
La ciudad de Berlín estuvo en el punto de mira durante la incruenta contienda que estalló entre las dos potencias mundiales enemistadas, conocida como Guerra Fría. Nunca antes había estado tan cerca de materializarse el conflicto bélico y los berlineses vivieron días de angustia e incertidumbre. El corazón de Europa, de nuevo fue el foco de atención tras finalizar aquí la Segunda Guerra Mundial, que tuvo como epílogo la fijación de una línea fronteriza que mantenía a cada país vencedor en sus feudos tradicionales. La medida se tomó en la Conferencia de Yalta de 1945 y se ratificó después en Postdam, en agosto del mismo año y a partir de entonces, tanto mandatarios occidentales como socialistas, iniciaron maniobras diplomáticas para lograr la hegemonía en Europa y hacer que prevaleciera un modelo social, económico y político sobre otro, mientras ganaban simpatizantes.
Una de las causas principales que suscitó la controversia en Berlín, fue su ubicación, ya que estaba dentro de la RDA. La parte occidental, en poder de franceses, británicos y estadounidenses había quedado en una suerte de islote rodeado de un mar soviético. Este infortunio suscitó la amenaza constante por parte de la URSS de interceptar las comunicaciones con sus correligionarios, ya que ellos no estaban dispuestos a permitir que las fuerzas occidentales convulsionaran los resortes de su entramado administrativo. Por ello, en los años 60, el socialismo acogió un proyecto de reideologización, que consistía en insistir sobre el pueblo a que hiciera caso omiso al capitalismo, a que lo vieran como un sistema que generó prosperidad sobre la base del dominio colonial, la dependencia económica y la subordinación del individuo a las relaciones de mercado.
Entretanto, el edificio comunista sufría reformas para abrazar posiciones más propias de la socialdemocracia. Pero este programa cristalizó después del levantamiento del muro y la renuncia a todo vínculo con Occidente, como respuesta paliativa aplicada al éxodo masivo de trabajadores que se desplazaban a la RFA, en busca de mejores condiciones de vida. Kruschev, consciente de los acontecimientos, apeló a la contundencia, a la política intimidatoria, a obrar con tal rotundidad que dejara entrever su disposición a comenzar una guerra sin precedentes. Por el contrario, Occidente quiso ser prudente y agotó la vía diplomática, aunque sus provocaciones no pasaron desapercibidas.
Para muchos, la estrategia soviética estuvo encaminada a lograr un único objetivo: desembarazarse de los países occidentales y competir con ellos por la supremacía. Los que dieron pábulo a esta creencia, afirmaron que el muro estuvo en mente de Kruschev desde hace bastante más tiempo del que se piensa. El Politburó, ese organismo que elegía el Consejo de Seguridad de la URSS y podía determinar el rumbo de cualquier país afiliado al Pacto de Varsovia, eligió a Walter Ulbricht canciller de Alemania Oriental y la transferencia de poderes fue tal que él mismo tuvo potestad para declarar estado de emergencia, o rearmar sus tropas cuando lo estimase oportuno. La RDA se convirtió en un caballo de batalla utilizado para contener el empuje de sus compatriotas occidentales, más cuando éstos consolidaron el despegue económico. En julio de 1961, 50.000 personas emigraron a Berlín Occidental; entre el 1 y el 19 de agosto, fueron 15.000 y la víspera de la construcción del muro, la cifra se disparó a 4.000. El abanico de desplazados iba desde médicos, abogados y técnicos, hasta estudiantes y obreros especializados, pero lo más grave fue que, el socialismo, además de perder capital humano, perdía credibilidad.
