sociedad” no significa solo señalar los problemas, para eso no se necesita una institución, pues cualquiera puede hacerlo; significa reconocer lo que se hace bien y buscar la forma de mejorar, primero lo que no está tan bien, y luego perfeccionar lo que ya funcionaba. Porque dedicarse a denunciar anega al individuo en un pesimismo que termina casi siempre en fatalismo y se convierte en un ciclo que jamás contribuye a generar soluciones. Esto también implica entender que la constante del mundo es el cambio, que el progreso es cambio, y que eso no quiere decir que el pasado era mejor. La universidad debe convertirse en un templo de la educación, de las ideas, del libre pensamiento, que funcione como una cueva: un refugio para el aprendizaje y el conocimiento, que no es el único, y que quizá es temporal.
Carlos Noyola Contreras. Ciudad de México. México.
Redactor, El Inconformista Digital.
Incorporación – Redacción. Barcelona, 8 Septiembre 2015.