
Los estados que se proclamaron vencedores de la primera guerra mundial con el armisticio de noviembre de 1918, y que serían conocidos como los Cuatro Grandes (Francia, Reino Unido, Estados Unidos e Italia), emprendieron la tarea de cambiar no sólo el mapa político de las zonas de Europa y de Oriente Próximo que habían estado bajo la soberanía de los derrotados Imperios Centrales y sus aliados (Alemania, Austria-Hungría, el Imperio otomano y Bulgaria), sino también de acabar con las viejas prácticas de la llamada diplomacia secreta, que hasta entonces habían regido las relaciones entre estados soberanos, e instaurar una nuevas reglas basadas en el llamado Derecho Internacional y la soberanía de los pueblos.
Pero ello se realizó bajo la presión de los serios problemas de la postguerra: devastación y destrucción del tejido productivo y de las infraestructuras y comunicaciones de buena parte de Europa, el vacío político y el caos administrativo causados por el desmoronamiento del Imperios Centrales, la pobreza y la miseria generalizada, con el consecuente agravamiento del descontento y la agitación social –favorecido además por el triunfo de la revolución en Rusia. Una última, pero no menos importante, consideración fue la de determinar la responsabilidad por los daños causados tras cuatro años de guerra –una responsabilidad que, como era de esperar, habría de recaer sobre las potencias perdedoras– y la cuantía de las reparaciones, tanto económicas como territoriales, que éstas habrían de asumir.
Pero, por si ello fuera poco, con el colapso los Imperios Centrales en los momentos finales de la guerra, y con Rusia hundida en la vorágine de la guerra civil entre “rojos” y “blancos”, se produjo un ascenso de los movimientos nacionalistas en los diferentes pueblos que habían formado parte de dichos imperios. Dichos fenómeno ya había tenido una especial relevancia entre las diversas nacionalidades que conformaban el imperio de los Habsburgo a lo largo del siglo XIX: germanos, magiares, checos, polacos, eslovenos, italianos, croatas, eslovacos, rumanos, etc. Pero ahora, dichos movimientos, alentados por las declaraciones de los Cuatro Grandes en favor del derecho de autodeterminación, mostrarían en muchas ocasiones tener tanto celo por reivindicar sus derechos nacionales (cuya realización se consideraba que sólo podía alcanzarse a través de la constitución de un estado propio, moderno y centralizado) como por negárselos a sus vecinos; y en dicha tarea no tuvieron reparos en apelar tanto a la autodeterminación –allá donde las estadísticas de la composición étnica les resultaban favorables–, como a la legitimidad de unas imprecisas fronteras históricas cuando había que delimitar aquellos territorios en disputa. En los meses inmediatamente posteriores a la firma del armisticio, y una vez consumada la desintegración de los Imperios Centrales, toda una colección de autoproclamados comités nacionales y de flamantes repúblicas independientes iba a emprender una loca carrera por ver quién se quedaba con ese o aquel territorio. En esta situación, iba a resultar muy difícil llevar a la práctica los elevados ideales del Derecho Internacional y de la libre autodeterminación de los pueblos que con tanto énfasis proclamaban los Cuatro Grandes.
Polonia, Checoslovaquia y Yugoslavia
Pero con todo, ya fuera por afán de hacer justicia con las pequeñas naciones y los pueblos antaño oprimidos, por la necesidad de crear un “cordón sanitario” que aislase a Europa de la epidemia revolucionaria que se propagaba desde Rusia, o por establecer un contrapeso al posible resurgimiento de una nueva Alemania militarizada, la cuestión fue que los Cuatro Grandes se mostraron unánimes a la hora de reconocer la existencia de tres nuevos estados eslavos en el centro de Europa: Polonia, Checoslovaquia y Yugoslavia. Pero concretar la extensión y los límites fronterizos de estos nuevos estados iba a ser un asunto mucho más complejo que daría lugar a no pocos quebraderos de cabeza. El antiguo reino de Polonia, que había desaparecido con el reparto de sus territorios entre Rusia, Prusia y Austria en 1790, nunca había tenido unas fronteras naturales, lo cual lo había hecho vulnerable a las incursiones de sus vecinos, pero también había favorecido la expansión de la población polaca más allá de sus fronteras. Por ello, una nueva Polonia independiente que abarcase sus fronteras históricas, o bien que incluyese los territorios habitados mayoritariamente por población polaca, iba a hacer ciudadanos del nuevo estado a un gran número de alemanes, lituanos, bielorrusos, ucranianos, y de miembros de otras comunidades lingüísticas y confesionales –muchos de los cuales albergaban unos recelos más o menos justificados hacia la actitud que adoptarían las nuevas autoridades polacas hacia las minorías.
