Los recientes acontecimientos en Ucrania suscitados a raíz de las protestas que han precipitado la caída del gobierno de Yanukovich y, de rebote, han llevado al proceso exprés de secesión y posterior integración de Crimea en la Federación Rusa, han puesto en la palestra mediática las complejas relaciones entre Rusia y Occidente. Como era de prever, ello ha sido objeto de tratamiento en infinidad de editoriales, análisis y reportajes por parte de corresponsales, analistas, expertos y tertulianos que no han resistido la tentación de echar mano del pasado a la hora de dar su visión de tales acontecimientos. Por su cercanía en el tiempo, reforzada por el protagonismo internacional que Rusia y los EEUU están ejerciendo en la actual crisis, el primer referente histórico ha sido el de los años de la guerra fría (1947-1989). Aún más recientes son los conflictos que llevaron a la fragmentación de Yugoslavia en la década de 1990, estableciendo paralelismos sobre todo con la crisis de Kosovo, al fin y al cabo, en dicho conflicto la OTAN alegó argumentos humanitarios para intervenir militarmente en los asuntos internos de un estado soberano con el pretexto de proteger los derechos de una minoría –más o menos como ahora ha hecho Rusia con Crimea. Otros han preferido remontarse más atrás y hablar de los tiempos de las rivalidades entre el Imperio zarista y las potencias europeas decimonónicas que cristalizaron en la guerra de Crimea de 1855-1856, cuando Francia y Gran Bretaña intervinieron en apoyo del Imperio otomano para poner freno a las ambiciones expansionistas del zar Nicolás I en el mar Negro y la Europa sudoriental.
Pero el antecedente histórico que ha aparecido con más frecuencia ha sido el de la crisis de la región checoslovaca de los Sudetes en 1938. En este caso, se recuerda como la actitud pusilánime y comedida de las democracias occidentales les hizo preferir apaciguar las ambiciones expansionistas de Hitler, que reclamaba la anexión de los Sudetes para proteger los derechos de la población germano-parlante que allí residía, y consentir de este modo la desmembración de Checoslovaquia. En este caso, los paralelismos se multiplican: Ucrania vendría a ser la Checoslovaquia de 1938; la población rusa de Crimea sería como la población alemana de los Sudetes; la Rusia de Putin haría el papel de la Alemania de Hitler, y la UE y los EEUU serían las débiles y dubitativas democracias occidentales del periodo de entreguerras. Establecidos de este modo los roles, es fácil suponer cómo continua la narración: la anexión de Crimea es la antesala no sólo de la caída de Ucrania dentro de la órbita rusa, sino incluso de la del resto de la Europa oriental; que la Rusia de Putin es un régimen nacionalista autoritario equiparable al de la Alemania hitleriana, y que las democracias occidentales no deberían caer en el error que cometieron sus antecesoras en 1938 y permitir que las apetencias expansionistas de Rusia acaben desembocando en una nueva guerra mundial.
Se trata, en suma, de un argumento sencillo y fácil de comprender; pero esconde una trampa. El ejercicio de establecer analogías entre los acontecimientos actuales y los que ocurrieron en el pasado es relativamente fácil si aplicamos, ya sea por afán de manipular o simplemente por ignorancia, un punto de vista sesgado de los hechos. Con ello no quiero decir no sea lícito que hacer comparaciones entre acontecimientos y procesos distantes entre sí en el tiempo y el espacio; el método comparativo es una forma perfectamente válida de aproximarse a los hechos, siempre y cuando tengamos en cuenta no sólo las similitudes, sino también las diferencias. Pero lo que es más discutible es el hecho de utilizar la historia para establecer paralelismos que contribuyan a elaborar discursos que pretenden justificar una determinada interpretación de los acontecimientos y una determinada manera de tratarlos. Y el problema de fondo es que con dicha operación se pone de manifiesto una omisión, deliberada o no, de las diferencias, lo que supone la adopción de una visión simplista y maniquea de los acontecimientos y de los actores implicados en ellos.
Retomando la comparación entre la actual crisis ucraniana y la crisis checoslovaca de 1938, y aun a riesgo de decir una perogrullada, no está de más recordar que la Rusia que llevó a Vladimir Putin al poder no es la Alemania que encumbró a Adolf Hitler en la década de 1930. Ésta era el producto de la derrota política y militar de la Alemania imperial en la primera guerra mundial. Era una Alemania a la que las potencias vencedoras de aquella contienda le impusieron un tratado de paz, que se firmó en Versalles en junio de 1920, con unas durísimas condiciones con el fin de mantenerla en una situación de permanente debilidad. Pero la Rusia post-soviética no nació de la derrota política y militar frente a Occidente, sino del fracaso de un proyecto ideológico y de su modelo social y económico. Un fracaso que llevaría a la desintegración del estado soviético, pero no del núcleo originario del estado ruso, que se transformaría en una república federal parlamentaria.
