Entre los numerosos efectos que ha traído consigo la actual crisis económica, está la ideologización de los expertos en ciencias económicas a la hora de determinar sus causas y valorar la conveniencia o no de las medidas gubernamentales adoptadas para encararla (reforma laboral, reducción del déficit, recortes del gasto público, etc.). La verdad es que esto no es de por sí ningún estigma, la ciencia económica, como cualquier otra disciplina que se dedica al estudio de las actividades desarrolladas por los seres humanos en sociedad, es llevada a cabo por personas que tienen unas preferencias, puntos de vista y unas formas determinadas de concebir la realidad, y estos factores no dejan de ejercer su influencia a la hora de analizar e interpretar los hechos que son el objeto de su investigación. Por muy objetivo e imparcial que uno pretenda ser, es inevitable que cuando se estudian asuntos que afectan a la vida de las personas –empezando por la de uno mismo–, se tengan unas opiniones, convicciones y valores concretos, no se pueden estudiar fenómenos como un conflicto armado o las tasas de desempleo como si se investigase el ciclo migratorio de las aves o el proceso de formación de los planetas. Al fin y al cabo, como escribía Terencio: Homo sum, humani nihil a me alienum puto.
No obstante, sí que existen unos principios básicos a los que debe someterse cualquier persona que se dedica a la investigación en cualquier campo científico, como son el rigor, la honestidad y la capacidad de autocrítica. También hay que ser consciente de que el conocimiento científico nunca es total ni definitivo, ya que está sujeto a la revisión y a las nuevas cuestiones y planteamientos que van surgiendo a medida que se avanza en la comprensión de la realidad. Por tanto, hay que estar abierto a la controversia y al debate; aunque no hay que olvidar que, en cuanto a la economía, la historia, la política o la sociología se refiere, no se trata de una tertulia entre eruditos donde reina la cordialidad y amabilidad, sino que está juego aquello que afecta al devenir de la sociedad y de los individuos que la conforman.
Retomando el tema de la ciencia económica, debo reconocer que celebro muchísimo que dicha disciplina haya bajado de la torre de marfil de un empirismo pretendidamente aséptico y de una supuesta objetividad en la que, al menos de cara al público, se hallaba instalada para bajar a la arena de las controversias ideológicas y de las pasiones humanas más prosaicas. Cierto es que ello puede llenar de angustia y confusión a los espíritus necesitados de certezas y verdades perennes con las que poder regir sus vidas en mundo convulso y cambiante. Pero no está de más recordar una lección que un servidor, que no es economista, aprendió en sus años como estudiante de historia: y es que en economía, como en muchos otros ámbitos, no existen las fórmulas mágicas. Cualquier medida que se adopte en política económica conlleva sus ventajas y sus inconvenientes, soluciona unos problemas pero crea de nuevos, beneficia a unos y perjudica a otros. Este es un aspecto que difícilmente reconocerá en público ningún responsable político, ni ningún experto económico, ya que si se quiere que el público comulgue o no con tal o cual medida no se puede andar con matices que no harían otra cosa que plantear dudas, alimentar el escepticismo y hacer que la gente pueda tener su propia opinión de las cosas, que es lo peor que le puede pasar a quien pretende ostentar el liderazgo en la dirección de la sociedad y de los asuntos públicos.
Así pues, nos encontramos en una lucha descarnada entre expertos, que desde sus respectivas posiciones ideológicas, no sólo defienden qué tipo de medidas económicas se deben adoptar para afrontar la crisis, sino que incluso se plantean viabilidad del propio sistema capitalista; no dejar ser irónico que, casi un cuarto de siglo después de la caída del muro de Berlín, algunos vuelvan a ver fantasmas recorriendo Europa. La acritud de la controversia hace que en ambos bandos proliferen los maximalismos, la simplificación, la demagogia y los tópicos más manidos a la hora defender las posturas propias y atacar a las del oponente.
En esta vorágine se hace muy difícil hacer llegar un punto de vista de las cosas menos maniqueo, sobre todo cuando uno no es un experto, sino una persona normal y corriente que intenta formar su propia opinión, aun a costa de equivocarse. La reforma laboral no tiene por qué ser nefasta por naturaleza, incluso en las actuales circunstancias pueden hacerla necesaria, pero por sí sola no va a solucionar los problemas de competitividad de la economía española: el hecho de que, a pesar de haberse adoptado diversas reformas laborales en los últimos 30 años, se tenga una tasa de paro que supera el 25% ya es un argumento de por sí bastante elocuente de ello. Es razonable que se exija un mayor control del gasto público para reducir el déficit, pero esto no puede hacerse a cualquier precio, especialmente cuando lo acaban pagando los sectores sociales que más sufren los efectos de la crisis, y además, limita la capacidad del Estado para jugar un papel activo en la recuperación económica. Seguramente, las reformas estructurales son inevitables, pero lo verdaderamente importante es determinar qué tipo de reformas se deben adoptar, cómo aplicarlas, a qué ritmo se deben implantar, y sobre todo, cuáles serán las consecuencias –positivas y negativas– sobre el conjunto de la población.
Pero por encima de todo, no se puede seguir concibiendo la economía como un ente autónomo alrededor del cual gira toda la realidad, ya que existen otros factores (históricos, geográficos, políticos, sociales, culturales, medioambientales) cuya influencia en la prosperidad o decadencia de una sociedad es igualmente importante, e incluso más en determinadas coyunturas. Y este es un aspecto a tener muy en cuenta, especialmente cuando se pretende poner a tal o cual país como modelo a seguir o a evitar (ya sea Alemania o sea la República Popular China).
Por último, decir que el capitalismo y la economía de mercado no son perfectos pero que no se ha inventado ningún sistema alternativo mejor es, aparte de una burda adaptación de una frase sobre la democracia atribuida a Winston Churchill, de una simpleza apabullante. En su momento, tampoco pareció existir una alternativa mejor que el feudalismo para solucionar –a su manera– los problemas derivados de la crisis del Bajo Imperio romano. Pero el feudalismo acabó desapareciendo, y tarde o temprano llegará el momento en que el capitalismo también dejará de existir. No obstante, ello no implica que la futura sociedad post-capitalista habrá de organizarse necesariamente bajo algún tipo de sistema basado en el socialismo; y si ello fuera así, no significa que en su seno desaparecerán las desigualdades entre los individuos.
El hecho es que la mayoría de los expertos en economía, sean de la escuela que sean, siguen anquilosados por conceptos y presupuestos teóricos propios de una época en la cual se tenía una fe ciega en el crecimiento por el crecimiento como la panacea para proveer a la humanidad de una prosperidad y felicidad sin límites. Son muy pocas la voces que, con mayor o menor acierto, intentan dar algunas respuestas a las inquietudes de la gente del siglo XXI, y a los desafíos que ha de afrontar sin tener que recurrir a recetas pretendidamente infalibles. En este sentido, vale la pena recordar lo que escribió el historiador Eric Hobsbawn en su Historia del siglo XX:
“Puede ser que las generaciones futuras consideren que el debate que enfrentaba al capitalismo y al socialismo como ideologías mutuamente excluyentes y totalmente opuestas no era más que un vestigio de las «guerras frías de religión» ideológicas del siglo XX. Puede que este debate resulte tan irrelevante para el tercer milenio como el que se desarrolló en los siglos XVI y XVII entre católicos y protestantes acerca de la verdadera naturaleza del cristianismo lo fue para los siglos XVIII y XIX”.
Darius Pallarès Barberà. Barcelona.
Colaborador, El Inconformista Digital.
Incorporación – Redacción. Barcelona, 9 Marzo 2013.