Por otro lado, estaba necesidad de que la nueva Polonia pudiese ser económicamente viable. Para ello, entre otras cosas, se le dio una salida al mar mediante la concesión de la ciudad alemana de Danzig (la actual Gdansk) y un corredor que cruzase el territorio alemán para comunicarla con Polonia. También estaba la cuestión de Silesia, una rica región minera y siderúrgica que Polonia reivindicaba por estar habitada mayoritariamente por población polaca. Pero la industria y el capital de Silesia habían sido en su mayor parte alemanes, y era igualmente importante para la supervivencia económica de una Alemania arruinada que, además, tendría que asumir la parte más importante de las indemnizaciones y reparaciones por los daños causados por la guerra. Por otro lado, los checos reivindicaban para su nuevo estado un enclave al sur de Silesia, el ducado de Teschen, una reclamación que los polacos se negaban a reconocer. En el tema de Silesia pronto se vio que iba resultar complicado a los aliados dar con una solución satisfactoria. De hecho, tampoco les fue fácil llegar a un acuerdo entre ellos. Francia, la más interesada en que existiese una Polonia fuerte en las fronteras orientales de su enemiga secular, Alemania, no ponía muchos reparos a la hora de apoyar las ambiciones territoriales polacas. Pero los Estados Unidos y el Reino Unido pusieron serias objeciones ya que, si se pretendía que Alemania asumiese con el grueso del pago de las reparaciones e indemnizaciones, no resultaba muy conveniente privarle de sus regiones más prósperas. Finalmente, después de un plebiscito, de una serie de revueltas polacas y de un conflicto militar fronterizo entre Polonia y Checoslovaquia en 1920, la mayor parte de Silesia pasaría formar parte de la nueva Polonia.
A diferencia de Polonia, los nuevos estados de Checoslovaquia y Yugoslavia se los puede considerar como entidades prácticamente inéditas. En el caso de los checos y los eslovacos, se trataba de dos pueblos que habían formado parte del Imperio austro-húngaro y compartían ciertas afinidades lingüísticas, pero su evolución histórica a nivel social y cultural dentro del imperio había tomado caminos divergentes. Eslovaquia era un país rural que apenas contaba con ciudades de importancia (su capital, Bratislava, había sido conocida antes con el nombre alemán de Pressburg), y estaba vinculado políticamente al reino de Hungría desde el siglo X. Por el contrario, los territorios checos de Bohemia y Moravia habían quedado bajo la soberanía de la parte austriaca del imperio desde el siglo XVI, su economía urbana e industrial estaba muy desarrollada, y la influencia cultural del mundo germano-parlante era muy grande. En este contexto, el nacionalismo checo iba a tener una posición dominante en la nueva entidad estatal, y ello iba a causar resquemores no sólo entre la población eslovaca, sino también entre otras nacionalidades que iban a caer bajo la soberanía del nuevo estado checoslovaco, como las comunidades alemanas de la región de los Sudetes o la población húngara y rutena (población ucraniana de confesión católica) del sur y el este de Eslovaquia. También las fronteras del nuevo estado checoslovaco iban a ser motivo de fricción con sus nuevos vecinos –como el ya mencionado el conflicto con Polonia por el control de ducado de Teschen, que sería resuelto con la partición de dicho enclave.
