Islam y occidente: una revisión – Pablo Jiménez

Al analizar las relaciones internacionales y movimientos intelectuales, tanto de carácter liberal como déspota, que se han dado y se dan en el mundo musulmán, no se puede tratar a esta parte del planeta como algo homogéneo y de trato distinguido por su singularidad.

Para no caer en dicho error, hay que instruirse sobre cuál ha sido la relación y comportamiento de Occidente con el denominado Tercer Mundo y viceversa. Sólo con este estudio, en el que se han de ver los avances y retrocesos que se han configurado con el paso del tiempo, se puede llegar a conclusiones que sobrepasen las fronteras del simplismo cognitivo con el que nos solemos establecer una idea del mundo sencilla y manejable para entenderlo mejor, e incluso, creer manipularlo.

La civilización, así se llama, se empezó a entender como tal con la Grecia Clásica, pudiendo establecer en ese marco temporal el inicio de la sociedad de la que formamos parte. No obstante, la gran civilización vendrá varios siglos más tarde; con el descubrimiento de las Américas y la conquista del Nuevo Mundo. Por aquel entonces, las potencias europeas, con España a la cabeza, crean el gran mito de la civilización, la verdadera, de la que hasta nuestros días nos hemos considerado únicos portadores. Tal entendimiento establece en el subconsciente colectivo europeo –y después de todo lo que entenderemos como el Norte- una visión del mundo completamente fragmentada en la que “los otros” son seres incivilizados a los que hay que educar y que, a pesar de ello, nunca serán tan buenos como nuestros compatriotas blancos, pues carecerán de la originalidad que constituye de forma natural al hombre occidental.

Parece ser, al menos gran parte de nuestra cultura lo cree así, que los racismos del siglo XVI, refiriéndome aquí tanto al etnocentrismo descarado y autócrata de Juan de Sepúlveda como a la defensa de los “inferiores” que enarbolaba Bartolomé de Las Casas, forman parte de un pasado ya olvidado, que no guarda relación con nuestro presente. Nada más lejos de la verdad.

Cierto es que la colonización directa quedó atrás, y que la trata de esclavos y avasallamiento colonialista que desangró el continente americano y africano, reduciendo su población demográfica en varias decenas de millones hasta sobrepasar los límites de la más descabellada masacre, es algo superado. Por lo menos en lo que respecta a esta forma de realización de la superioridad occidental. Es más, diría que es algo olvidado. Jamás sucedió.

La gente, yo lo veo así, parece haber tomado conciencia del mal hacer de Europa en un principio, y de Norteamérica a continuación.

Las críticas hacia nuestro sistema de vida y a las repercusiones que nuestro entramado político-militar tiene y adquiere en el resto del planeta son constantes y voraces. La nueva colonización, en la que el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional ahogan a los países del Sur a base de unos prestamos que los endeudan de forma interminable y que les obligan a abrir sus puertas al mercado del Norte, a disminuir drásticamente los cobros aduaneros y a privatizar sus instituciones públicas, es algo que oímos constantemente en nuestra sociedad. Autocrítica no nos falta. De eso no hay duda.

No obstante, ¿Qué es lo que estamos haciendo realmente? ¿Somos más conscientes de los motivos que auspician las desigualdades Norte-Sur o no es más que una ilusión? Muchos jóvenes pertenecientes a esa generación de los 80, ausente de grandes ideales y destinada a vivir en un tiempo en apariencia bastante aburrido, cree tener pleno conocimiento de la prepotencia occidental y de que este sistema no puede continuar como funciona en la actualidad. A pesar de este avance, meritorio y positivo, se cometen varios errores. A saber:

En primer lugar, nos invade un antiamericanismo que nos aleja de los verdaderos culpables, ya que si el verdadero autor de las crisis humanitaria que existe a nivel global es el todopoderoso e inaccesible imperio estadounidense, no hay nada que podamos hacer y, por partida doble, conseguimos pertenecer a una Europa que es mucho mas humana y comprensiva que el resto del mundo occidental. Eso que ganamos.

