El Cartero… y algo más – por Pablo Jiménez

El timbre rompió el silencio. “¿Quién será?”. Tal cuestión apenas llegaba a mi mente cuando, abrumado por la curiosidad y agitado por la impetuosa fogosidad del tierno infante, ya me había situado enfrente de la puerta. Con sobrehumano esfuerzo conseguía acceder a la mirilla de la puerta y, descubierta la figura del extraño forastero que se presentaba al otro lado, una grata sonrisa se dibujaba en mi cara para, instantes después, ser acompañada de un gran estruendo, que incapaz de ser contenido, salía gracias a la portentosa labor que se exigía de mis cuerdas vocales; “¡Mamá, es el cartero, el cartero!”.

Ella, retirándome amorosamente detrás suyo, abría la puerta, y él, siempre afectuoso, como es natural en quien tiene conciencia de ejercer digna labor, me miraba fijamente durante unos instantes para después, no sin cierta sorna, guiñarme un ojo. Yo, entre tímido y pillo, me escondía tras mi primera dama.

Mi madre atendía con gusto la labor de aquel buen hombre y, aunque con más cautela de la que yo, por mi pronta edad, me podía permitir, no podía dejar de ocultar su curiosidad; “¿Qué habrá traído esta vez? ¿Quién nos habrá escrito? ¿Cómo le irá a mi marido por sus viajes en Oriente? ¿Alfredo, mi hermano, tendrá buena nueva?” Parecía que tras la cortesía ofrecida hacia aquel hombre de oficio, éstas y otras preguntas rondaban la mente de mi señora con fuerza y persistencia, dejando en evidencia su ansia por hallar la respuesta en cuanto tornase la puerta.

Finalmente, el cartero volvía a su ronda, había muchas noticias que repartir y el tiempo apremiaba. Tras de sí, después de afable despedida, mi madre habría las cartas y se preparaba, inquieta e impaciente, a leer con detalle las mismas.

De un modo u otro, independientemente de lo que la misiva portase, siempre pude observar en ella un gesto de profundo agradecimiento hacia aquel hombre uniformado. Recuerdos, simples recuerdos.

Con el paso del tiempo el cartero, junto con otras profesiones, estilos y procederes, ha cambiado. Algunas han ido a mejor y otras se han deformado hasta tal punto que han perdido su razón de ser.

La melancolía acecha el alma cuando me veo ahora en casa, bajo el lúgubre resplandor del atardecer temprano, inquieto, apesadumbrado ante la posibilidad de que aquel hombre, aquel que antaño idolatraba, llame a la puerta. Sino es la subida del gas o del agua sabes que si aparece es más que probable que tengas una multa por circular cinco kilómetros por encima de lo dictaminado, sabes que su visita te costará dinero, que su llamada te traerá jaqueca y, muy a mi pesar, que un buen día siempre puede arruinarse por la visita del cartero.

Lo que más me abate, aquello que me llena de amargura, es la descomposición de su figura, de su profesión, de modo que la evocación que de él tengo, aquella que edifiqué en la niñez, se ha desmoronado de tal forma que cuando lo pienso me parece imposible que lo que para mi representaba de pequeño hubiera algún día existido. Con él muchas notables figuras han desaparecido.

El guardia de tráfico ya no está para orientarte, sino para multarte; el médico ha dejado de palparte, no le hace falta, no requiere más de un par de minutos para diagnosticarte, extenderte una receta y, por supuesto, cobrarte, que para eso es médico ¿o no?; el alcalde no gobierna, no es su menester, él se dedica a evangelizar hacia fuera y hacer rapiña tras los muros del ayuntamiento; la monarquía ya no representa al pueblo, eso son cosas del pasado, ahora se dedica al tráfico de influencias y a sacar a la luz delitos que ya han prescrito, no quiera El Señor que la noble cuna vaya a dejar de ver la luz del día; y, para colmo de males, ya no gozamos de la figura del sereno, ahora el que ronda las calles es el agente de parquímetros.

Vivimos en una época de pesar, más que nada porque el servicio al público, y con ello todo lo que representa, a dejado de ser tal, se ha desvirtuado hasta cambiar de significado, hasta nutrirse del servicio del público. Ahora todo lo que viene de la cima es coercitivo, nos reprime y ahoga, nos recuerda que la libertad no es posible, sólo existe en los anuncios de Levy´s, y como tal actuación en caso alguno puede ser legitimada, los potentados tratan de adornarla por medio de las palabras, tratando de engalanar a través de las mismas lo que ya está corrompido, de camuflar el hedor de esta nueva tiranía.

Así, cuando el sistema nos asfixia, nos quita nuestros derechos y nos retrotrae al siglo XIX, hablamos de “reforma”; cuando el sistema nos arrebata nuestra salud en realidad se limita a hacer “ajustes” y nosotros simplemente a realizar un “copago”, lo que es de justicia pues acompañamos lo que otro ha pagado, eso parece, aunque ese otro hayamos sido nosotros mismos; cuando el sistema nos golpea por defender nuestras libertades lo hace por ser “gravemente desobedientes”, mientras que lo realmente antidemócrata sería ser “gravemente obedientes”, pero eso a quién le importa.

Son tiempos convulsos y puede, sólo puede, que lo que realmente debamos hacer, digo yo, sea venerar a las figuras denostadas por el Estado, para ver si así vuelven a humanizarse, a recuperar su sentido. Puede, sólo puede, que lo que debamos hacer es decir las cosas como son, de modo que cuando nos manifestemos no lo hagamos por la defensa de los derechos laborales o por una buena cobertura social, sino para que simple y llanamente los que están arriba empiecen de verdad a representarnos y a no darnos por el culo. Así de sencillo.

Hemos de combatir la dictadura de lo superfluo, lo vacío y lo chorra con la cabeza bien alta, respondiendo al mero emisor del señorío con buenos modales y notable atención, y hablando sin finuras auto-impuestas, sin jolgorios de palacio, tratando con ello que los gobernantes no corrompan nuestro entendimiento, pues si empezamos a hablar como ellos, si empleamos su lenguaje, éste se hará nuestro dueño y el cambio, la metamorfosis que radica en nosotros mismos, se hará cada vez más lejana.

Pablo Jiménez Cores. Madrid.
Colaboración. El Inconformista Digital.

Incorporación – Redacción. Barcelona, 22 Marzo 2012