Con Yugoslavia, el país de los eslavos del sur, la situación se hizo aún más complicada. Se trataba de un verdadero mosaico de pueblos situado a su vez dentro del ya de por sí abigarrado mosaico étnico de la península de los Balcanes, esa región del extremo sudoriental de Europa que antaño había constituido la provincia otomana de Rumelia; pero que a lo largo del siglo XIX se fue fragmentando en estados y principados más o menos independientes bajo la influencia de las potencias extranjeras (sobre todo de Austria-Hungría y de Rusia), convirtiéndose en un polvorín donde, de hecho, se gestaría el inicio de la guerra de 1914. Nacido oficialmente con el nombre de Reino de los serbios, croatas y eslovenos en diciembre de 1918, este nuevo estado balcánico iba a estar habitado mayoritariamente por poblaciones de habla serbocroata, pero entre ellas existía una profunda división. Por un lado, la población serbia estaba culturalmente vinculada a Europa oriental (usaba el alfabeto cirílico y era de confesión greco-ortodoxa), y por otro, los croatas que siempre se habían mostrado orgullosos del legado cultural occidental (habían adoptado el alfabeto latino y el catolicismo romano). Pero también existían otras pequeñas nacionalidades como los eslovenos, los bosnios (población serbocroata pero de confesión musulmana), montenegrinos, albaneses de Kosovo, húngaros y otras minorías en la región de Voivodina, etc. Además, Serbia ya había tenido experiencia como estado soberano, pasando de ser un principado semiautónomo a un reino independiente a lo largo del siglo XIX, y siempre había gozado de la protección de la gran potencia eslava –Rusia– frente a las amenazas de sus grandes vecinos austro-húngaros y otomanos. Por tanto, para el nacionalismo serbio Yugoslavia no podía ser otra cosa que la expresión de sus viejas aspiraciones irrendentistas de construir una Gran Serbia, lo cual significaba la confrontación con otros grupos nacionales, especialmente con los croatas y eslovenos, que habían estado bajo la soberanía austro-húngara y aspiraban a un estado más federal. Pero además de estas divergencias en cuanto a la constitución del estado yugoslavo, las aspiraciones territoriales de Serbia y de Croacia y Eslovenia iban en direcciones opuestas. La primera quería ampliar las fronteras del norte y el este a costa de Hungría y Bulgaria con miras de interponer el máximo de territorio posible entre sus vecinos y la capital serbia, Belgrado. Mientras que las segundas querían consolidar las fronteras occidentales, pero ello les ponía en confrontación con uno de los Cuatros Grandes, Italia, que no escondía sus aspiraciones de controlar el mar Adriático, sobre todo ahora que su archienemiga, Austria-Hungría, había desaparecido del mapa. En este sentido, Italia reivindicaba dos ciudades costeras, Trieste y Fiume, ambas habitadas mayoritariamente por población italiana, pero situadas dentro del territorio yugoslavo. La primera acabaría siendo incorporada definitivamente a Italia, pero la segunda tendría un historia más rocambolesca: en 1920 un grupo de excombatientes y de jóvenes nacionalistas italianos se hacían con la ciudad y proclamaban el Estado libre de Fiume, que tendría una efímera existencia independiente hasta su anexión por la Italia fascista en 1924 (finalmente, los partisanos yugoslavos ocuparían la ciudad durante la segunda guerra mundial, que pasaría a llamarse Rijeka, y en la actualidad forma parte de Croacia).
La fragilidad y la inestabilidad de los estados eslavos
Como se puede ver, el nacimiento de estos tres estados eslavos centroeuropeos se iba a producir en un contexto marcado por el caos y las convulsiones de la posguerra, y la bases sobre las que se iban a construir serían más que precarias. Su evolución durante el periodo de entreguerras estaría presidida por la fragilidad y la inestabilidad, resultado de todo un reguero de rivalidades entre nacionalidades, disputas territoriales entre estados y conflictos relacionados con la cuestión del encaje de las minorías que nunca fueron completamente resueltos. Y todos ello bajo la mirada de unas grandes potencias que, por su parte, se verían atrapadas por la maraña de sus propios intereses, los compromisos adquiridos, el peso de sus respectivas opiniones públicas y las rivalidades entre ellas. Por tanto, cuando Alemania emprendió la tarea de materializar las fantasías hitlerianas de construir un Tercer Reich milenario en el corazón de Europa –dando así comienzo a la segunda guerra mundial–, una de las primeras cosas que hizo fue revisar el mapa político nacido tras el fin de la guerra de 1914 y borrar de él a los estados eslavos, ocupando y anexionando Polonia y fragmentando Checoslovaquia y Yugoslavia en protectorados y pequeños estados dirigidos por gobiernos títeres. Tras el fin de la segunda guerra mundial, con la victoria de las fuerzas aliadas soviéticas y anglo-americanas sobre las potencias del Eje, los tres estados volvieron a constituirse; pero esta vez sería bajo la influencia de la Unión Soviética, lo que favoreció la instauración de gobiernos comunistas a medida que se reforzaban los vínculos políticos y económicos con Moscú en el marco de la guerra fría –aunque Yugoslavia, bajo la dirección de Tito, emprendería una vía propia manteniéndose al margen la confrontación entre la URSS y los EEUU.