Por otro lado, la creencia de un único responsable de los males del mundo nos aleja de los problemas que realmente padece éste, favoreciendo con ello la fantasía de que personajes como Hugo Chávez, Fidel Castro y una interminable legión de déspotas ilustrados tienen razón cuando acusan a Occidente de todos los devenires que padece su pueblo, estando así obviada la sinrazón gubernamental, la inmensa corrupción y los intereses personales de los gobernantes de turno que les llevan a permanecer a cualquier precio en el poder, tanto en los denominados países desarrollados como en los que están en vías de serlo –en caso de que se les permita-.

Centrándonos en el caso de los “países del Islam”, que es lo que realmente centra nuestro interés, vemos que todos nosotros, incluidos los que se auto-proclaman justos y máximos portadores de la bandera de la tolerancia y el diálogo, tenemos miedo y recelo de todo aquel que tenga aspecto musulmán.

Samuel Huntington puso las bases; los medios de comunicación, los políticos y el subconsciente colectivo hizo el resto.

De una u otra manera no nos fiamos del extranjero no caucásico por representar algo que puede desestabilizar nuestro apartheid paradisíaco, pues, lo queramos o no, nosotros somos los creadores de la civilización, ¡y hasta de los derechos humanos! En el caso musulmán, el temor al cambio se acrecienta hasta el límite. Nadie manifiesta estos temores explícitamente por lo políticamente correcto, pues nos han enseñado que son seres humanos iguales que nosotros. ¿O quizá no fue así?

Nuestros dirigentes, apoyados en la información de masas, junto con nuestra educación cristiana liderada por los semidioses Fernando e Isabel I de Castilla, nos han inculcado, desde pronta edad, que a los musulmanes les debemos muy poco y que nuestro progreso quedó interrumpido durante ocho siglos por su culpa. Por otra parte, en los últimos años hemos ido aprendiendo, hasta interiorizarlo y transformarlo en algo absolutamente cierto, que el Islam es una religión intrínsecamente mala y uniforme que domina las mentes de los musulmanes y que no nos debemos fiar de aquellos que la profesan. De esta manera, los conflictos que tengan lugar con el mundo musulmán, incluyendo aquí las dos últimas y mas sonadas agresiones occidentales al Oriente Medio –Afganistán e Irak-, se deben exclusivamente a que éste está dominado por una cultura impermeable, cerrada y atrasada con la que no tenemos ninguna relación. Nuestro continuo intercambio cultural del pasado es cosa de leyendas antiguas. Es más, es un accidente sin importancia alguna. Además, aprendemos así que su atraso y su intransigencia contra la mujer, la libertad y el desarrollo son algo natural y homogéneo en ellos, sin existir diferencias, por ejemplo, en la lectura interpretativa del Corán entre Egipto y Arabia Saudí, o sin ser digna de mención la igualdad jurídica entre hombres y mujeres existente en Túnez.

No hay que minimizar los avances realizados. Somos conscientes de la hipocresía del discurso occidental que mantiene la certeza de luchar por la libertad cuando después actúa sin miramientos contra aquellos países que puedan convertirse en enemigos comerciales en potencia, y que mantiene en el poder a tiranos que nos son fieles haciendo oídos sordos a las peticiones de ayuda de la población que gobierne, estableciendo así que la maldad de ese dictador es más justa y menos cruel que otra, ya que es mejor este musulmán moderado, que es un dictador genocida, que otro que sea un fundamentalista.

Sin embargo, volviendo a la realidad, por dura que sea, aunque sepamos de esta hipocresía occidental seguimos pensando que somos los buenos y los que hemos de regir el destino del mundo. Esta visión es tan patente que la inmigración no europea, sobre todo la musulmana, constituye un peligro en potencia –así lo percibimos- pues nos va a alejar de nuestra burbuja y, centrándonos en el caso musulmán, estaríamos metiendo al enemigo en casa. Por ello, aunque obliguemos con los endeudamientos a los países que no están a nuestra altura a liberalizarse y seguir nuestro ejemplo, les decimos que no permitan la emigración regional más allá de sus propias fronteras cuando ésta supuso una parte fundamental de la colonización europea para enriquecernos y controlar el mundo. Es decir, establecemos un doble juego en el que exhortamos al otro a que llegue a ser como debería ser, como nosotros, sin permitirle utilizar y emplear las herramientas que los civilizados empleamos para llegar donde estamos.

