El legado de la dama de hierro – por Darius Pallarès

El pasado 8 de abril fallecía la ex primera ministra del Reino Unido, Margaret Tatcher, una de las personalidades que marcaron el último cuarto del siglo XX en tanto que su imagen pública condensa los cambios políticos y económicos experimentados a nivel internacional durante dicho periodo. Pero para hacerse una idea de su significación histórica, hay que tener presente que su ascenso al poder coincidió con el fin de toda una época, y que a través sus políticas abanderó –junto con el que fue presidente de Estados Unidos entre 1981 y 1989, Ronald Reagan– a aquellos que pretendieron superarla mediante la imposición de un nuevo modelo social y económico.

El periodo que finalizó en los años 70-80 había nacido con el denominado consenso de la posguerra, un amplio compromiso establecido entre las principales fuerzas políticas y sindicales que implicó la puesta en marcha de programas reformistas de inspiración keynesiana orientados a dar un mayor protagonismo del Estado en la economía, a la vez que se implementaban toda una serie de medidas encaminadas a la expansión de los servicios públicos –como la educación y la sanidad–, la introducción de un sistema fiscal progresivo, el fomento de políticas de defensa de los derechos de las clases asalariadas y de pleno empleo, la redistribución de la riqueza y la instauración de un sistema de rentas para las personas de la tercera edad. Se trató, en definitiva, de la construcción del llamado Estado del Bienestar, cuya versión en el mundo anglosajón se denominaría Welfare State. Dicho consenso no sólo fue necesario para la reconstrucción de unas economías occidentales devastadas por los estragos ocasionados por la Segunda Guerra Mundial sino que, además, permitió conjurar el fantasma de la conflictividad social en unos momentos especialmente críticos, ya que el mundo entraba en una nueva era de confrontación global, la de la guerra fría, entre el capitalismo encabezado por los Estados Unidos y el socialismo liderado por la Unión Soviética, que había ampliado su área de influencia a los países de la Europa Central y Oriental –además del hecho de que en el gran gigante asiático, China, los comunistas se habían hecho con el poder en 1949.

El consenso de posguerra sentó las bases de un modelo de crecimiento que no sólo permitió encarar exitosamente tales desafíos –el colapso económico y el conflicto social–, sino que también dio lugar a la que es considerada como la “edad dorada del capitalismo”, la mayor expansión económica conocida en la historia de la humanidad, impulsada por los países capitalistas industrializados (la tasa de crecimiento del PIB por habitante en Europa Occidental fue del 4,08% entre 1950-1973). Además, también permitió un notable aumento del nivel de vida de la población, que en un corto espacio de tiempo dejaría atrás el racionamiento y las penurias de los años de la posguerra para entrar en la sociedad de consumo.

Pero este modelo de crecimiento económico comenzó a dar señales de desgaste que se manifestarían de una forma especialmente alarmante con las crisis energéticas de 1973 y 1979. A partir de entonces fueron tomando cada vez más fuerza las críticas que, desde postulados propugnados por teóricos como Friedrich August von Hayek y los economistas neoclásicos de la Escuela de Chicago encabezados por Milton Friedman, George Joseph Stigler y Robert Lucas, cuestionaban la viabilidad del Estado del Bienestar. En líneas generales, no sólo se ponía en duda la capacidad de dicho modelo para garantizar un crecimiento sostenido sino que también existía el convencimiento de que, a largo plazo, el excesivo intervencionismo estatal en la economía llevaría al estancamiento, a una inflación desbocada y a unas altas tasas de desempleo (que era lo que precisamente estaba empezando a ocurrir en las economías occidentales a finales de la década de 1970). Como solución, Milton Friedman había formulado la tesis cuantitativista de la teoría monetarista, que convertía la inflación en un fenómeno puramente monetario al relacionar la evolución de los precios con la cantidad de moneda en circulación. Por tanto, mediante una conveniente política “de estímulo monetario” se podía combatir la inflación, dinamizar la actividad económica y garantizar la creación de ocupación. En resumen, había que dejar de lado las políticas presupuestarias, que suponían una mayor participación del sector público en la economía, y poner un mayor énfasis en las políticas monetarias y dejar que las fuerzas del libre mercado se encargasen del resto.

Tales propuestas fueron recogidas y amplificadas por sectores empresariales y de la derecha política del mundo occidental, que exigían un cambio de rumbo en las políticas económicas mediante una mayor liberalización de la economía y la reducción del papel interventor del Estado y su sometimiento a la ortodoxia financiera basada en el equilibrio presupuestario y la reducción de gastos. Por otra parte, el contexto político internacional favorecía tal perspectiva, ya que la guerra fría había entrado en la etapa de distensión y el peligro del comunismo (que en parte había propiciado el consenso de la posguerra) se iba difuminando ante la evidencia de que el modelo económico socialista de tipo soviético ya había comenzado a quedarse rezagado a partir de la década de 1960. A diferencia del capitalismo, el socialismo soviético no iba a ser capaz de sobrevivir al impacto de la crisis energética de la segunda mitad de los setenta.

