La crisis de Siria amenaza con una nueva guerra civil libanesa – por Darius Pallarès

El fantasma de la guerra civil vuelve a aparecer en el Líbano con los recientes enfrentamientos armados entre seguidores y detractores del gobierno sirio en Beirut y, sobre todo, en Trípoli, la muerte de dos importantes clérigos suníes en un control militar en la región de Akkar (al norte del país), el secuestro de una docena de chiitas libaneses cerca de la ciudad siria de Alepo o el bombardeo realizado por el ejército sirio en Wadi Khaled (un valle situado en el noreste del Líbano), refugio de muchos sirios desplazados por la violencia –y que se ha convertido en una base de la insurgencia–, y otros episodios similares. Cómo pasó el 1975, la inestabilidad en la que vive actualmente el mundo árabe por la extensión de las revueltas populares, sobre todo por la extrema violencia que padece la vecina Siria, puede hacer saltar por los aires el precario equilibrio de las 18 comunidades de raíz confesional que son la base de la organización política e institucional del país de los cedros.

Y es que este pequeño país –un tercio aproximado de la superficie de Cataluña– sintetiza todas las complejidades del Próximo Oriente (una región definida como “una bisagra entre el Mediterráneo y el océano Índico, entre Europa y los grandes países de Asia, entre Rusia y los mares cálidos”*1) y su historia contemporánea ha sido la de la injerencia de las potencias extranjeras apoyando a las élites sociales y políticas de una u otra comunidad a tenor de sus conveniencias. En el siglo XIX, el Líbano y la vecina Palestina –bajo soberanía del Imperio otomano– fueron codiciadas por las potencias europeas (Gran Bretaña, Francia y Rusia) para controlar las rutas que comunicaban con Asia y, en el caso ruso, con el Mediterráneo. Ya en el siglo XX –una vez desaparecido el Imperio otomano, sustituido por los mandatos francés y británico hasta 1943/48–, con el descubrimiento y explotación del petróleo en Oriente Medio y la aparición de nuevos estados tras la culminación del proceso de independencia a partir de la segunda mitad de la centuria, nuevas potencias regionales –árabes (Siria, Egipto, Iraq y Arabia Saudí) o no (Israel, Turquía e Irán)– competirían por alcanzar una posición hegemónica; lo cual, en los años de la guerra fría, les llevaría a buscar el apoyo de soviéticos y norteamericanos (que, en cierto modo, relevaron a los viejos imperios coloniales europeos en la pugna por el control de dicha región). En este contexto, las clases dirigentes comunitarias libanesas, recelosas unas de las otras, temerosas de perder parcelas de poder dentro de la sociedad y el Estado e inmersas en conflictos sociales y políticos internos e intercomunitarios, se fueron autoalimentando con lo que el historiador George Corm definió como el “complejo de minoría”*2, un sentimiento de debilidad y amenaza constante que les llevaría a buscar con afán la protección de una potencia exterior.

Por su parte, Damasco siempre ha considerado que el Líbano forma parte de la Siria histórica y nunca ha dudado en intervenir en los asuntos internos del país. Además, la estabilidad del régimen sirio también se fundamenta en parte en la comunidad de intereses de las minorías musulmanas (chiitas, ismaelitas y alauís, a la que pertenece la familia del presidente Bashar al-Assad), cristianas (maronitas, ortodoxos y siríacos) y de otras etnias (kurdos, armenios, asirios) para contrarrestar el peso de la mayoría suní que supone un 75% de la población. Pero no sólo la diversidad comunitaria es común en los dos países, sino que, dentro del mismo Líbano, también existen fuerzas nacionalistas árabes que defienden el proyecto político de la «Gran Siria» como corazón de la nación árabe.

