Las revoluciones que han cambiado el curso de la historia han estado precedidas o han tenido como consecuencia cambios militares de gran alcance. Cuando los carros de combate británicos aparecieron sobre los campos de Flandes en 1916, los alemanes tuvieron una impresión parecida a la de los romanos al ver avanzar a los elefantes cartagineses que habían cruzado las montañas alpinas. Pensaron que eran “bueyes lucanios” pero al verlos penetrar impasiblemente se sobrecogieron de miedo y perdieron la batalla, pese a haber infringido tales pérdidas al enemigo como para quitarles toda alegría por el triunfo. Las “victorias a lo Pirro” fueron, a partir de entonces, las pagadas a precio demasiado caro.
La historia de las guerras está jalonada de victorias pírricas. Cada vez que surge una nueva estrategia o nuevas armas para combatir al enemigo no pasa mucho tiempo sin que los vencidos se aprovechen de los inventos de los vencedores. Y así se ha creado una espiral milenaria, destructiva, en la que el poder de los imperios han conocido su vulnerabilidad precisamente a causa de las armas que ellos emplearon contra quienes les discutían su hegemonía territorial, ideológica o económica.
Las falanges griegas, aquellos soldados reclutados en los estados ciudad, fueron perfeccionadas por la caballería en defensa de los ataques persas tan bien descritas en las guerras del Peloponeso de Tucídides. Fue el gran genio militar de Alejandro Magno el que integró la infantería, la caballería y la artillería llevando a sus ejércitos hasta los confines de Asia. Roma aportó las legiones y las cohortes. En Constantinopla se utilizaron los arqueros y en la Edad Media aparecieron las estrategias defensivas con castillos, torres y murallas que protegían a los reyes y señores feudales.
Los turcos utilizaron la pólvora que había sido inventada por los chinos y consiguieron romper las murallas en las dos orillas del Bósforo con cañones hasta entonces desconocidos. Los ejércitos españoles montaron a caballo y conquistaron un nuevo mundo con lanzas y arcabuces. La gran revolución militar de la era moderna la protagonizó Napoleón en los campos de batalla de Europa y de Rusia. Introdujo el reclutamiento forzoso “hasta que los enemigos de la República hayan desaparecido”. Todos los franceses eran soldados y cuando Napoleón era proclamado primer cónsul, Francia contaba con más de un millón de hombres en un ejército popular hasta entonces desconocido en Europa.
Eran los tiempos de la revolución americana cuando apareció también por primera vez el rifle, que había sido un arma para cazar indios y animales, con una precisión muy exacta para matar a personas concretas. Pero las innovaciones de Napoleón fueron replicadas por el Duque de Wellington que aprendió el arte de la guerra en sus experiencias en la Península Ibérica. La guerra, a partir de entonces, era un conjunto de capacidades que convenía integrar ya fuera desde el mar, con la caballería o con los fusiles y la artillería que empezaba a causar muertes masivas en las trincheras europeas.
El mundo occidental vivió un largo periodo de paz después de Waterloo. Se conocieron muchas guerras entre naciones y, muy particularmente, en el interior de los estados y los imperios que se consolidaron con la derrota de la Francia napoleónica. El siglo pasado conoció las más horribles barbaridades de las guerras. Se calcula en más de sesenta millones los hombres y mujeres que perdieron la vida como consecuencia de las dos guerras mundiales y las que vivieron pueblos y naciones como consecuencia de las dos ideologías que marcaron buena parte del siglo: el nazismo y el comunismo estalinista.
Fue Winston Churchill el que participó como soldado y como periodista en las guerras imperiales victorianas en la India, Sudan y África del Sur al término del siglo antepasado. En 1901 escribía que las guerras del siglo XX serían las guerras de los pueblos, de los hombres, guerras que serán más terribles que las de los reyes. Más adelante, después de haber conocido como primer lord del Almirantazgo británico las desgracias de la Gran Guerra con las matanzas de soldados ingleses, franceses y otomanos en la península de Galípoli, después de haber presidido el gobierno británico durante los tiempos heroicos de la última guerra mundial, escribía nuevamente que “este siglo es el del hombre común, porque el hombre común, el “common man”, es el que más ha sufrido”.