En el Reino Unido, donde los estragos de la crisis económica de la década de 1970 se sufrieron con especial intensidad (el crecimiento medio del PIB pasó del 3,2% durante el periodo de 1961-1973, al 0,9% en el de 1974-1980), fueron los sectores más extremistas del Partido Conservador los que con más fervor defendieron el viraje neoliberal, y entre sus principales dirigentes estaba Margaret Tatcher, que acabaría haciéndose con el liderazgo dentro del partido. Todo ello coincidió con el desgaste de los gobiernos laboristas de Harold Wilson (1974-1976) y de James Callaghan (1976-1979), causado por los efectos de las crisis energéticas de 1973 y 1979 que obligarían a que, por primera vez en su historia, se tuviese que recurrir a la ayuda financiera de FMI en 1976. El intento de llevar a cabo una política de austeridad consensuada con los sindicatos similar a la que ya había realizado el mismo Wilson en su anterior gobierno (1964-1970), no lograría reducir las tasas de desempleo, a pesar de la disminución de la inflación y la recuperación de la producción. El resultado fue la ruptura del “pacto social” con los sindicatos que culminaría con la oleada de huelgas del invierno de 1978-1979. El divorcio entre el Partido Laborista y los sindicatos favoreció el triunfo del Partido Conservador en las elecciones de 1979, que llevarían a Margaret Tatcher a ser la primera mujer en acceder al cargo de Primer Ministro.

Una vez el poder, los conservadores desplegaron todo un programa económico que rompería brutalmente con el pasado: se emprendieron privatizaciones masivas (incluyendo sectores estratégicos como el del automóvil o el aeroespacial, y servicios públicos como el transporte, el agua o la electricidad); se limitó el poder del Estado en la economía; se redujo el poder de los sindicatos –escenificado en el fracaso de la huelga organizada por los mineros de Yorkshire entre marzo de 1984 y mayo de 1985–; se priorizó la lucha contra la inflación; se rebajó la fiscalidad para las rentas más altas y se llevó a cabo una estrategia financiera inspirada en la mencionada teoría monetarista de Friedman.

No obstante, la era Tatcher comenzó en 1980-81 con una recesión sin precedentes desde la posguerra y que sería mucho más grave que la de otros países industrializados (con caídas del PIB del 1,9 y del 1,2). En 1982, la economía inició su recuperación, aunque los problemas de la industria británica continuarían y el desempleo –12% de la población activa– sería uno de los más altos de la CEE. Pero a partir de 1983, y sobre todo, entre 1985 y 1988, se produciría un rápido crecimiento con ritmos superiores a los de todo el siglo XX. Pero el resultado más tangible de todo ello fue la polarización social, ya que los mayores beneficiados fueron los ejecutivos de la gran industria, empresarios, técnicos especializados y los vinculados a las actividades bancarias y financieras, mientras que amplios sectores de las clases asalariadas verían empeorar sus condiciones sociales y laborales.

La otra vertiente de la política tatcheriana, la de reducción de los gastos y las inversiones públicas, supondría trastocar uno de los fundamentos de la organización política del Reino Unido, el tradicional poder descentralizado ejercido por las administraciones locales que, históricamente, tenían amplías competencias y mantenían servicios públicos esenciales como la enseñanza, lo que suponía gestionar importantes partidas presupuestarias. A partir de 1980 se impuso una legislación que limitaría la autonomía financiera de las administraciones territoriales (Local Governement Act y el Grants Act). Pero sería precisamente uno de los proyectos de reforma de la fiscalidad local, la Poll Tax, la que, a la postre, acabaría con la carrera política de Tatcher. La Poll Tax era una tasa sobre la vivienda basada en el número de personas mayores de edad que habitaban en el hogar independientemente de las dimensiones y condiciones de la vivienda y del nivel de renta familiar. Tal medida despertó una amplia contestación social; al fin y al cabo, no dejaba de ser una ironía que, como escribió Eric Hobsbawm, “el más ideológico de los regímenes de libre mercado acabase gravando a sus ciudadanos con una carga impositiva considerablemente mayor que la que habían soportado bajo el gobierno laborista”. Su impopularidad erosionó las filas dentro del Partido Conservador y del propio gobierno, que veían con preocupación cómo la obstinación de la “dama de hierro” al negarse a retirar el proyecto podía mandar al traste todos cambios acometidos en los últimos años. Finalmente, no le quedó otro remedio que dimitir y ser sustituida por John Mayor, que sería confirmado como Primer Ministro en las elecciones de 1992.

Los resultados de las políticas de Tatcher no pudieron ser menos que paradójicos ya que, a pesar de haber entronizado un modelo de capitalismo más individualista, altamente tecnificado y rentable, la realidad fue que una crisis estructural muy profunda estaba afectando a un país que había perdido su peso específico en el contexto europeo: en 1960 el Reino Unido estaba un 29% por encima de la media comunitaria en PIB por habitante, en cambio en 1992 se situaba ya un 5% por debajo de la CEE. Efectivamente, el aumento del PIB entre 1981-1990 no impidió que se entrase en una fase de desaceleración en los años 1989-90, cayendo en la recesión en 1991-1992, antes que la Unión Europea la sufriese en 1993. Además, en 1993 y por primera vez en su historia, dos zonas fueron declaradas entre las regiones más pobres de Europa: Merseyside (con las ciudades de Liverpool y Manchester, cuna de la revolución industrial) y las Highlands escocesas.

Con todo, el legado de la “dama de hierro” ha continuado vigente tanto en los posteriores gobiernos conservadores como en los del “New Labour” encabezados por Tony Blair (1997-2007) y Gordon Brown (2007-2010). En definitiva la liberalización de la economía, la flexibilización laboral, la apuesta por el sector financiero y la negativa a la intervención del Estado en la economía son los ejes del nuevo consenso que, con más o menos matices, mantiene vivo el modelo económico y social que puso en marcha Margaret Tatcher.

Darius Pallarès Barberà. Barcelona.
Redactor, El Inconformista Digital.

Incorporación – Redacción. Barcelona, 10 Mayo 2013.