De hecho, la guerra civil libanesa de 1975-1991, que desde los medios occidentales se presentó de una forma muy simplista como un enfrentamiento confesional entre cristianos y musulmanes, fue una consecuencia del conflicto palestino-israelí. Desde la Naqba, o Desastre, de 1948 –su expulsión de la Palestina histórica a raíz de la fundación de Israel–, numerosos palestinos vivían en los campos de refugiados del Líbano. Tras los combates de “Septiembre Negro” de 1970, Jordania expulsó a la dirección de la OLP de Yasser Arafat y a los combatientes palestinos (que habían convertido el país en la base de la resistencia a la ocupación israelí, llegando a suponer un peligro para la propia supervivencia del reino hachemita), que se establecieron en el Líbano, convirtiéndose en una amenaza para el predominio de las élites comunitarias, especialmente para la derecha cristiana maronita. Finalmente, la guerra estalló con el enfrentamiento entre los palestinos, con el apoyo del izquierdista Movimiento Nacional –bajo el liderazgo del Partido Socialista Progresista del druso Kamal Jumblatt– y de los musulmanes libaneses, y, por otro lado, las fuerzas cristianas de derecha encabezadas por los paramilitares maronitas del Partido Falangista. En 1976, justo cuando los palestinos y las fuerzas de la izquierda libanesa estaban a punto de alcanzar la victoria, Siria intervino en apoyo de los maronitas; y no se retiró del país hasta el año 2005 (15 años después de que finalizase la guerra). Por su parte, Israel invadía el sur del país en 1978, donde apoyaría la creación de un estado-tapón cristiano: el Estado Libre del Líbano. La presencia del ejército israelí en territorio libanés, cuyo capítulo más sangriento fue la ofensiva de 1982 –con la ocupación de Beirut para forzar la evacuación del cuartel general de la OLP–, se mantuvo hasta su retirada definitiva del sur del país en el año 2000.

La guerra civil finalizaría en 1991 con un nuevo pacto entre las comunidades y el protagonismo de nuevos actores políticos, especialmente de la comunidad chiita. Históricamente la más marginada y empobrecida, ésta comunidad había experimentado un gran crecimiento demográfico que, al socaire de la revolución islámica en Irán (1978-79), dio lugar a nuevas organizaciones políticas como Amal o, posteriormente, Hezbollah. Pero la violencia nunca abandonaría el país sucediéndose los atentados –como el que costó la vida al ex primer ministro Rafiq Hariri en febrero de 2005–, los combates en el sur entre las milicias chiitas y el ejército israelí –incluyendo la brutal ofensiva israelí de verano de 2006– y la ocupación del centro de Beirut por parte de los seguidores de Hezbollah en 2008, entre otros episodios. Así, se ha producido una bipolarización de las fuerzas políticas libanesas entre la Alianza 14 de Marzo, encabezada por el Movimiento del Futuro del líder sunita Saad Hariri –y que cuenta con el apoyo exterior de Occidente y Arabia Saudí– y la coalición 8 de Marzo, liderada por Hezbollah –apoyada por Siria e Irán.

Así pues, la revuelta siria ha exacerbado las divisiones no sólo comunitarias, sino también políticas en el Líbano: el grueso de las fuerzas del 14 de Marzo apoyan a la oposición, mientras que las del 8 de Marzo respaldan al régimen. El incremento de la violencia en Siria puede tener consecuencias catastróficas para el país: el alud de refugiados supone un grave peligro para el frágil equilibrio comunitario libanés; Damasco ha denunciado que desde el Líbano se están introduciendo armas y recursos para la insurgencia, y, por su parte, los opositores sirios aseguran que milicias libanesas pro al-Assad han atravesado la frontera en varias ocasiones para apoyar a la represión gubernamental. El gobierno libanés (que cuenta con el apoyo de la coalición 8 de Marzo) se encuentra entre la espada y la pared mientras crece el descontento de los que simpatizan con la oposición siria, especialmente de la comunidad suní que acusan al gobierno de plegarse a las presiones de Damasco y del su principal aliado libanés, Hezbollah.

En conclusión, las minorías que conforman el pueblo libanés parecen condenadas a sufrir la misma suerte que sus vecinos palestinos: ser manipuladas y oprimidas por las potencias regionales e internacionales para no ser más que parias en su propia tierra mientras la comunidad internacional muestra su más absoluta falta de voluntad política por buscar una solución justa y duradera al drama de Oriente Próximo.

Anotaciones:

(*1) SELLIER J. y SELLIER A.: Atlas de los pueblos de Oriente, Oriente Medio, Cáucaso y Asia Central. Madrid. Acento, 1997, p. 10.
(*2) CORM, G.: Le Proche- Orient éclaté, 1956-2010. Paris. Folio, 2012, pp 438-443.

Darius Pallarès i Barberà. Barcelona.
Colaborador, El Inconformista Digital.

Incorporación – Redacción. Barcelona, 11 Julio 2012.