El siglo pasado fue el de la victoria de la democracia pero también fue el que más hombres y mujeres murieron en acciones de guerra. En la Gran Guerra empezaron a utilizarse los gases de destrucción masiva, la aviación y la movilización de cientos de miles de hombres que eran enviados a la muerte para defender ideas que no tenían carácter religioso sino que eran puramente ideologías laicas por las que se combatía con la misma brutalidad que cuando se libraban luchas en nombre del Papa o del Emperador.
La Segunda Guerra Mundial se saldó con la primera utilización del arma más destructiva conocida hasta ahora. Entramos en la era nuclear en el momento en que el presidente Truman ordenó bombardear con armas atómicas las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki. El mundo quedó horrorizado por aquellas imágenes de destrucción masiva y relativamente fácil.
Empezó la guerra fría que obligó a los soviéticos a conseguir las mismas bombas nucleares que los norteamericanos y los franceses y británicos. La disuasión era el la doctrina política y militar vigente durante más de cuarenta años. Consistía en tener las mismas capacidades que el adversario, no para utilizarlas, sino para impedir que el enemigo las desplegara. Era el balance del miedo.
La hegemonía política, cultural, militar, diplomática y económica de Estados Unidos viene de lejos. Empieza a imponerse de forma progresiva desde el momento en que los ejércitos norteamericanos contribuyen a la pacificación de Europa. Es una hegemonía básicamente militar. El presupuesto de seguridad y defensa de Estados Unidos es superior al de todos los demás países del mundo, incluida China, India y Rusia.
Esta superioridad ha coincidido con una revolución militar sin precedentes. Consiste en disponer de un dispositivo de guerra de tal perfección que se puede hacer la guerra contra un adversario, destruir sus infraestructuras, matar a muchas personas, forzar un armisticio, sin experimentar una reacción más o menos proporcionada. La guerra en los Balcanes vivió esta experiencia. Salían los aviones perfectamente dirigidos, atacaban los objetivos, destruían las infraestructuras y regresaban a sus bases sin baja alguna. Destruir sin ser destruido. Atacar sin ser atacado.
Esta práctica política y militar se experimentó nuevamente en Afganistán. Se derribó un régimen, el de los talibanes, sin grandes costes humanos. Se ganó una guerra sin bajas y se demostró la superioridad bélica desde un lejano puente de mando desde el que se decidía cuántos misiles eran disparados y qué objetivos eran abatidos.
Pero, paradójicamente, esta superioridad militar, como tantas veces en la historia, ha sido contestada por el adversario. Ha aparecido en el escenario bélico internacional un arma inesperada en la forma de los hombres y mujeres bomba que salen de la sociedad saudí, de la comunidad de los palestinos, de los chechenos atropellados por la majestuosidad del ejército ruso… Es una forma, perversa si se quiere, de equilibrar la potencia sin riesgos de un ejército americano o israelí que no tienen adversarios de su nivel.
La guerra forma parte de la historia. Y siempre que surge un imperio, una arma destructiva nueva, un militar o un político que quiere resolver por la fuerza las naturales diferencias entre los hombres, aparece en el horizonte la forma de contrarrestarlo. De la superioridad y hegemonía de Estados Unidos han salido los hombres y mujeres bomba.
Nota: El artículo procede del blog de Lluís y ha sido publicado con el consentimiento del autor, en este enlace puede verse el original.
Lluís Foix ha sido director de La Vanguardia, corresponsal en Londres y Washington, y ha cubierto informativamente siete guerras.
Redacción. Memoria. El Inconformista Digital.-
Incorporación – Redacción. Barcelona, 10 Agosto 2013.