Giulio Andreotti y la Italia de la Primera República – por Darius Pallarès

El pasado mes de mayo fallecía el político italiano Giulio Andreotti, uno de los principales dirigentes del otrora poderoso Partido Demócrata Cristiano (DC) y con una dilatada trayectoria en el poder ejecutivo ocupando diversos cargos en los diferentes gobiernos italianos que se sucedieron desde la posguerra hasta principios de la década de 1990: presidente de Gobierno en siete ocasiones, ocho veces Ministro de Defensa y cinco ocupando la cartera de Exteriores, entre otros cargos ministeriales. Pero ya desde finales de la década de 1950 su actividad política estuvo rodeada por la polémica y los escándalos, como el caso Guiffrè –un fraude bancario que afectó a pequeños ahorradores–, las irregularidades cometidas durante la construcción del aeropuerto de Fiumicino, o el escándalo de los expedientes relacionados con la trama golpista protagonizada por el general neofascista Giovanni de Lorenzo a finales de los sesenta, una copia de los cuales fueron a parar a manos de Licio Gelli, líder de la logia masónica Propaganda Due.

Pero fue sobre todo a raíz de las confesiones del mafioso arrepentido Tommaso Buscetta en 1993 cuando comenzaron a hacerse públicas las implicaciones de Andreotti con los episodios más turbulentos de la reciente historia italiana. Los testimonios de Buscetta y de otros pentiti no sólo evidenciaron los vínculos del político democristiano con la Cosa Nostra –el supuesto beso en señal de respeto que dio al capo Totò Riina seguramente pasará a formar parte de las leyendas contemporáneas–, sino que también le pusieron en el centro de turbias intrigas en las que confluían los cuerpos de seguridad del Estado, la cúpula militar, los servicios de inteligencia nacional y extranjeros, organizaciones neofascistas, sociedades secretas, la mafia, e incluso, el Vaticano.

De hecho, Andreotti ha personificado las contradicciones de la Italia de la segunda mitad del siglo pasado, un país que arrastraba el legado de su pasado fascista y de los estragos ocasionados por la Segunda Guerra Mundial, y que experimentó a partir de mediados de la década de 1950 un acelerado proceso de modernización social y económica sin precedentes; aunque sin llegar a superar completamente los graves desequilibrios territoriales que han marcado su historia desde la unificación nacional de 1861, especialmente entre un norte desarrollado e industrializado y un sur atrasado y predominantemente agrícola donde el poder del Estado ha estado mediatizado por el entramado de redes clientelares existentes entre la clase política, la administración pública, los sectores empresariales y el crimen organizado.

A esto hay que añadir la temprana adscripción de la Italia de la época de la guerra fría al bloque capitalista occidental, reflejado en la clara vocación europeísta y atlantista de su clase política. Y ello a pesar de mantener un modelo económico mixto basado en una banca y grandes industrias estatales y en un amplio sector privado formado por pequeñas y medianas empresas –buena parte de ellas de carácter familiar; y sobre todo, de poseer la organización comunista –el PCI– más sólida y con mayor número de militantes de la Europa Occidental, y la que más tempranamente se desligó de la tutela soviética. Además, no hay que olvidar a la poderosa Iglesia Católica, con el Vaticano a la cabeza, que no dudó en ejercer toda su influencia y movilizar sus recursos en apoyo de la DC con tal de evitar el ascenso al poder del PCI, aunque la crisis de valores iba afectando cada vez más a una sociedad que apenas acababa de salir del subdesarrollo para sumergirse en el materialismo y el consumismo, mientras su clase política se hundía en la corrupción más generalizada.

