Los acontecimientos del pasado verano en el país del Nilo han vuelto a poner de manifiesto no sólo la tutela que los militares egipcios ejercen sobre el proceso de transición política iniciado con la caída del régimen de Mubarak a comienzos de 2011, sino también el poder político y económico que continúan ostentando en el Egipto. Desde que el golpe de Estado protagonizado por el autodenominado Movimiento de los Oficiales Libres en 1952 derrocaba al rey Faruk I para acto seguido instaurar la República Árabe de Egipto, los militares egipcios han controlado los destinos del país del Nilo. Los presidentes egipcios Muhammad Naguib, Gamal Abdel Nasser, Anwar el-Sadat y Hosni Mubarak eran militares. Tras la caída del último en 2011, el poder quedo en manos del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas de Egipto, presidido por el mariscal Mohamed Hussein Tantawi, hasta que las elecciones de octubre de 2012 puso por primera vez en la historia del Egipto contemporáneo a un civil como presidente de la república, el islamista Mohamed Mursi. El derrocamiento de éste, a comienzos del pasado mes de julio, ha dado lugar a un gobierno interino presidido por el civil Adli Mansur, y en el cual la cartera de defensa está ocupada por el general Abdul Fatah al-Sisi, considerado por no pocos analistas como el verdadero hombre fuerte de Egipto.
La incertidumbre ante la evolución de la situación política egipcia, junto con la enquistada guerra civil que está desangrando Siria, parecen haber difuminado las esperanzas depositadas en la llamada “Primavera árabe”, y que el pesimismo ante la evolución los acontecimientos en el mundo árabe vuelva a calar hondo en la opinión pública. Nuevamente, aparecen discursos que parecían ya superados en los que se cuestiona la capacidad de las sociedades árabes para adaptarse a las reglas del Estado de derecho y de la democracia. Tales argumentos ponen de relevancia un supuesto atraso, no sólo material, sino también cultural, en el que el peso de las tradiciones y, sobre todo, del fanatismo religioso hace que la población árabe esté incapacitada para adaptarse a la vida moderna tal y como se concibe en Occidente. Tal formulación llega a considerar la existencia de regímenes dictatoriales en los países árabes como un mal menor que garantiza una cierta estabilidad, ya que parece estar sobradamente demostrado que la democracia en el mundo árabe sólo sirve como trampolín para que las fuerzas islamistas retrógradas alcancen el poder –como fue el caso de la victoria del Frente Islámico de Salvación en las elecciones argelinas de 1991, de Hamás en los territorios palestinos en las de 2006, de Enahda en el Túnez postbenalista o del Partido de la Libertad y la Justicia de Mursi en Egipto.
Pero tal tipo de argumentos son sólo fruto de prejuicios y atavismos que se alimentan de ideas estereotipadas sobre la supuesta superioridad de determinadas culturas sobre otras, además de evidenciar también un profundo desconocimiento, no ya sólo de los países árabes, sino también de la historia contemporánea –sólo basta con recordar que algunos países del sur de Europa (España, Portugal y Grecia) estuvieron sometidos a gobiernos militares hasta bien entrada la década de 1970, por no citar el ejemplo, de sobras conocido, de las dictaduras latinoamericanas–. De hecho, la influencia e injerencia que los militares puedan llegar a tener en la vida política de un determinado país depende más bien, entre otros factores, de las formas y los tiempos en los que se va desarrollando el proceso de modernización de la sociedad.
Llegados a este punto, veo necesario precisar un poco qué entiendo por modernización, o si se prefiere, qué es la modernidad. A primera vista, parece obvio que todo el mundo puede tener una idea más o menos clara de lo que es la modernidad. Pero el hecho es que en los ámbitos académicos es un tema controvertido que da pie a la formulación de diversas interpretaciones y modelos teóricos. No obstante, existen una cierta aceptación acerca de varios indicadores definitorios de la modernidad: industrialización, urbanización, quiebra de las economías campesinas, expansión del trabajo asalariado, consolidación de formas de gobierno más abiertas y participativas.
Se trata pues, de un proceso histórico cuyos orígenes se remontan a la Europa de finales del siglo XV y que, con el paso de los siglos, dio como resultado el desarrollo de la economía capitalista y la formación de un sistema competitivo de estados nacionales, es decir, de estructuras político-territoriales independientes, administrativamente centralizadas y burocratizadas, que ejercen su autoridad sobre un territorio claramente delimitado y una población pretendidamente homogénea. Dicho proceso tomaría un gran impulso a mediados del siglo XIX, cuando en los países europeos se consolidaron los triunfos de las revoluciones liberales, se extendió el desarrollo del capitalismo industrial y la expansión colonial alcanzó una dimensión auténticamente global. La modernización, que vista desde esta perspectiva general parece muy clara, adoptó diferentes ritmos y formas dependiendo, entre otros factores, de las particularidades propias de cada sociedad y de la coyuntura histórica del momento, lo cual implica que es muy discutible hablar de la existencia de un tipo modernización modélica que deba ser seguido a toda costa. Lo que sí resulta evidente es que, cuando una sociedad entra en un proceso de modernización, se produce una ruptura irreversible con las tradiciones que hace imposible cualquier retorno a un pasado, sea éste real o imaginado.