Se puede decir que existe una línea prácticamente ininterrumpida desde el ascenso y expansión del ducado de Moscú en el siglo XV hasta la actual Federación Rusa sin que el estado ruso haya dejado de existir o haya sufrido la partición, ocupación o desmembración de parte sustancial de su territorio nacional a manos de potencias extranjeras. Sólo estuvo en trance de desaparecer con la crisis dinástica de finales del siglo XVI, pero a partir de la instauración de la dinastía de los Romanov en 1613 inició el camino para constituirse en un vasto imperio euroasiático. Aunque la invasión de la Grande Armée dirigida por Napoleón Bonaparte en 1812 llegaría hasta Moscú, sólo sirvió para que las tropas rusas acabasen devolviendo la visita desfilando por las calles de París y que el zar Alejandro I se convirtiese uno de los arquitectos de la Europa post-napoleónica que surgió del Congreso de Viena de 1814-1815. Ciertamente que pudo desaparecer entre los años 1917 y 1922, cuando las contradicciones internas de la Rusia zarista llevarían a esta al colapso a raíz de su participación en la primera guerra mundial, dando lugar a la revolución y a la guerra civil. Pero el Imperio ruso emergió de ese proceso transformado en una federación de repúblicas socialistas soviéticas –la URSS–, de las cuales la República Socialista Federativa Soviética de Rusia era territorialmente la más grande y la más poblada. En 1941, Hitler intentaría superar la gesta napoleónica, pero el resultado vino a ser prácticamente el mismo: cuatro años después el ejército soviético entraría en Berlín, destruyendo el sueño hitleriano de construir un Imperio –Reich– que había de durar mil años, y convirtiendo a la URSS en una de las dos superpotencias mundiales de la segunda mitad del siglo XX –aunque no hay que olvidar el aterrador coste en vidas humanas que hubo de pagar por ello.
¿Qué se puede decir de Alemania durante los últimos quinientos años? Desde los tiempos medievales el espacio alemán había sido un mosaico de principados, ciudades-estado, obispados, abadías, órdenes militares y enclaves desperdigados por Europa Central y el litoral báltico. Estaban bajo la soberanía nominal del Sacro Imperio Romano Germánico, cuya titularidad había recaído desde el siglo XV en la dinastía austríaca de los Habsburgo. El Sacro Imperio fue abolido por Napoleón en 1806. Pero para entonces se había consolidado el ascenso de un principado alemán que se revelaría como el modelo arquetípico de monarquía absolutista, ilustrada y provista de un formidable y moderno aparato burocrático-militar: el reino de Prusia. Durante los siglos XVIII y XIX, Prusia rivalizaría con sus vecinos, especialmente con Austria y con Francia, por la hegemonía en el centro de Europa. A la primera la derrotaría en la guerra austro-prusiana de 1866, lo que convertiría a Prusia en la única potencia capaz de hegemonizar el proceso de unificación alemán. Pero el auténtico nacimiento de Alemania como estado unificado no llegaría hasta la derrota del II Imperio francés de Napoleón III en la guerra franco-prusiana de 1870-1871. Fue entonces cuando se proclamó el Imperio alemán; y el primer monarca que ostentaría el nuevo título imperial sería el rey Guillermo I de Prusia.
Ya se ha mencionado como tras el fin de la primera guerra mundial el Imperio alemán –convertido en la llamada República de Weimar– se vio obligado a desarmarse y a pagar indemnizaciones a los estados vencedores, además hacer concesiones territoriales en Europa, perder sus posesiones coloniales en ultramar y sufrir la posterior ocupación militar de la región del Ruhr. Tras el fin de la segunda guerra mundial las cosas aun fueron peor, Alemania quedó totalmente ocupada por las potencias vencedoras y no se firmó una paz oficial porque no se reconoció a ninguna otra autoridad que no fueran las establecidas por las fuerzas ocupantes. La nueva Alemania post-hitleriana nacería divida en dos estados, uno occidental, que se convertiría en la República Federal, y otro central, que se convertiría en la República Democrática Alemana; mientras que los territorios orientales, de donde se expulsó a la mayor parte de la población alemana, fueron repartidos entre Polonia y la URSS. En todo este trasiego la huella de Prusia sería borrada para siempre del mapa político de Europa, y su recuerdo quedaría confinado a los libros de historia. En definitiva, tanto la Alemania de los años de entreguerras, como la Alemania dividida de los tiempos de la guerra fría y la actual Alemania reunificada han sido modeladas por la voluntad de las potencias vencedoras en las guerras mundiales de la primera mitad del siglo XX.