¿Dónde residía la fuente de los problemas que provocaron la huida de la gente? Realmente, el descontento social vino tras la planificación que el Kremlin hizo de la economía germanoriental. El 80% de la industria era estatal y estaba sujeta a unas cuotas de producción que debían cumplir para mantener el progreso económico a ritmos de vértigo. De hecho, la RDA alcanzó en los años 50 el décimo lugar en el ranking de países con más producción industrial. Aún así, no era fácil llegar a las cifras preestablecidas. La cantidad de materia prima que exigía el funcionamiento de la industria era muy alta, y el sector agrícola intensificó sus rendimientos a costes demasiado elevados, lo cual provocó que muchos campesinos abandonaran las tierras. Por consiguiente, los trabajadores pidieron rebajar las cuotas y aumentar sus salarios. Además, la Administración Militar Soviética en Alemania, el SED, rechazó recibir ayudas del Plan Marshall, de manera que la recuperación tras la guerra se hizo cuesta arriba y más cuando un 40% de la población activa estuvo empleada en la industria. A finales de los años 60, Malenkov, sucesor de Kruschev en la presidencia de la URSS, cambió el rumbo y buscó mejorar el estado de bienestar con inversiones en industria ligera y de bienes de consumo, además de aprobar medidas para reactivar el comercio interior, pero los efectos de la fuerte reactivación industrial ya eran notorios por el desequilibrio territorial que ocasionó, pues las ayudas al desarrollo venían a proporción de los bienes de equipo, suministrados de manera selectiva. Uno de los ejemplos que podría incluirse en esta tendencia desestabilizadora fue la construcción de un oleoducto que arrancaba de los Urales. Las provincias que atravesaba el conducto, junto con las refinerías que se levantaban a su paso, hizo que mucha mano de obra se trasladara hasta dichas regiones, despoblando en cambio sus lugares de origen. A pesar de todas las intervenciones gubernamentales, la productividad cayó debido a los movimientos migratorios y distaba mucho de alcanzar las cifras de los años 50.
Mientras tanto, la RFA se adentró por entera en la dinámica consumista. Sus dirigentes capitanearon el fenómeno que ha pasado a la historia como «milagro alemán»: los desempleados descendieron a un número inferior a 100.000, el marco occidental incrementó su valor en un 4,7%, el número de importaciones ascendió, los impuestos de aduana se redujeron y la empresa automovilística Volkswagen, adquirió la titularidad privada en 1961. El canciller Conrad Adenauer, líder de Unión Democristiana y elegido por mayoría absoluta, lideró el despegue, ateniéndose a las instrucciones de EEUU, que había programado la recuperación de los países afectados por la guerra en el citado Plan Marshall. Washington contemplaba la posibilidad de estructurar sociedades democráticas para iniciar la recuperación, junto con la ayuda de un Fondo Monetario Internacional, en colaboración con la OECE, la Organización Europea de Cooperación Económica.
El recelo soviético frente a los ademanes que hacía Occidente de establecer sus ideales y marcar las pautas de desarrollo en todo el mundo, no tardó en llegar, pues tomaron estos sucesos como insultos a sus creencias más firmes. Quien contemplara el ambiente de progreso en las ciudades, podía caer en la ilusión de creer que había un lugar en que estaba emergiendo un paraíso, donde la gente practicaba ocio sin freno y compraba compulsivamente en los centros comerciales. Además, el Plan Marshall tenía visos de ser una estratagema de EEUU para afianzar su presencia en el continente europeo, pues ellos sabían que si estos países eran incapaces de crecer, caerían en bancarrota, serían insolventes y las deudas contraídas con ellos mismos no se saldarían. Las palabras que pronunció el propio Jefe del Estado Mayor del Ejército, George Marshall, tenían doble lectura: «se ha hecho obvio durante los últimos meses que esta destrucción visible era probablemente menos importante que la dislocación de todo el tejido de la economía europea» y remarcando las diferencias con el enemigo, dijo «nuestra política no está dirigida contra algún país o doctrina, sino contra el hambre, la pobreza, la desesperación y el caos». El círculo de Walter Ulbricht, presidente de la RDA, empezó a preocuparse por la propaganda occidental, hasta que ellos tendieron puentes con los estadistas del Kremlin y optaron por el hermetismo. La reforma monetaria, avalada solo por signatarios occidentales, y la creación de la OTAN, en un intento por garantizar la seguridad armamentística, no hizo más que disuadir a la URSS de firmar acuerdos, y respondió reforzando la cohesión interna en el Pacto de Varsovia, a través del cual los países satélites de Rusia no serían países ocupados militarmente, sino estados asociados a una congregación trasnacional.
El muro consiguió neutralizar el empuje occidental. El giro que daba la RFA hacia aquel desarrollo vertiginoso, suponía un ejemplo nocivo, que los habitantes del socialismo observaban con asombro. A tenor de las circunstancias, las autoridades soviéticas valoraron las provocaciones y convocaron una comisión para retener al enemigo dentro de sus confines. Además, había sospechas de que la propaganda occidental difundía falsedades sobre la política de Alemania Oriental.