Entre los fenómenos que resultaron determinantes para favorecer el impulso modernizador, la guerra fue sin duda uno de ellos. Un breve repaso a la historia europea entre los siglos XVI y XVIII nos permite comprobar que está jalonada de conflictos armados, tanto entre estados como a nivel interno de estos en forma de rebeliones, revoluciones y guerras civiles, que nos permiten concebir la civilización europea de aquellos siglos como la de un conjunto de entidades político-territoriales soberanas cada vez más militarizadas cuyo estado natural era la guerra. En este sentido, la guerra de los Ochenta Años (1567-1648), más conocida como la rebelión de los Países Bajos contra la Monarquía Hispánica, la guerra de los Treinta Años (1618-1648), que tuvo como escenario principal el espacio centroeuropeo e implicó a las principales potencias de la época, la guerra de Sucesión española (1700-1714), considerada como una auténtica guerra global europea, la guerra de los Siete Años (1756-1763), que tuvo una dimensión prácticamente mundial al desarrollarse tanto en Europa como en las colonias de ultramar, y las guerras que enfrentarían la Francia revolucionaria, y posteriormente napoleónica, contra las diferentes coaliciones internacionales (1792-1815) son tan sólo los ejemplos más llamativos del ambiente de confrontación permanente en el que vivió la Europa de la época moderna y de comienzos de la contemporánea.
Y fue precisamente la guerra, o más concretamente, el control, la movilización, la organización y la dirección de los recursos humanos y materiales para llevarla a cabo, uno de los principales factores que impulsó la transformación de Europa, es decir, su modernización. La necesidad de mejorar los sistemas de recaudación de tributos para la financiar unas guerras cada vez más costosas y la generalización del reclutamiento para proveer de contingentes a unos ejércitos permanentemente movilizados, llevarían a los gobernantes europeos a perfeccionar y racionalizar los sistemas administrativos de control de la población y el territorio para cuantificar y controlar los recursos disponibles para emprender una campaña bélica. Evidentemente, se trató de un proceso lento y extremadamente conflictivo, ya que la intensificación de los conflictos armados aumentó la presión –y el control– que los gobernantes ejercían sobre la población para extraer los recursos y movilizar las lealtades necesarias para satisfacer las demandas generadas por la guerra.
Con el fin de las guerras napoleónicas en 1815, Europa entraría en un periodo de paz relativa que duraría hasta las grandes conflagraciones mundiales de la primera mitad del siglo XX. Ello no significó la ausencia de conflictos armados entre estados o a nivel interno de cada estado, sino que no se produjo el estallido de un enfrentamiento armado generalizado entre grandes potencias –si exceptuamos la lejana guerra de Crimea de 1853-1856, que enfrentó a Rusia con el Imperio otomano, Francia y Gran Bretaña–. Tampoco significó que los estados europeos mitigasen su agresividad militarista, sino que está se orientó preferentemente hacia la conquista de territorios de ultramar con el objetivo de construir imperios coloniales –que por aquel entonces era considerado el paso imprescindible para cualquier país que pretendiese ingresar en el selecto y restringido club de las potencias internacionales–.
Obviamente, ello causo un profundo impacto en las sociedades no europeas, que vieron cómo se producía una ruptura con sus formas de vida tradicionales al verse arrastradas hacía un mundo dominado por los países capitalistas industrializados. Ello despertó entre diversos sectores de las élites indígenas la conciencia del atraso de sus sociedades respecto a Europa, y la necesidad de adoptar reformas si se quería plantar cara con éxito al poder de las potencias colonialistas, una impresión que se reforzaría aún más ante la constatación de que los intentos de resistencia bajo formas de movilización tradicionales, basados en la solidaridad comunitaria, las relaciones clientelares o la lealtad a una dinastía de gobernantes nativos, fracasaban irremediablemente ante el poder tecnológico de las armas de los ejércitos europeos.
De este modo, surgieron diversas iniciativas reformistas en los países no europeos. Paradójicamente, entre las más destacadas estuvo la del quien fue el fundador de la dinastía que los Oficiales Libres egipcios derrocaron en 1952, Muhammad Alí (1769-1849), un albanés que sirvió en los ejércitos otomanos y participó en la ofensiva contra la ocupación francesa de Egipto en 1803. Por aquel entonces, el país del Nilo estaba bajo soberanía de la Sublime Puerta y, tras la expulsión de las tropas galas, Muhammad Alí se erigió en virrey de Egipto. A partir de entonces, emprendió una ambiciosa política reformista con el fin del modernizar el país que abarcaría diversos ámbitos (el ejército, la administración, la agricultura, la fiscalidad, etc.). Pero ello, junto a sus aspiraciones de convertir Egipto en una potencia en la región del Próximo Oriente, chocaría con los recelos de Estambul y de las potencias occidentales, que preferían tener a Egipto bajo el control de un Imperio otomano, debilitado y sometido a la influencia europea, que verlo convertido en el centro de un imperio árabe renacido y modernizado. Finalmente, Muhammad Alí no pudo hacer frente a la presión de las potencias europeas y tuvo que llegar a un acuerdo por el cual renunciaba a sus proyectos reformistas y a sus ambiciones políticas a cambio del reconocimiento internacional para su dinastía. Así, Egipto entraría en la modernidad bajo el gobierno de los sucesores de Muhammad Alí, pero se vería lastrado por su dependencia económica y financiera respecto a Europa, que culminaría con el establecimiento del protectorado británico en 1882.
