La Primera Guerra Mundial y Oriente Próximo: el origen de la catástrofe – por Darius Pallarès

El avance sobre territorio iraquí de la ofensiva yihadista iniciada por el denominado Estado Islámico de Iraq y el Levante (ISIS, por sus siglas en inglés), el pasado mes de junio, fue celebrado en un comunicado de dicha organización como el anuncio del “derrumbe de las fronteras Sykes-Picot” en Oriente Próximo. Esta referencia al acuerdo secreto de 1916 por el cual se delimitaban las áreas de influencia de Francia y Gran Bretaña en Oriente Próximo, justo cuando en Occidente se conmemora el centenario del estallido de la Primera Guerra Mundial en el verano de 1914, no es ni mucho menos una casualidad.

El afán de los propagandistas del ISIS por dar una significación histórica a sus recientes victorias pone de relieve una de las consecuencias más importantes que trajo consigo la Primera Guerra Mundial, y cuyas resonancias han contribuido a modelar el mapa político internacional tal y como lo conocemos hoy en día: la desaparición de los imperios territoriales en Europa central y oriental y en Oriente Próximo, y su sustitución por una serie de nuevos estados nacionales. En este sentido, puede considerarse el acuerdo Sykes-Picot como uno más de los acuerdos y tratados que fueron establecidos por las potencias aliadas, que acabarían erigiéndose como vencedoras tras la firma del armisticio que puso fin a las hostilidades en noviembre de 1918: Francia, Gran Bretaña, Estados Unidos e Italia.

Generalmente, se considera que fueron en los tratados posteriores a la Conferencia de Paz de París de 1919 donde los vencedores decidieron el destino de los pueblos y territorios que habían formado parte de las denominadas potencias centrales (el Imperio alemán, el Imperio austro-húngaro y el Imperio otomano) y sus aliados, así como la delimitación de las nuevas fronteras y de las reglas para un nuevo orden internacional, que cristalizaría con la creación de la Sociedad de Naciones (predecesora de la actual Organización de las Naciones Unidas): el tratado de Versalles de 28 de junio de 1919, firmado por Alemania; el tratado de Saint-Germain-en-Laye (10 de septiembre), firmado por Austria; el tratado de Neuilly-sur-Seine, firmado por Bulgaria el 27 de noviembre; el de Trianon, firmado por Hungría el 20 de abril de 1920, y el Tratado de Sèvres, firmado 10 de agosto por el Imperio Otomano. Pero el destino de los territorios de Oriente Próximo que habían formado parte del Imperio Otomano iba a ser decidido sobre todo por los gobiernos británico y francés, los cuales se habían pasado buena parte de la contienda prometiendo estados y “hogares nacionales” a todo aquel que pudiese ser de alguna utilidad en la lucha contra las potencias centrales.

La región de Oriente Próximo, que se encontraba bajo la soberanía del Imperio otomano desde el siglo XVI, ya había sido objeto de la codicia de las potencias europeas del siglo XIX. Ya fuera por ser la puerta de entrada a Asia para los países de la Europa occidental, o por ser la vía de acceso a los mares cálidos del Mediterráneo y el Índico para los rusos; o por la atracción que ejercían las grandes urbes como Damasco, El Cairo, o las ciudades comerciales de la costa palestino-libanesa como Beirut o Haifa –puntos importantes de las rutas comerciales del Viejo Mundo desde la antigüedad–, las tierras de Oriente Próximo estuvieron en el punto de mira de las potencias europeas en un momento en que estas, inmersas en el desarrollo de la economía industrial capitalista, de la consolidación de los estados modernos centralizados y de la expansión imperialista, competían entre sí por el control de territorios, mercados, materias primas y vías de comunicación marítimas y terrestres. A principios del siglo XX, un nuevo factor se añadiría a este juego: el descubrimiento y explotación de los yacimientos de petróleo –que se convertiría en la sangre que impulsaría el desarrollo de las economías industrializadas– en Persia, Mesopotamia, el Cáucaso y la Península de Arabia. Nuevamente, el control de las rutas marítimas como el estrecho de Ormuz, el Mar Rojo o el canal de Suez, y de los territorios por donde pasarían los oleoductos hasta los puertos de la costa del Mediterráneo oriental y del Mar Negro, se convertirían de una importancia estratégica capital para las potencias europeas.