Los dirigentes musulmanes, y con ellos la propia inmigración islámica que tenemos, será percibida como aceptable cuando se vista como nosotros y hable de forma semejante. De no ser así, pertenecerá irremediablemente al bloque homogéneo de la intransigencia y el retraso civilizador que creemos caracteriza a los ciudadanos islámicos.

En consecuencia, las guerras en África se deben, en el fondo gran parte de la población del Norte lo ve así, al retraso cultural de los africanos que son incapaces de autogobernarse. Generalizando esta concepción global es fácil llegar a la conclusión de que el fundamentalismo islámico abarca en realidad a toda la población musulmana, puesto que estos no quieren democracia ni libertad pues odian todo lo que representamos, de forma que la guerra o mal entendimiento con ellos es algo inevitable.

En este sentido, es de destacar el convencimiento de que nuestra cultura es judeocristiana, sin más, desapareciendo de este modo nuestros fantasmas sobre la responsabilidad de la Europa libre en el Holocausto y dejando de lado la enriquecedora interacción que tuvimos con el mundo islámico y africano.

A pesar de tan desolador panorama y, por otro lado, del afrocentrismo y movimientos similares -en los llamados países del Sur, incluidos los islámicos- tendentes a caer en los mismos errores que Occidente cometió, rescribiendo cada uno de esta manera la historia a su favor para que su continente, despojado por la avaricia europea, se auto-proclame como el verdadero impulsor de la evolución y del desarrollo que experimentaría el vanagloriado mundo occidental, se han alcanzado terrenos esperanzadores.

Así, en el mundo árabe han surgido numerosos intelectuales y movimientos reformistas que piden más libertad y una igualdad de la mujer, entre otras muchas cosas, sin querer que esas metas sean copias del modelo europeo -¿Cómo se atreven?- y sin temer que se les tache de traidores en sus países por reclamarlas. Por otro lado, la inmigración puede abrir las mentes europeas con el tiempo y dar lugar a una reformulación de la identidad nacional en la que si no caben todos, lo hagan muchos más, incluyendo aquí a los de piel más oscura y a los que rezan cinco veces al día, o tres dependiendo de la confesión musulmana que realicen.

Sin embargo, la situación actual del llamado terrorismo global –que nuestros países también ejercen- parece hacer mella en los avances comentados, pues se está consiguiendo, a pasos agigantados, que acabemos identificando como uno sólo al terrorismo con el Islam. Este miedo es lógico pues la todopoderosa red mediática con la que creemos conocer el mundo, por medio de una explicación de lo acontecido en éste de lo más simple e insulsa, nos enseña día a día que el hombre de Alá es completamente distinto a nosotros y que la comprensión y entendimiento mutuo es algo inabarcable e imposible, estando destinados con ello a un conflicto de gran envergadura con el mundo musulmán que no sabemos que forma adaptará. La única manera de evitar esto es la de reconocer nuestros propios prejuicios, de forma que seamos conscientes de los mismos y, en consecuencia, capaces de abrazar a ésta y otras culturas como algo distinto de lo que se puede aprender, entre otras cosas, que los lazos que nos unen desde siglos atrás son más de los que nos separan. Éste es un camino que debemos considerar como extremadamente difícil pues, por mucho que nos pese, los conceptos de “Desarrollo”, “Civilización”, “Norte”, “Progreso”, “Humanitarismo”, etc., dominan nuestras mentes más de lo que nuestra conciencia cree y nos aportan cierta sensación de superioridad respecto al “otro” de la que se hace difícil deshacerse, puede incluso que imposible.

Pablo Jiménez Cores. Madrid.
Colaborador, El Inconformista Digital.

Incorporación – Redacción. Barcelona, 5 Abril 2012