Demasiadas contradicciones en definitiva que, a la postre, alimentarían las tensiones y los conflictos sociales de los años 1968-1973, protagonizados sobre todo por los sectores estudiantiles y de la clase obrera industrial; y que fueron seguidos por la crisis económica y la violencia política de los denominados “años de plomo” (1973-1982), marcados por los sangrientos actos terroristas perpetrados por organizaciones de extrema izquierda y de la ultraderecha, como el atentado de la Piazza Fontana de Milán en 1969, que causó 17 víctimas mortales y fue atribuido a grupos neofascistas (con la complicidad de los servicios de inteligencia); el secuestro y posterior asesinato del entonces presidente de la DC, Aldo Moro, a manos de la Brigadas Rojas en 1978, y la matanza en la estación de Bolonia de 1980, que causó la muerte a 85 personas e hirió otras 200, y que fue perpetrado por la organización ultraderechista Ordine Nuovo.

Pero la moderación de la que hizo gala el PCI durante esos años, mirando de alcanzar acuerdos con la DC y los socialistas –el llamado “compromiso histórico”– y apoyando la permanencia del país en la OTAN a cambio de ciertas reformas políticas y sociales, como el reforzamiento del gobierno regional o la despenalización del aborto, permitieron al Estado italiano superar la etapa de crisis y combatir al terrorismo de forma exitosa. Ello también se vio favorecido por un nuevo periodo de auge económico durante la primera mitad de los ochenta que llevaría a Italia a convertirse en la quinta potencia industrial del mundo, y que abrió las puertas a cierto optimismo y a las iniciativas encaminadas a regenerar la vida política (en 1981 el líder del Partido Republicano, Giovanni Spadolini, se convertía en el primer presidente de un gobierno no democristiano desde 1945, y entre 1983-87 le sucedía el socialista Bettino Craxi) y a poner coto a las actividades del crimen organizado (en 1986 se iniciaba Maxiprocesso contra 456 miembros de la mafia en Palermo).

Pero se trató más bien de una bonanza pasajera y a finales de los ochenta y comienzos de los noventa comenzaron a hacerse evidentes los graves problemas estructurales de Italia, como el elevadísimo déficit presupuestario (la deuda pública suponía el 120% del PIB en 1992), el excesivo peso de la economía sumergida (que representaba una cuarta parte del PIB en 1994) o la persistencia de las desigualdades entre el norte y el sur. A esta situación se añadieron los cambios en el panorama internacional con el hundimiento de la URSS y el fin de la guerra fría, lo cual tendría sus repercusiones en el interior, especialmente para la DC y el Partido Socialista, que se habían beneficiado del fantasma del comunismo para erigirse en piezas clave de la estabilidad político-institucional italiana.

Todo ello saltaría por los aires en 1992 con el proceso judicial Mani pulite, que puso al descubierto una vasta red de corrupción conocida como la tangentopoli (“la ciudad de los sobornos”); y los asesinatos de los jueces antimafia Giovanni Falcone y Paolo Borselino, que fueron la gota que colmó el vaso de la paciencia de una sociedad hastiada por la violencia del crimen organizado y la podredumbre moral de una clase política que había regido los destinos del país durante los últimos 50 años.

El vendaval político que se originó a raíz de tales acontecimientos se llevó por delante a la DC y a los socialistas –Bettino Craxi tuvo que huir a Túnez para eludir la acción de la justicia. Y mientras el PCI iniciaba un viraje hacia el centro-izquierda, pasándose a denominar Partido Democrático de la Izquierda (PDS), el espacio de la derecha era ocupado por nuevas fuerzas políticas como la postfascista Alianza Nacional de Gianfranco Fini y la regionalista Liga Norte de Umberto Bossi, que con el tiempo acabarían convergiendo en el Popolo della Libertà del magnate Silvio Berlusconi.

Andreotti, nombrado senador vitalicio en 1991, sería finalmente absuelto de los cargos de corrupción que pesaban sobre él en 1999; y la condena a 24 años de cárcel impuesta por instigar el asesinato en 1979 del periodista Mino Pecorelli, fue finalmente anulada en 2003. Con su muerte se ha cerrado una página de la historia de Italia, pero muchos secretos de la Primera República quedan aún por desvelar, y quizás muchos nunca se lleguen a conocer.

Darius Pallarès Barberà. Barcelona.
Redactor, El Inconformista Digital.

Incorporación – Redacción. Barcelona, 15 Junio 2013.