Pero, además de estas consideraciones de carácter geoestratégico, el estallido de la Primera Guerra Mundial a finales julio de 1914, y su evolución durante los primeros años, iban a suponer un factor que acabaría por exacerbar aún más las tensiones y los conflictos en esta región. Los comienzos de la guerra en el escenario europeo habían resultado desastrosos para los aliados. En el frente occidental, los ejércitos alemanes habían ocupado la neutral Bélgica y atravesaban la frontera noreste de Francia hasta llegar casi a las puertas de París; en el frente oriental, los rusos habían sufrido una humillante derrota en Tannenberg (Prusia Oriental) en agosto de 1914. Aunque se consiguió estabilizar el frente occidental al entrar el conflicto en la llamada fase de la “guerra de trincheras”, la situación no favorecía para nada a los británicos y franceses, que pensaban que si la guerra se alargaba y Rusia –que ya empezaba a mostrar signos de ser un gigante con pies de barro– se colapsaba en el frente oriental, no iban a tener suficientes recursos ni fuerzas para hacer frente por sí solos a la poderosa maquinaria militar alemana.

Entonces se planteó la necesidad extender la guerra a otros lugares para dispersar las fuerzas enemigas; y uno de esos lugares sería el Imperio otomano, del cual que se pensaba que era la más débil de las potencias centrales –desde el siglo XIX era llamado el «enfermo de Europa». De hecho, los éxitos rusos en el frente del Cáucaso, donde consiguieron repeler la contraofensiva otomana en enero de 1915 y se preparaban para lanzar una gran ofensiva, reforzaban esta impresión. Pero en la gran operación conjunta de las fuerzas francesas y británicas en Galípoli (en el estrecho de los Dardanelos), que se desarrolló entre febrero de 1915 y enero de 1916, los otomanos demostraron ser un enemigo mucho más duro y decidido de lo que se pensaba, y la operación terminó siendo un verdadero desastre para los aliados. Peor suerte les deparó a los británicos la campaña que emprendieron en Mesopotamia, donde sufrieron una humillante derrota en el sitio de Kut-al-Amara entre diciembre de 1915 y febrero de 1916.

Fue entonces cuando los aliados trataron de socavar el Imperio otomano alentando la revuelta de los pueblos y nacionalidades que vivían en su interior –los otomanos habían iniciado una brutal campaña de deportación y exterminio de la población armenia, sospechosa de simpatizar con los aliados. Así pues, mientras en secreto se iba dando forma al mencionado acuerdo Sykes-Picot, franceses y británicos ofrecían al príncipe Faisal, hijo del jerife de La Meca Husayn ibn Ali (y que mantenía estrechos contactos con los nacionalistas árabes), su apoyo al establecimiento de un futuro Estado árabe unificado en Oriente Próximo a cambio de que encabezase una revuelta contra los otomanos que sería apoyada por la ofensiva británica en el Sinaí.

Pero la suerte de los aliados seguía sin mejorar, y a comienzos de 1917 los peores temores se hicieron realidad. Rusia entraba en crisis, el zar abdicaba en febrero y el nuevo gobierno provisional –que manifestaría su voluntad de mantener sus compromisos con la causa aliada– caería bajo los embates de la revolución bolchevique de octubre. Rusia se hundiría en la vorágine de una sangrienta guerra civil que no finalizaría hasta 1922. En diciembre de 1917, los bolcheviques acordaron un armisticio con las potencias centrales, que sería ratificado posteriormente con la firma de la Paz de Brest-Litovsk en marzo de 1918. La entrada de Estados Unidos en el conflicto al lado de los aliados, el 2 de abril de 1917, ciertamente supuso un gran alivio que contrarrestaría los efectos adversos de la retirada de Rusia del conflicto, pero la ayuda norteamericana llegaría lentamente y sus efectos no se empezarían a notar en los frentes hasta bien entrado el año 1918.