Nada parecido a esto aconteció tras la desaparición de la URSS en 1991. Resulta interesante en este sentido el artículo escrito recientemente por quien fuera el embajador de los EEUU en la Unión Soviética entre 1987 y 1991, Jack F. Matlock Jr., en el que recuerda como el auténtico fin de la guerra fría fue resultado del acuerdo entre el dirigente soviético Mijaíl Gorbachov y el presidente norteamericano George H. W. Bush en la cumbre de Malta de diciembre de 1989. En dicho encuentro se ratificó que no había un vencedor y un vencido; no se firmó ninguna capitulación ni ningún tratado de paz, sino que ambas partes declararon que habían dejado de verse mutuamente como enemigas y que, por tanto, ya no existía ningún motivo de enfrentamiento. La desintegración de la URSS y el hundimiento de los gobiernos comunistas en Europa fueron procesos que se dieron posteriormente, y no como una consecuencia directa de lo que se acordó en Malta. El problema es que en EEUU y en Europa occidental se instaló la idea de que existía una estrecha relación de causa y efecto entre ambos acontecimientos, y que el resultado no había sido otro que el de la derrota total de la Unión Soviética. Consecuentemente, Occidente llegó a la conclusión de que podía recomponer el mapa de la Europa central y oriental a su antojo; y así fue como apoyó el bombardeo de Serbia por parte de la OTAN sin la aprobación del Consejo de Seguridad de la ONU, y la ampliación de la Alianza Atlántica para incluir a antiguos países del Pacto de Varsovia.
Y aquí reside buena parte del problema, confundir el fracaso de una ideología, cuyo modelo social y económico –a diferencia de su rival capitalista– no demostró tener la suficiente solidez para resistir los embates de la crisis energética de los años 70 y 80, con la derrota política de un estado en su pugna con otros estados. La Rusia de Putin no tiene mucho que ver con aquella Alemania que en 1938 no sólo buscaba desquitarse de la derrota sufrida veinte años antes y de las humillaciones impuestas por el Tratado de Versalles, sino que también pretendía hacer realidad el sueño de una sola, indivisible, poderosa, y racialmente pura, nación alemana (no hay que olvidar que poco antes de la anexión de los Sudetes ya se había producido la unificación de Austria al Reich alemán). Al contrario, la Federación Rusa es la heredera política –que no ideológica– de la Unión Soviética; de hecho, es ella, y no cualquier otro de los estados independientes que surgieron de la desintegración de la URSS, la que ocupa el puesto de miembro permanente en el Consejo de Seguridad –el organismo las Naciones Unidas encargado de mantener la paz y seguridad en el mundo, y el único puede adoptar resoluciones de obligado cumplimiento para los miembros de la ONU– que otrora perteneció a la URSS en virtud de ser una de las potencias vencedoras de la segunda guerra mundial.
Ciertamente, los primeros años de la Federación Rusa, bajo la presidencia federal de Boris Yeltsin, estuvieron marcados por la crisis económica y la debilidad del estado a nivel interior y exterior. Pero a partir de finales de la década de 1990, con el nombramiento de Yevgeni Primakov como presidente del gobierno y el posterior ascenso de Vladimir Putin a la presidencia federal, la economía comenzó a dar señales de recuperación y el estado ruso volvió a reforzarse políticamente. Desde esta perspectiva, se puede comprender que Rusia –independientemente de la mucha o de la escasa simpatía que puedan despertar su actual dirigente y sus maneras de gobernar– no lleve muy bien eso de que otros intervengan alegremente en los asuntos internacionales, especialmente en aquellos que considera cruciales para su propia seguridad –como, por ejemplo, las tensiones y conflictos que acontecen en los estados limítrofes–, sin que se tenga en cuenta para nada sus opiniones y sus intereses, y se la trate como si hubiera sido derrotada militarmente en alguna guerra pasada. Al contrario, guste o no, y por mucho que Occidente se empeñe en ignorarlo, Rusia sigue formando parte de aquellos estados que han dado forma no sólo a Europa, sino también al resto del mundo, tal y como hoy en día los conocemos.
Darius Pallarès Barberà. Barcelona.
Redactor, El Inconformista Digital.
Incorporación – Redacción. Barcelona, 12 Abril 2014.