La ideología individualista y el egocentrismo aprendido – por Pablo Jiménez

Vivimos solos, aislados del resto. A veces nos ahoga una extraña sensación de impotencia surgida de una desesperación interior que trata de clamar la liberación de nuestro amor, de nuestro Ser, pero se muestra tarea imposible porque nos sentimos anclados en el Sistema. Nos preguntamos cómo podemos cambiar las cosas, si hemos escogido el camino correcto, si estar trabajando como una bestia para una multinacional es nuestro destino, por qué vivimos esta vida y no otra, por qué nos sentimos infelices, e imaginamos un mundo alejado del Sistema. Ya sea en un pueblo alejado de montaña o próximo a la orilla de la costa, nos visualizamos teniendo una vida tranquila, fraternal y más sencilla, pero al final, indefensos ante el medio, caemos a sus pies, pues sencillamente no sabemos qué hacer.

Es cierto que no podemos escoger tener una vida relajada y pacífica porque, sencillamente, la vida no es así, la vida requiere de esfuerzo constante, de lucha diaria -ya lo decía Buda-, lo demás son imaginaciones vacías.

No obstante, hay algo que sí podemos hacer, y es trabajar por la desconexión del Sistema: Vale, tengo que seguir trabajando en un sitio con el que no me siento identificado, pero lo hago porque necesito mantenerme, ganarme un sustento, pero no consumo comida basura a granel, no malgasto mi vida delante de las películas de Antena 3 a la hora de comer, no impongo mis criterios sobre los del resto y, ante todo, respeto a los demás.

Sí, podemos cambiar, y para ello es fundamental que seamos conscientes de todo el entramado ideológico que se nos ha inculcado y que hemos interiorizado como cierto, construyendo nuestras vidas alrededor del mismo.

Para ello, hemos de tener en cuenta, y ser plenamente conscientes, de algunos de los pilares sobre los que se ha edificado el establishment que tan naturales nos parecen. Hablo de la imposición de la ideología individualista como norma, la cual se fundamenta, para construir al egoísta autómata, perfecto miembro de esta sociedad, en la naturalización de los siguientes contravalores:

En primer lugar, se nos induce a pensar sólo en nuestros intereses, en lo que yo necesito, quiero, siento y deseo, prescindiendo del resto, con lo que el otro no sólo desaparece, sino que puede convertirse bien en un estorbo en nuestro camino, pues podría impedirnos alcanzar nuestros deseos, bien en un medio de contenido inerte que nos sirva para alcanzar fines vacuos, como tener un marido o una esposa ideal, por pertenecer a un rango social que me garantiza un estatus y, por tanto, una mayor probabilidad de satisfacer mis deseos materiales aprendidos e interiorizados, aunque el amor no esté presente.

El problema de esta realidad, por así llamarla, es que produce un desinterés social que, en palabras de Alfred Adler, “tiende a orientar a las personas hacia lo negativo o hacia el lado inútil de la vida” (*1). Por ello, para paliar esta patología social, hemos de volcarnos más en los demás y menos en nosotros mismos, paso indispensable para dejar de ser neuróticos, es decir, para dejar de vivir hacia dentro (hacia el Ego) y no hacia fuera. Meditar, contemplar y ayudar a los demás, aunque sea de forma forzada al principio, nos servirán en este aspecto.

Un segundo elemento que sustenta la tiranía individualista es el de la prisa. Vivimos en la era de la urgencia. Lo malo de la prisa es que nos aleja del otro, nos hace menos empáticos pues cuando vivimos en situación de urgencia constante estamos estresados, cuando estamos estresados aumentan nuestros niveles de adrenalina, y cuando eso pasa, lo que prima es la propia supervivencia, es decir, la atención a las necesidades individuales por encima de las del resto.