Mientras todo esto ocurría, el 2 de noviembre de 1917, el secretario del Foreign Office, Arthur James Balfour, manifestaba en una carta dirigida a los dirigentes del movimiento sionista su posición favorable a la constitución de un Estado judío en tierras palestinas. Diversas razones serían aducido a la hora de explicar los motivos de dicha declaración: la necesidad de obtener el método de producción en masa de la acetona –un componente importante para un nuevo tipo de pólvora, la cordita– que había desarrollado el químico, y destacado líder sionista, Chaim Weizman; el interés por conseguir la movilización de los sectores más politizados de la comunidad judía estadounidense en favor de la causa aliada –hay que tener en cuenta que buena parte de la comunidad judía de EEUU era de origen centro-europeo y, de hecho, simpatizaba con Alemania.

En todo caso, la suerte de los aliados comenzaría a cambiar. En Oriente Próximo, donde los ejércitos otomanos iban cediendo terreno, las fuerzas británicas ocuparían Bagdad en marzo de 1917, y ocho meses más tarde entrarían en Jerusalén. En el frente occidental, durante la primera mitad de 1918 se registrarían las últimas ofensivas alemanas en un intento por aprovechar la ventaja momentánea de la retirada de Rusia del conflicto. Pero los esfuerzos resultaron infructuosos y, a medida que los ejércitos de sus aliados austro-húngaro y otomano se colapsaban en otros frentes, Alemania se vio totalmente exhausta para poder mantener por más tiempo el peso de la guerra sobre sus espaldas. Finalmente, Alemania firmaría el armisticio de Compiègne del 11 de noviembre de 1918 por el cual se dio fin a la guerra.

En los años posteriores al fin de la contienda, las potencias vencedoras emprendieron la tarea de remodelar el mapa de Europa y Oriente Próximo mediante los tratados ya mencionados anteriormente. El tratado de Sèvres de agosto de 1920 supondría la práctica desaparición del Imperio otomano; su territorio quedó reducido a la región cercana a Estambul y de una parte de la península de Anatolia, mientras que el resto sería repartido entre Grecia, Italia, un futuro Estado armenio, Francia y Reino Unido. Pero el levantamiento nacionalista turco, encabezado por Mustafá Khemal, emprendería una exitosa guerra de independencia contra las potencias extranjeras que culminaría con la firma del Tratado de Lausana (24 de julio de 1923), que supuso el reconocimiento internacional para la actual República de Turquía.

Respecto a los territorios árabes, la Conferencia de San Remo (19-26 de abril de 1920) ratificaría el reparto que habían acordado Francia y Reino Unido. La recién creada Sociedad de Naciones les otorgaría una serie de “mandatos” sobre dichos territorios. Francia se quedaría con Siria y crearía el Gran Estado del Líbano, sacando dicho territorio de la órbita de Damasco. Los británicos formarían una serie reinos que serían gobernados por miembros de la dinastía hachemita: tomarían las antiguas provincias otomanas de Mosul, Bagdad y Basora para constituir Iraq, pero desgajando de la última provincia el emirato petrolero de Kuwait; y en la ribera oriental del río Jordán se crearía en reino de Transjordania (la actual Jordania). Palestina, también desligada de sus vínculos con Damasco, sería entregada en “mandato” a los británicos en 1921, y se convertiría en el campo de batalla de nacionalistas árabes y sionistas, y en el escenario de revueltas contra la presencia británica que serían brutalmente reprimidas. El resultado de todo ello sería el nacimiento de una serie estados cuyos fundamentos históricos eran, en el mejor de los casos, muy discutibles, con unas fronteras trazadas arbitrariamente por las potencias occidentales, y en donde para nada se tuvo en cuenta la opinión de la población autóctona. Y, de este modo, todo un magma formado a base de promesas incumplidas, de aspiraciones frustradas e intereses geoestratégicos foráneos estallaría en las décadas venideras en forma de una espiral de violencia, guerras, conflictos fronterizos, enfrentamientos étnicos y sectarios, confrontaciones civiles, revueltas, represiones, matanzas y destrucción que llegarán hasta nuestros días. Una catástrofe, en definitiva, cuyos orígenes cabe buscarlos más en los conflictos y rivalidades que agitaron la vida de los estados europeos a comienzos del siglo XX, que no en supuestos “choques de civilizaciones” o de rivalidades étnicas y confesionales que se hacen remontar a los tiempos bíblicos.

Darius Pallarès Barberà. Barcelona.
Redactor, El Inconformista Digital.

Incorporación – Redacción. Barcelona, 14 Julio 2014.