El 13 de agosto de 1961, los berlineses se levantaron con el ruido de los picos restallando en el asfalto. Las barricadas que se levantaron, ya impidieron a algunos ver lo que había al otro lado de la frontera, las ventanas de estas casas aledañas fueron tapiadas y pronto la policía de Alemania Oriental tomó posiciones cerca de la puerta de Brandeburgo. La barrera de hormigón medía 47 kilómetros de largo, 4 metros de alto y bloqueó 77 cruces de calles. Su seguridad se reforzó con bobinas de alambrada, torres de vigilancia, minas subterráneas y demás artilugios que se fueron añadiendo al son de las amenazas occidentales y los casos de fuga, que no fueron pocos. Dos millones de personas acabaron aisladas dentro del perímetro mural.
El miedo se adueñó de todos los implicados. Ciudadanos de Berlín y diplomáticos, nacionales e internacionales, que mantenían relaciones con ellos, dieron la voz de alarma y miles de soldados alemanes se replegaron, con apoyo de las tropas estadounidenses, para franquear el muro y detener las obras. Pero, en el último suspiro, Kennedy ordenó la retirada y permitió que ese muro se construyera. Por encima de la guerra, el presidente norteamericano quiso mantener la integridad de sus aliados, mientras infundía ánimos y esperanza. Siguió oponiéndose, pero sin mover un soldado para atacar. Es más, él sacó partido de la circunstancia porque esto, de forma itinerante, atenuaría la bravura de la URSS en la crisis que se estaba desatando en todo el globo como efecto de la Guerra Fría. Después de todo, el nivel de exportaciones, que llegó a ser alto gracias al “puente aéreo”, que abasteció a la población berlinesa, con un promedio de 200.000 vuelos anuales, tras la suspensión del flujo de mercancías por autopistas y ferrocarriles que hicieron las autoridades soviéticas en 1948 – 49, no sufriría alteraciones.
Sin embargo, aplacar la escalada militar parecía imposible y por ello mandó reforzar la frontera, con objeto de neutralizar posibles ofensivas militares. 1.500 soldados estadounidenses partieron a Berlín, hasta sumar un total de 4.000 con la guarnición que ya estaba allí posicionada. Adenauer movilizó 375.000 hombres, aumentó el servicio militar a 18 meses, y construyó en tiempo record ocho destructores de 6.000 toneladas cada uno. Su programa armamentístico también incluyó la colaboración en el desarrollo de una fuerza de proyectiles teledirigidos basados en el cohete británico «Blue Streck». Las recomendaciones de Adenauer fueron actuar con serenidad y firmeza, porque otra cosa no haría más que agravar la tesitura. Por espacio de unas semanas, dio la sensación de que la paz pendía de un hilo y el pueblo alemán estaba atemorizado, pues había impresiones de que la URSS quería barrer ese enclave que era Berlín Occidental. La ONU consideró que la policía soviética estaba violando los derechos humanos que quedaron reflejados en la carta de 1948, en París, pero los acuerdos no llegaban. Cuando la situación se calmó, los 10.000 gendarmes venidos de las policías fronterizas de la RDA, apuntaban ya no al lado occidental, sino a sus propios conciudadanos. El muro ya no se derrumbaría hasta casi tres décadas después.
La sociedad alemana se crispó ante la sucesión de los hechos. Adenauer fue objeto de insultos por cumplir a rajatabla las instrucciones que transmitían otros mandatarios occidentales. De ahí que su política fuera en principio proclive al belicismo y no se plegara a otras proposiciones. Obligó a las formaciones políticas socialistas a que renegaran del marxismo e ilegalizó el partido comunista. Pactó numerosos encuentros con Charles de Gaulle y juntos pusieron los cimientos de lo que sería una alianza paneuropea. Además, criticó la respuesta de Estados Unidos a la construcción del muro, pues según él, si hubiera actuado con la misma iniciativa que en Cuba, Alemania podría haber tomado el camino de la reunificación y no de la división. Su pragmatismo hizo que perdiera apoyos, aunque no tanto como cuando salieron a la luz en 1962 las informaciones de la revista semanal «Der Spiegel». El periodista Conrad Ahlers, con el apoyo del editor y director Rudolf Augstein, demostró en un artículo, con testimonios de primera mano, que Alemania Occidental colaboraba en secreto en un programa nuclear organizado por el general americano enviado a Alemania, Lauris Norstad, al no tener suficiente armamento convencional como para luchar abiertamente en una guerra contra los soviéticos. Esto, que consideraron secreto de Estado, hizo que el Spiegel fuera acusado de alta traición, pero la reacción de la gente fue inesperada. Sendas manifestaciones se convocaron al grito de «Muerto el Spiegel, muerta la libertad» y otros medios ofrecieron sus redacciones para que los colaboradores expulsados siguieran publicando. Después del episodio, el Estado de Derecho salió reforzado y los alemanes enterraron la censura y el autoritarismo para siempre. El partido de Adenauer, la Unión Demócrata Cristiana, perdió adeptos, el ministro de Defensa Franz Josef Strauss fue destituido y Adenauer, renunció a la presidencia un año después.
