La tierra perdida – por Laura Morillas

Quizás no lo sepan, pero existe una táctica de guerra que consiste en capturar a un enemigo, torturarle repetidamente todo lo que se pueda y más, y dejarle después un largo tiempo en aislamiento y privación total (sin casi alimentos, espacio, luz, cama, en silencio y nada que hacer), con todas las necesidades físicas y mentales gritando dentro de su cabeza. Hecho esto, muy lentamente, se le va dando comida y bebida adecuada, se le permite una ducha, se le hablan unas palabras, se le comienza a tratar casi como si volviera a ser un ser humano otra vez.

Si este proceso se hace bien y la persona a la que están manipulando es potencialmente influenciable, hay muchas posibilidades de que -desprovista de defensas- se diluya ante tus ojos y se vuelva poco menos que plastilina entre los dedos de sus captores, dócil, dispuesto a ayudarles y a creer todo lo que le digan. Sería algo similar a lo que plantea la serie estadounidense Homeland a través del marine Brody el cuál es retenido durante ocho largos años por Al Qaeda.

Cuando enciendo la televisión y hago un poco de zapping, tras ver algunos anuncios, en demasiadas ocasiones no puedo evitar pensar que la inmensa mayoría de los ciudadanos de nuestra sociedad industrializada, somos algo parecido a ése soldado capturado por el enemigo al que tras un buen lavado de cerebro, se le convierte exactamente en el tipo de ser humano que necesitan, ya que ha olvidado que hace mucho tiempo, una vez, lo fue, de pleno derecho además.

Hace algo más de un par de siglos que hemos perdido nuestro lugar en el mundo. Tras el proceso de industrialización y despiadada urbanización resultante que se ha dado en todo occidente (y en gran parte ya del resto del mundo) junto a la dominación del consumo de masas introducido sutilmente en nuestras vidas desde principios del siglo XX, la sociedad se ha desconectado de sus raíces, dejando la tierra seca y abandonada, y anda por ahí destruyendo y olvidando, corriendo al filo del precipicio como el niño ése que va cuesta abajo con su bici sin rozar el freno y dice, excitado por la velocidad, “¡Mira mamá, sin manos!”. Y todos sabemos cómo acaban ésa historia y los dientes del chiquillo.

La feroz industrialización en la que vivimos, nos ha alejado de la naturaleza real en la que un día vivimos felices y en paz, cambiando nuestros modos de vida, ideologías, espiritualidad y bienes materiales, entre otras cosas. Se han destruido muchas culturas y sociedades menores primitivas en pro de alimentar la enorme boca de esta gran sociedad de consumo que siempre tiene hambre. Y a los que han intentado huir, le han plantado cara o han tratado de continuar inocua y silenciosamente con sus costumbres, se les ha condenado al ostracismo, el ridículo y el rechazo que los que mueven los hilos de nuestro mundo, le suelen dedicar a todo aquello que difiere de sus ideas e intereses. Piensen un momento en lo indios nativos americanos, en los Amish, en las tribus del Amazonas.

Toda esta situación encierra dentro de sí otra situación menor y dependiente de la primera, pero no menos importante. Como el juego de las Matrioskas rusas o el caballo de Troya. Porque primero nos han quitado y hemos ido perdiendo la tierra, la naturaleza que cada vez se destroza y se tecnologiza más. Y ahora, tras un amplio periodo de silencio y un “aquí no pasa nada, la sociedad avanza y todo está bien”, nos intentan vender todo lo que se ha extraviado, es la nueva y llena hasta rebosar de marketing “vuelta a lo natural”.

Tetrabricks de cartón fabricado con químicos incomprensibles llenos de gazpacho que ahora está hecho con una nueva receta sin colorantes ni conservantes e ingredientes recién recolectados de la huerta -perdonen que me ría-, como hecho en casa, dicen.

Cientos de muebles y accesorios para el hogar, innecesarios y superfluos la mayoría, fabricados con madera ecosostenible certificada, para renovar nuestros hogares y poder aumentar un poquito más los cientos de residuos que tiramos a la basura.

Las nuevas urbanizaciones -paralizadas ahora por la crisis- con paneles solares para el uso del agua caliente o con instalaciones de reducción de consumo energético, construidas a cinco metros de la playa sin ton ni son.

Productos ecológicos elaborados con métodos tradicionales, sin uso de químicos nocivos, con respeto por los animales, que aunque son una buena iniciativa cuestan el triple que sus homólogos “normales” tratando de escapar de las garras del monstruo de la economía.

