«El presente artículo se centrará en la Historia como narración acerca de unos determinados acontecimientos y personalidades del pasado, con lo que trataremos las obras de ficción.»
En la primera parte sobre la Historia en el medio audiovisual se ha puesto el énfasis en las fuentes documentales (textos, imágenes, testimonios orales, etc.) ya que su uso es imprescindible a la hora de crear productos audiovisuales de no ficción, es decir, los documentales. Así pues, el presente artículo se centrará en la Historia como narración acerca de unos determinados acontecimientos y personalidades del pasado, con lo que trataremos las obras de ficción. Éstas adoptan diversas formas como son los largometrajes, las series cinematográficas y televisivas, los telefilms, las miniseries, etc.; y en ellos la importancia del tema tratado y de las formas en qué es narrado cobran mucha mayor relevancia que la naturaleza de los testimonios y de las fuentes documentales en los que se basa. Ello se comprende porque, a diferencia de los documentales, el objetivo primordial de las obras de ficción no es la divulgación de un determinado tipo de conocimiento acerca de algún aspecto del pasado, sino ofrecer entretenimiento a las audiencias -aunque ello no excluye que a través del espectáculo y la diversión lo que realmente se pretende es educar, adoctrinar o promover la reflexión y el debate entre el público acerca de lo que se está proyectando.
El pasado histórico ha ofrecido una gran variedad de temas y motivos para dar contenido a infinidad de producciones audiovisuales. Pero ello no es de por sí nada extraño, pues ya desde mucho antes del nacimiento del cine, en el universo de la narrativa de ficción, especialmente en la de género novelístico, la Historia ya era una fuente inagotable de temas para un gran número de obras; lo que llegaría a un punto álgido con el desarrollo de la novela histórica, surgida en los ambientes románticos de la Europa occidental de comienzos del siglo XIX, en la que destacan las obras del escocés Walter Scott (1771-1832). De hecho, ya sea como novela histórica en un sentido estricto, es decir, que pretenden reconstruir personajes y eventos no ficticios de un periodo histórico determinado; o como novela de ambientación histórica –también llamada “de época”–, que presenta unos personajes y unos acontecimientos ficticios que se desarrollan en el pasado, el hecho es que una gran cantidad de películas no son más que adaptaciones de este tipo obras. Al fin y al cabo, la ficción audiovisual se ha nutrido, y sigue nutriéndose, de obras provenientes de la narrativa escrita, ya sean de temática histórica, contemporánea, futurista o fantástica.
Pero ya en las primeras décadas del siglo XX, el cine comenzaría a dar rienda suelta a nuevas formas narrativas que se convertirían en sus señas de identidad y, además, harían que pasase de ser considerado como poco más que un espectáculo de barraca de feria para convertirse en la manifestación artística y cultural por antonomasia del siglo XX. Dos cineastas resultarían fundamentales en dicho desarrollo, y ambos tendrían en la Historia una de las fuentes temáticas primordiales de su filmografía: el estadounidense D. W. Griffith (1875-1948) y el soviético Serguéi Eisenstein (1898-1948).
Al cineasta norteamericano se le atribuye la realización del primer largometraje de la historia del cine, que sería precisamente una película de época ambientada en los tiempos de la guerra civil norteamericana de 1861-1865: The Birth of a Nation (1915). A dicha obra la siguió Intolerance (1916), film en que cual se relatan alternativamente cuatro historias –la caída de Babilonia a manos del emperador persa Ciro II el Grande en el año 539, la matanza de los hugonotes, calvinistas franceses, en la noche de San Bartolomé de 1572, la pasión y muerte de Jesucristo y un conflicto laboral contemporáneo–, y en cierta medida fue una respuesta de Griffith a la controversia suscitada por su primer largometraje a causa de la exaltación que hacía de la segregación racial y por la imagen denigrante de la población afroamericana, especialmente mestiza. En todo caso, sus obras son en este sentido un reflejo de los procesos de cambio en el estado de opinión de la sociedad norteamericana, que culminarían en la década de 1920 con el ascenso político de los sectores más conservadores del Partido Republicano, y el resurgir de la intolerancia y la xenofobia hacia las minorías (afrodescendientes, católicos, judíos, etc.), y de un moralismo intransigente que se plasmaría con la adopción de la ley seca. No obstante, desde una perspectiva estrictamente cinematográfica, Griffith es considerado como “el padre del cine moderno” por usar técnicas innovadoras tales como el primer plano o el flashback que, aunque otros realizadores ya habían experimentado con ellas, supo combinar con gran habilidad para dar forma a un lenguaje y a una estética que sentarían las bases del discurso cinematográfico.