Los disturbios ocurridos en respuesta a la vil separación que habían hecho de forma unilateral en la ciudad, aumentaron, y con ellos las preocupaciones. Manifestaciones, mangueras a presión y bombas lacrimógenas para alejar a los manifestantes, perfilaron la imagen de una guerrilla callejera que a medida que se aplacaba, reafirmaba la idea de que ese bloque de hormigón estaba para quedarse. Kennedy, muy consciente del efecto de la propaganda, partió hacia Berlín en 1963, compareció ante los berlineses y pronunció un discurso. Allí hizo célebre la frase “como hombre libre, es para mí un orgullo decir: yo soy berlinés”, y dijo que el que quiera saber la diferencia entre el mundo libre y el mundo comunista, que viajara a Berlín, que para garantizar que la gente se quedara, ellos nunca tuvieron que levantar un muro. La polémica estaba servida, pero su repentino fallecimiento, hizo que las cosas volvieran a su cauce.
Si hay que mencionar consecuencias de lo ocurrido, la más grave sería la desesperación que se apropió de los ciudadanos, que vieron como, además de distanciarlos a la fuerza, la escalada de tensión aumentaba para dar comienzo a otra guerra, en la que nada tenían que ver. Ellos convivieron con la sensación de estar encerrados en un campo de concentración, rodeados por metros y metros de alambradas, con guardias vigilantes bloqueando el paso. El primero que osó cruzar furtivamente el muro, pereció en el intento. La muerte del joven Peter Fechter, despertó un sentimiento colectivo de repulsa y en recuerdo a las víctimas, los berlineses, cuando llegaba el aniversario de la construcción del muro, paraban el tráfico, la población se inmovilizaba durante tres minutos, en silencio, y los que iban en coche, tocaban la bocina ininterrumpidamente en señal de protesta. El clima político en los años 60, se caldeó aún más cuando llegaban noticias de la Guerra de Vietnam, el golpe de Estado de Praga o la visita del Sha de Persia. Hubo grupos radicales que actuaron en protesta de la barbarie. La fotografía de un soldado germanoriental saltando la alambrada para cruzar la frontera, también dio la vuelta al mundo y fue todo un símbolo.
Volviendo al presente, la Rusia post – soviética está retomando el instinto intervencionista que la caracterizó en los años 60. Esta vez, sus actuaciones están encaminadas a restablecer la soberanía nacional, a reunir a los rusos que viven en los países periféricos, aunque detrás hay una intención de relanzar sus parámetros económicos. Alemania era un país que necesitaba asistencia exterior tras la Segunda Guerra Mundial y tuvo que resignarse a que otros decidieron por ella. El caso de Ucrania es muy similar, ya que si preserva la identidad nacional, no es el pueblo quien determina sus designios. La caída del Muro, concluyó en un acuerdo que firmaron Bush y Gorbachov, pero la derrota moral de Rusia era latente y sus dirigentes no han consentido que los extraños se inmiscuyan en sus intereses, especialmente en aquellos que consideran cruciales para su seguridad, lo mismo que ocurrió en los tiempos turbulentos del Muro. En los últimos años, la presencia militar estadounidense instalada en puntos clave de las repúblicas ex soviéticas, donde organiza la cobertura a las expediciones enviadas a los países de Asia central, ha encendido odios que ya se creían de otra época. Por otro lado, el pueblo ucraniano pide ayuda y que los países europeos propongan una iniciativa parecida al Plan Marshall, en lugar de alentar secesiones amenazando a Rusia con embargos y consecuencias económicas, que ofrezcan ayudas para reparar los daños ocasionados hasta la fecha. Quien sabe si la cordura desaparecerá de nuevo, y la globalización tocará su fin para reabrir la polaridad internacional.
Iván Dueñas Villamayor. Toledo.
Colaborador, El Inconformista Digital.
Incorporación – Redacción. Barcelona, 16 Diciembre 2014.