La Psicología Social nos ha dado buena muestra de ello, sirviendo como ejemplo el experimento realizado por los psicólogos John M. Darley y C. Daniel Bastón en los años 70, que tenía de trasfondo “La Parábola del Buen Samaritano”. En éste los investigadores querían estudiar qué variables influían en la conducta de ayuda. Para ello contaron con alumnos seminaristas como conejillos de indias que fueron divididos en dos grupos; los miembros de uno debían preparar un discurso de 10 minutos sobre “La Parábola del Buen Samaritano”, mientras que el discurso de los integrantes del otro debía versar sobre las posibles salidas profesionales que tendría para ellos el seminario de teología de Princeton al que acudían. Además de estos dos grupos formaron otros tres subgrupos, dentro de los ya mencionados, divididos en los que no tenían prisa, los que tenían prisa intermedia y los que tenían mucha.

Lo interesante del estudio es que la conducta de ayuda de los seminaristas, cuando se encontraban a un individuo en el suelo (que estaba compinchado con los investigadores), que desde luego parecía necesitar ayuda, no dependía de lo que hubieran tenido que preparar para su exposición –se suponía que los que habían hecho un análisis de “La Parábola del Buen Samaritano” iban a ser los que mostraran mayores niveles de conducta prosocial- sino de la prisa que tuvieran.

Los datos del estudio determinan que la conducta de ayuda no depende tanto de lo que el sujeto esté pensando en el momento en que surge la situación que requiere de la misma, sino de tener o no prisa, de la urgencia, de forma que los que más ayudaron fueron los que no tenían prisa (un 63%, que en sí es bastante poco), seguidos de los que tenían una prisa intermedia (45%), situándose en último lugar los que tenían bastante prisa, de los que hemos de decir que casi ninguno ayudó (sólo un 10%), y además hemos de subrayar que estamos hablando de personas que por sus estudios e intereses, se les presupone una motivación altruista por encima de la media.

Los autores dijeron tras éste experimento que «la ética se convierte en un lujo cuando el ritmo cotidiano de nuestras vidas aumenta».

En un mundo con prisas la conducta de ayuda decrece notablemente, siguiendo el experimento podríamos decir que hasta un 90%, con lo que la sensación de urgencia con que se nos hace vivir es una herramienta de gran validez para generar unos ciudadanos apáticos, desinteresados y separados, con sensación de división y no de unicidad.

De nuevo, la meditación y la contemplación parecen ser elementos fundamentales para paliar esta desdicha, pues a través de los mismos aprendemos a pararnos, a sentarnos sin esperar nada, sin pensar en nada, sin tener que hacer nada, centrándonos en nuestro Ser de forma constructiva. Es de esta manera como volvemos al centro, a nuestra esencia, y como la empatía vuelve a nuestras vidas.

Teniendo en cuenta el incremento del estrés y del miedo al que nos vemos sometidos en occidente, esta decisión no debe verse como una elección sino como una obligación social; tenemos que aprender a estar tranquilos pues sólo de este modo podremos poner las emociones a nuestro servicio, y al de los demás. Todo lo que no vaya por este camino nos conducirá a nuestro propio fracaso emocional, y por tanto al de nuestra aportación positiva sobre el medio.

Un tercer elemento del capitalismo ideológico impuesto, quizá uno de los más importantes del mismo, es el del miedo y la insensibilización.

A ojos del lego podría parecer que miedo e insensibilización no son lo mismo. Sería comprensible entender tal argumento pues si uno se insensibiliza debería tener poco miedo pues tendría una mayor resistencia a cualquier amenaza del medio, pero no es por ahí hacia donde nos dirigimos.

En una cultura que exalta la violencia por un lado, a través de las películas, las series y todo el sistema de entretenimiento, y por otro, pero de forma ligada, transmite miedo -empleando los mismos medios- a sufrir esa violencia, como bien vemos en los noticiarios, se generan individuos aterrorizados que se vuelven incapaces de luchar, que delegan sus responsabilidades en los poderosos para que les protejan y que, a su vez, se vuelven más insensibles al sufrimiento ajeno, por un mero efecto de habituación a la violencia, a la par que el temor que tienen es al efecto de ésta sobre sí mismos y sus intereses y no sobre el resto; el miedo separa, jamás une.