Por su parte, una de las principales aportaciones del cine soviético al desarrollo del lenguaje cinematográfico sería el montaje, es decir, la edición de una película a partir de la selección e inserción de fragmentos de otras cintas. En este sentido, ya se vio en la primera parte sobre los orígenes de los documentales de temática histórica el importante papel que tuvo la cineasta Esther Shub. Tampoco hay que olvidar a otros grandes cineastas soviéticos pioneros en la teoría y la experimentación de las posibilidades del montaje en la confección de noticiarios y de películas documentales y de ficción, como lo fueron Lev Kuleshov y Dziga Vertov. Pero el más conocido de todos es, sin lugar a dudas, Serguéi Eisenstein. Sus tres primeras películas, La huelga (Stachka, 1924), El acorazado Potemkin (Bronenósets Potiomkin, 1925) y Octubre (Oktyabr, 1927), son una auténtica trilogía de la génesis del estado soviético, cuyo gobierno encargó para conmemorar el aniversario de la Revolución de octubre. Pero también son conocidas sus obras posteriores que se alejan del tema revolucionario para sumergirse en una historia de Rusia con marcados tintes nacionalistas: Aleksandr Nevskiy (1938), la epopeya del príncipe ruso que derrotó a los caballeros teutónicos en el siglo XIII; y las dos películas –más una tercera inacabada– centradas en la figura del zar Iván IV el Terrible (1547-1584), una de las figuras fundamentales en la historia de la construcción del Estado ruso, que realizadas entre 1946 y 1948.
Pero Griffith y Eisenstein no son sólo dos figuras fundamentales de la historia del cine, sino que también encabezan una larga lista de cineastas que han hecho de la Historia uno de los temas objeto de una especial atención en sus respectivas filmografías. Una lista muy extensa de la que sólo destacaremos algunos nombres de reconocida fama internacional. Como el francés Jean Renoir (1894-1979) y sus dos films La grande illusion (1937) y La Marseillaise (1938): en el primero narra las peripecias de unos militares franceses que huyen de su cautiverio a manos del ejército alemán durante la primera guerra mundial, y en el segundo hace un retrato de las jornadas revolucionarias parisinas de 1789. En ambos trabajos, Renoir muestra una visión de la historia en la que los conflictos sociales y las relaciones de clase están muy presentes, lo cual ofrece a su vez un valioso testimonio del clima político de la Europa en que dichas películas fueron estrenadas, la década de 1930, una época marcada por el enfrentamiento entre el fascismo y los frentes populares de izquierda. A través de las obras de Luchino Visconti Senso (1954) y Il Gattopardo (1963) podemos sumergirnos en la época del Risorgimento, es decir, los años de la unificación de Italia (1859-1861). Fuera del continente europeo, hay que destacar la visión del Japón del siglo XVI –época importante en la gestación del Estado nipón– que ofrece Akira Kurosawa en sus films Los siete samuráis (1954), Kagemusha (1980) y Ran (1985). Una variante de cine histórico es el de temática biográfica, llamado biopic, que retrata los aspectos significativos de la vida de personalidades relevantes en el ámbito de la política, la cultura, la ciencia, etc. En este caso, son destacables los films dirigidos por el británico Richard Attenborough The young Winston (1972), que trata los años de juventud de quien sería primer ministro británico, Winston Churchill; Gandhi (1982), centrado en la figura del padre de la independencia de la India, y Chaplin (1992), que glosa la vida del actor cuya imagen se convertiría en un icono del siglo XX. Los acontecimientos que han marcado la historia reciente de los Estados Unidos como la guerra de Vietnam, el asesinato de Kennedy, el caso Watergate, los atentados del 11 de septiembre de 2001 o la invasión de Iraq en 2003, son abordados por Oliver Stone en Born on the Fourth of July (1989), JFK (1991), Nixon (1995) y W. (2006). Finalmente, cabe destacar esa visión de los procesos y acontecimientos de la historia contemporánea que se hace desde la militancia y el compromiso político, y que podemos encontrar en Gillo Pontecorvo, La Batalla de Argel (1965) y Queimada (1969), o en Ken Loach, Tierra y Libertad (1995) y El viento que agita la cebada (2006).
A la hora de valorar la mirada que los cineastas lanzan hacia el pasado a través de sus películas, lo realmente importante no es el rigor o la meticulosidad con que reconstruyen una época determinada, ajustándola a los criterios de una supuesta objetividad academicista, sino la capacidad de evocar y de plasmar en las imágenes, mediante el uso de unas técnicas propias del lenguaje cinematográfico, aquello que consideran realmente significativo y trascendental de dicha época; aquello que, en suma, les permite transmitir una visión, una reflexión o una forma de intentar comprender el pasado, el presente, e incluso el futuro, de las sociedades y de la condición humana.
Darius Pallarès Barberà. Barcelona.
Redactor, El Inconformista Digital.
Incorporación – Redacción. Barcelona, 26 Julio 2014.
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