Son muchos los consumidores que hoy por hoy, se van dando cuenta de esta situación global y triste que trato de explicarles, y dentro del mar embravecido contra el que luchamos, buscan alternativas más naturales, respetuosas y ecológicas al modelo de consumo y vida que se nos ha impuesto, intentando retornar a una forma de comer, sentir, trabajar, etc; que no se debe de olvidar. Es gente que se ha dado cuenta de que la sociedad actual ha excedido un límite y no se puede seguir así aunque la tecnología y la industrialización hayan revolucionado nuestro planeta, trayendo cosas que han mejorado increíblemente todo, desde la medicina, la ciencia, la comunicación hasta la comodidad, el entretenimiento, la educación.

Porque sin querer nos hemos alejado también del respeto por la naturaleza sin la que no es posible la vida, del respeto por ésa naturaleza y todos los seres vivos que la habitan, de la diversidad, de los otros modelos positivos de sociedad con infinidad de enseñanzas y posibilidades. Evolucionar no debería de implicar aniquilar todo lo anterior, diferente o natural. Tampoco corromper para luego reinstaurarlo mediante su reventa para así sacar beneficios para unos pocos.

Muchos nos emocionamos al ver una película como Avatar en el cine, por ejemplo, donde odiamos a los militares sin ética que llegan a otro planeta y sin importarles los seres vivos que allí ahí, destruir todo lo necesario para conseguir lo que ellos necesitan (un mineral que pueden vender carísimo en la Tierra).

El hombre moderno y real de hace varios siglos, descubrió América y mató a miles de indígenas que no quisieron convertirse al Cristianismo. A los que consiguieron convertir les dieron un idioma nuevo mientras se burlaban de sus costumbres salvajes. Y tiempo después celebramos el día de la Hispanidad.

Llegamos al supermercado y no nos planteamos los químicos cancerígenos que lleva mucha de la comida que compramos o el excesivo plástico que envuelve muchos productos y que luego es tan contaminante. Muchas personas ni siquiera reciclan. Es como si nos diera igual lo que pase con nuestro propio planeta (sin el que no podemos existir) porque nos hemos creído aquello de “no pasa nada”.

Busquen en Google las gráficas del calentamiento global, de los índices de contaminación en la atmósfera, tierra y mar, las gráficas del deshielo, de los tsunamis y terremotos, de los bosques masacrados y las especies en peligro de extinción. Busquen el número global de centrales nucleares, de vertidos tóxicos y explosiones militares. Busquen, ya que están y habrán perdido ya media hora, la cantidad de pueblos indígenas a los que se les ha destruido su hábitat para poder cortar madera, recolectar diamantes o cualquier otra actividad con beneficio económico para las empresas.

Para acabar este artículo me gustaría como he hecho al principio, contarles una pequeña anécdota. Hace tiempo leí una investigación muy interesante llevada a cabo en una zona poco poblada de Japón. Se trataba de una zona cercana al mar donde habían unos pocos pueblecitos construidos de forma bastante tradicional pero con luz, agua corriente y una serie de comodidades tecnológicas simples. Las personas que allí vivían lo hacían de una forma muy poco invasiva con la naturaleza, era gente tranquila que pescaba en el mar para el consumo del pueblo, cultivaban sus propios huertos, cuidaban de algunos animales, no trabajaban para ninguna multinacional sino en ocupaciones locales, celebraban sus fiestas en días señalados y conocían a casi todo el mundo. Concretamente, se sabe que su alimentación era mucha verdura y fruta, pescado y poca carne, casi como algo especial. También que estaban alejados de las ciudades y observaban una gran espiritualidad. Pues bien, los investigadores quisieron acudir para analizar con qué edad fallecía la mayoría de la gente y porqué motivo o enfermedad. Lo que encontraron allí les dejó bastante sorprendidos. Prácticamente todo el mundo llegaba a los 90 años, había una incidencia muy pequeña de cáncer y alzheimer, la causa más normal de muerte era sencillamente la avanzada edad de los habitantes, y cuando las autopsias revelaban cáncer o alzheimer, los enfermos casi no habían llegado a desarrollar síntomas.

Existe un estudio muy parecido llevado a cabo en una serie de conventos de monjas de clausura en varias zonas rurales de Francia. Las conclusiones del mismo fueron muy similares, al igual que la forma de vida.

Quizás podría reflexionarse que en el conocimiento de la cultura, la historia, la filosofía, etc; está la clave para elegir qué tipo de vida queremos vivir y proteger, aunque claro, es justo una de las cosas para las que el propio mundo y nuestro Gobierno en particular, está recortando la inversión y por tanto, el dinero. Qué extraño ¿no les parece?

Laura Morillas García. Valencia.
Redactora, El Inconformista Digital.

Incorporación – Redacción. Barcelona, 27 Septiembre 2013.