Sin embargo, a pesar del fracaso del proyecto modernizador de Muhammad Alí, éste significó un precedente que inspiraría a no pocos reformistas no europeos. En este sentido, cabe destacar el conjunto de medidas que, bajo el nombre de Tanzimat (“organización” en turco), pretendieron modernizar el ejército, la administración y las finanzas del Imperio otomano entre 1839 y 1876. Pero mucho más exitosa resultó la modernización de Japón iniciada con las reformas emprendidas por la denominada “Revolución Meiji” (1867). Dichas reformas consiguieron convertir a Japón en una potencia internacional, lo cual se puso de manifiesto en la humillante derrota que el ejército japonés infringió al poderoso Imperio ruso en la guerra de 1904-1905. En aquellos años, en los que Europa estaba inmersa en la vorágine de la carrera imperialista, la derrota de una potencia europea a manos de un país de población no blanca causó una profunda conmoción y supuso todo un referente para muchos miembros de las élites de los pueblos no europeos, que vieron en Japón la prueba de que no sólo era posible emprender el camino de la modernización sin tener que renunciar por ello a la identidad y a los valores culturales propios, sino que era imprescindible dotarse de un ejército moderno y profesionalizado para poder enfrentarse con éxito a las potencias europeas.
La figura de Muhammad Alí o la modernización de Japón fueron algunos de los modelos, quizás los más llamativos, pero no los únicos, que inspirarían a nuevas generaciones de militares nativos que no sólo se formaron en las academias militares europeas, o sirviendo en los ejércitos coloniales, y asimilaron los modelos de organización de los ejércitos europeos, sino que también se imbuyeron de las ideas importadas de Occidente, como el liberalismo, el nacionalismo o el socialismo. Así, fueron surgiendo una serie de militares que encabezarían movimientos nacionalistas y antiimperialistas, como fue el caso Mustafá Khemal, fundador de la Turquía moderna en 1923, o Chiang Kai-shek, dirigente del partido nacionalista chino –o Kuomintang–, que tras la derrota frente a los comunistas en la guerra civil de 1946-1948, fundaría una República de China en la isla de Taiwán.
La figura de Mustafá Khemal sería especialmente significativa, ya que fundó la Turquía moderna bajo las premisas de un nacionalismo turco y laico que dejaría de lado la solidaridad islámica interétnica. Ello influenció a toda una generación de militares panarabistas que precedieron al Movimiento de los Oficiales Libres egipcios. De hecho, el golpe de los Oficiales Libres abrió toda una etapa histórica en el mundo árabe marcada por el ascenso de militares comprometidos con un nacionalismo árabe antiimperialista y con tendencias populistas y socializantes. En Argelia, el Frente de Liberación Nacional, del que formaban parte muchos militares que habían servido bajo las órdenes de Francia durante la segunda guerra mundial, iniciaba una guerra de independencia entre 1956 y 1962. De la mano de los militares, el Partido del Renacimiento Árabe Socialista (Baas) accedía al poder en Siria (1970) e Iraq (1963 y 1968). En 1969, el coronel Gadafi encabezaba el Consejo del Mando de la Revolución que puso fin a la monarquía de rey Idris en Libia.
En resumen, la influencia que los militares han ejercido, y todavía ejercen, en el mundo árabe es fruto de los ensayos reformistas que, desde los países no europeos, se intentaron llevar a cabo con el fin de dar una respuesta adecuada al desafió planteado por una modernidad impuesta desde Occidente. Hasta cierto punto, los militares reformistas consiguieron un notable éxito al movilizar a la población en la lucha por liberarse de la dominación colonial. Pero la guerra fría, la fundación del Estado de Israel en 1948, que dio pie a las subsiguientes guerras árabes-israelíes y al inicio de drama del pueblo palestino, el ascenso de los movimientos islamistas, la instauración de la República Islámica de Irán en 1979, el hundimiento de la Unión Soviética y el surgimiento de un “nuevo orden mundial” liderado por los Estados Unidos, fueron acontecimientos que, a la postre, marcarían el fracaso de los proyectos impulsados por los militares reformistas para llevar a las nuevas naciones árabes independientes por el camino de una modernización que aunase el desarrollo económico con la justicia social y el respeto por la propia identidad cultural. De la misma manera que ocurrió con Muhammad Alí en el siglo XIX, los militares reformistas han preferido pactar con las potencias internacionales para perpetuarse en el poder a cambio de someterse, ellos y sus países, a las reglas marcadas por una globalización económica impulsada por el neoliberalismo.
Darius Pallarès Barberà. Barcelona.
Redactor, El Inconformista Digital.
Incorporación – Redacción. Barcelona, 31 Octubre 2013.