Pero la historia no acabó aquí, ya que con el hundimiento de la URSS y el fin de la guerra fría a comienzos de la década de 1990 se produjeron nuevos cambios en Europa central y oriental (la caída del muro de Berlín, la reunificación de Alemania y el fin de los regímenes comunistas). Checoslovaquia y Yugoslavia volverían a desaparecer del mapa de Europa: la primera de forma pacífica con la división entre Chequia y Eslovaquia en 1993; la segunda, devorada por la violencia de los conflictos armados y de la limpieza étnica entre 1991 y 2001, se fragmentaría en los actuales estados de Eslovenia, Croacia, Bosnia-Herzegovina, Macedonia Montenegro, Serbia y la autoproclamada República de Kosovo. Sólo la Polonia surgida tras el fin de la segunda guerra mundial continúa existiendo hoy en día. Pero se trata de una Polonia que poco tiene que ver con la del periodo de entreguerras, y su nacimiento iba a resultar mucho más traumático. Reducidas sus dimensiones y desplazadas sus fronteras hacia el oeste, sus territorios orientales se incorporaron a la URSS, a la vez que adquirió nuevos territorios occidentales a costa de Alemania. Además, sufrió cambios brutales en la composición étnica de su población: la comunidad judía, una de las más numerosas de Europa, prácticamente desapareció víctima del genocidio perpetrado por la Alemania nazi durante la segunda guerra mundial; por otro lado, la población germano-parlante fue obligada a desplazarse masivamente hacia el oeste para reasentarse en la nueva Alemania dividida que crearían los aliados tras la segunda guerra mundial.
La historia de la construcción los estados eslavos en Europa central y oriental en el último siglo muestra cuan problemático supone construir un modelo idealizado de estado-nación, basado en el patrón de los modernos estados centralizados de Europa occidental, a unos territorios cuyas las poblaciones se caracterizan por la diversidad cultural, religiosa y de sus diferentes trayectorias históricas (que fueron convergiéndose y divergiéndose a lo largo de los siglos). Ello hace que temas como la cuestión de la forma de estado (sea unitaria o federal), la representatividad y el sistema electivo de los órganos de gobierno (sean más democráticos o más autoritarios), la organización política y administrativa del territorio (más centralizada o más descentralizada) o las líneas políticas del gobierno en materia de desarrollo económico y reformas sociales no puedan ser contemplados sin tener en cuenta además aspectos relacionados con la identidad nacional y el reconocimiento de los derechos de las minorías. Y ello debe resituarse además en el contexto más general de la historia europea. En cierta medida, los jóvenes estados de Europa central y oriental también son un producto de las luchas que, durante los últimos quinientos años, han mantenido entre sí los estados más fuertes (Austria, Francia, Reino Unido, Rusia, Alemania, etc.) por alcanzar la hegemonía continental. Sólo existió una relativa estabilidad mientras Europa estuvo dividida por el “Telón de Acero” durante la guerra fría –una confrontación entre dos superpotencias desarrollada a escala mundial. Pero, en el último cuarto de siglo transcurrido desde el fin de la guerra fría las tensiones han vuelto a aflorar en esa parte de Europa –a menudo de forma trágica–, e incluso es posible percibir en el actual conflicto ucraniano el eco de otros viejos conflictos.
Darius Pallarès Barberà. Barcelona.
Redactor, El Inconformista Digital.
Incorporación – Redacción. Barcelona, 16 Octubre 2014.