Hubo un tiempo en que la línea que separaba la riqueza de la pobreza, el lujo de la miseria, la prosperidad del pauperismo más absoluto era tan delgada que cuesta mucho imaginárselo hoy en día. A pesar de que el hecho de pertenecer a un determinado estamento social o a otro dependía más del nacimiento que no de la suerte, el impulso, el mérito o la fortuna de las personas (a pesar de que este nunca había sido un factor totalmente inamovible y ya a finales del siglo XVIII empezaba a cambiar de una forma radical), el hecho era que el espacio físico y temporal que separaba a los más afortunados de los más humildes era de lo más que reducido e inestable. En tiempo de crisis –que podía acontecer de un año para el otro–, de transformaciones económicas y conflictos sociales y políticos, como fue el siglo XIX, y en especial a áreas urbanas densamente pobladas e impulsadas a un proceso de modernización sin precedentes, como fue el caso de Barcelona, todo ello hacía que aquello que se denominaba cuestión o conflicto social ¬–o lucha de clases– llegara a unos niveles de violencia muy extremos.
Una crisis provocada por una guerra, una epidemia o una catástrofe natural (inundaciones, sequías, heladas) podía determinar la suerte de numerosas familias, las acomodadas podían salirse con más o menos suerte, pero las pobres apenas contaban con los medios necesarios para proveerse de lo más elemental para sobrevivir; y cuando hablo de aquello elemental me estoy refiriendo a la comida, el vestido, el calor, la higiene. Esto quería decir que eran vulnerables a la muerte por hambre, enfermedad, infecciones. Lo cual no significa que otras clases sociales estuvieran inmunizadas a este tipo de eventualidades, sino que tenían más medios para poder salirse. Y era esto lo que realmente separaba la prosperidad, o al menos una cierta comodidad, de la miseria más absoluta y, en situaciones extremas, la vida de la muerte.
Pero el hecho era que, como ya hemos dicho, en las grandes concentraciones urbanas que iban desarrollándose a lo largo del siglo XIX, el espacio físico que separaba a los afortunados de los desgraciados era ínfimo. No sólo la distancia que había entre los barrios donde vivía la gente acomodada y los arrabales y suburbios donde residían las clases más humildes era apenas de un puñado de calles y travesías, sino que, es más, dentro de un mismo edificio podían convivir familias de diferentes estratos sociales: las más ricas –y a veces propietarias del inmueble–, a las plantas bajas y principales (más espaciosas y condicionadas para la vivienda; los pisos superiores para las clases medias y los áticos y buhardillas (pequeños, mal ventilados, sofocantes en verano y fríos en invierno) para las clases bajas.
De hecho, eran otros factores, como por ejemplo la alimentación, el vestir o la educación, lo que definían con mucha más claridad el lugar social al cual uno pertenecía. ¿Que quiero decir con esto? Pues sencillamente cuando en una coyuntura de crisis estallaba una revuelta, esta no podía dejar de tener un fuerte contenido social, la precariedad de los medios de vida, los agravios comparativos y la discriminación que sufría la gente humilde se transformaban rápidamente en odio hacia sus superiores en la escala social, es decir, hacia sus vecinos de la calle de al lado o bien de su mismo inmueble. Por su parte, las clases dominantes siempre vieron con terror y prevención la existencia tan cerca suyo de unas clases subalternas tan predispuestas a la subversión del orden establecido y no dudaron ha exigir que toda la fuerza y el poder del Estado, ya sea a través del ejército o de los cuerpos policiales, se ejerciese enérgicamente y sin miramientos sobre las masas inquietas. Así pues se va configurando una dialéctica marcada por el odio y el terror social donde a la predisposición a la revuelta y al arrebato insurreccional de las clases bajas se contraponía la obsesión casi enfermiza por el orden y la estabilidad de las clases acomodadas.
Pero ya desde comienzos del XX las cosas fueron cambiando paulatinamente. Por un lado, en los países industrializados se dio un proceso de cierta igualación de las condiciones de vida en aspectos relacionados con la vivienda, la alimentación, el vestido y el acceso a la cultura, la educación y la salud; y, por otro lado, desde mediados del siglo XIX se había dado un gran impulso a las transformaciones urbanísticas fruto del crecimiento de las ciudades, el desarrollo de los medios de transportes y de comunicación y el desplazamientos de las actividades industriales en pleno auge de los viejos cascos urbanos hacia los barrios y ciudades del extrarradio. Así pues, los mencionados factores que antaño determinaban la posición social de los individuos (la alimentación, la indumentaria, la higiene o la educación) experimentaron un proceso de nivelación sin precedentes en la historia de la humanidad. Pero, en contrapartida, el espacio físico que separaba las clases acomodadas de las más humildes se fue ensanchando; ricos y pobres ya no eran vecinos de barrio o de inmueble, sino que se fueron distanciando para acabar residiendo cada uno en barrios, e incluso localidades, diferenciados por el estatus socio-económico de sus habitantes.
Pero es más, a partir de mediados del siglo XX, un mundo globalizado a una escala que era impensable pocos siglos antes, está dando lugar a un proceso de diferenciación social a nivel de países y regiones geográficas, hablando de países “desarrollados” y “subdesarrollados”, o “en vías de desarrollo”; de países del “primer” o del “tercer mundo”, o sencillamente, de países ricos y países pobres. En consecuencia, la violencia ya no se manifiesta del mismo modo: los conflictos armados internos o las guerras entre estados ya no se producen en los países ricos, sino en los pobres. Desde el último tercio del siglo XIX, los países que formaban el núcleo originario del capitalismo moderno (los de Europa occidental más los Estados Unidos) se vieron libres del “fantasma” de la revolución social y de la guerra civil. A partir de entonces, estos fenómenos serían propios de países atrasados o situados en la periferia del mundo desarrollado, como Rusia, China, España o los países latinoamericanos. Después del periodo comprendido entre las dos grandes guerras mundiales (1914-1945), los países desarrollados ya no se hacen la guerra entre sí por el control de territorios, mercados o recursos o para establecer un determinado orden político internacional, sino que la hacen contra los países pobres (que básicamente son antiguos países “atrasados” o “no civilizados” que se liberaron de la tutela colonial a mediados del siglo pasado); ya sea interviniendo directamente contra gobiernos díscolos, o indirectamente dando apoyo a uno de los bandos que protagonizan los conflictos civiles en dichos países.
Paralelamente, dado que la violencia en sus formas más extremas se ha ido desplazando hacia el tercer mundo, el imaginario social ha ido cambiando la fisonomía de los actores que intervienen en ella. Las masas proletarias y campesinas, ignorantes y fanatizadas, movilizadas por los sans-ulottes, los enrages, los comunnards o la patulea y dirigidas por agitadores demagogos radicales, comunistas, anarquistas o de otras doctrinas que buscaban la “disolución social”, han sido sustituidas por las masas del tercer mundo, igualmente ignorantes y fanatizadas (aunque con un tono de piel más oscuro), y las poblaciones migrantes (en las que se infiltran las redes de la crimen organizado y el terrorismo internacional); todas ellas manipuladas por líderes fundamentalistas, nacionalistas, populistas, dictadores o señores de la guerra cuyo fin no es otro que el de destruir la gran obra de la “Civilización”.
Darius Pallarès Barberà. Barcelona.
Colaborador, El Inconformista Digital.
Incorporación – Redacción. Barcelona, 6 Diciembre 2012