Tal situación no es descabellada ni exagerada, no es que el escritor tienda a poner argumentos que den solidez a una mentalidad paranoica. ¿No se lo cree? Como buenos occidentales que somos recurramos a los hechos para fundamentar lo dicho:

– A finales del siglo XX la Asociación Americana de Psicología publicó un informe en el que advertía que tan sólo en los cinco primeros años que dura la escuela primaria un niño ha visto en la televisión unos 8.000 asesinatos y algo más de 100.000 actos violentos (*2). Casi nada.

– Según un estudio realizado en 1988 por el seminario parisino Le Point, en tan sólo una semana los telespectadores habían asistido ante la pantalla a 670 homicidios, 32 tomas de rehenes, 848 peleas, 419 fusilamientos, 14 secuestros, 27 escenas de tortura, 13 tentativas de estrangulamiento, 11 atracos a mano armada, 11 escenas de guerra y 9 defenestraciones, todo esto teniendo que recordar que los niños ven en la tele los programas destinados para los adultos, al menos en un 70% (*3).

– La constante expansión del miedo a través de las noticias ocupa un papel preponderante en lo citado: “El SIDA, como epidemia o incluso maldición divina que exterminaría ineluctablemente al ser humano; el miedo informático del año 2000 o Y2K, como se publicitaba entonces, a una sucesión de fallos informáticos que llevarían a la humanidad al caos total y le harían volver a una Edad Oscura; la amenaza de la Gripe A del año 2009, que estadísticamente mataba menos gente que la gripe estacionaria anual, y que fue gestionada de una forma totalmente pavorosa por la OMS; las diversas infecciones víricas, denominadas publicitariamente gripe aviar, porcina, lengua azul, y tantas otras; el llamado cambio climático (designación actual y políticamente correcta de dicho fenómeno en la actualidad, una vez desechado el concepto de Calentamiento Global) con la politización de su supuesta investigación y gestión, y la ausencia de debate científico real o constatable sobre el mismo; intoxicaciones alimentarias; contaminación de productos de consumo chinos” (*4), son, para finalizar, algunos ejemplos conocidos por todos y que engloban el concepto de miedo y terror sobre el que parece sustentarse nuestra cultura.

En una sociedad en la que el miedo impera a sus anchas, la paralización, la búsqueda de un mesías que nos salve de los malos y la concentración de los intereses en uno mismo, se convierten en norma de vida, lo que supone un suculento beneficio para las multinacionales pues el hombre ansioso, producto de esta era de miedo, trata de paliar su ansiedad comiendo, bebiendo y comprando mierda, buscando la felicidad en lo ajeno, en el producto manufacturado, ya que el medio que le rodea es hostil: La publicidad, al fin y al cabo, nos vende un mundo fantasioso de control, gozo y evasión, que acabamos por necesitar para huir de un entorno violento que nos provoca terror.

Así, el individuo egocéntrico es lógica consecuencia del miedo inyectado, que no se limita al temor a perder el trabajo o morir de un virus letal, sino que se extiende al juicio ajeno, al qué dirán, a ser rechazados por no disponer del suficiente dinero, carecer de un coche con clase, que nos huela el aliento o no tener un cuerpo Danone.

Anotaciones:

1. Adler, A. El sentido de la vida.
2. Chomsky, N.; Ramonet, I. (1995) Cómo nos venden la moto, Icaria Editorial.
3. Ídem.
4. García Cases, M.; Mas Vayá, E.; Vidal López, A., Miedo inducido en la difusión mediática de cuestiones de seguridad con fines de control social.

Pablo Jiménez Cores. Madrid.
Colaborador, El Inconformista Digital.

Incorporación – Redacción. Barcelona, 20 Noviembre 2012