Quizás algo que compartimos todos los seres humanos, héroes y villanos, visionarios y materialistas, iluminados y prosaicos, altos y bajos, es la necesidad de cumplir sueños, de conseguir sueños y felicidades alcanzables que podamos tener y guardar si caben -metafóricamente o no- en un bolsillo, a mano.
Es decir, sueños grandes y pequeños que poder resumir en palabras o materiales menos abstractos que la idea del sueño en sí misma.
Así no se pierden, aunque a veces dicho bolsillo metafórico -o no tanto- pueda tener un agujero nada simbólico y escurrirse todo hacia el suelo, como las llaves de tu casa, de tu coche, como tu dinero, tu smartphone nuevo, las entradas para un concierto o los billetes de avión para las vacaciones (especialmente si alguien que cobra más que tú decide hacer huelga).
Así, los sueños cumplidos -desde lo más mundano hasta lo más filosófico que queramos imaginar en mi ejemplo- son más fáciles de enseñar a los demás (un anillo de boda en tu dedo, el cochazo que tienes detenido en un semáforo testimonio en negro metalizado brillante de la salud de tus finanzas) y a uno mismo, porque nos recuerdan quizás que el mundo es menos malo de lo que a veces es y que ocupamos nuestro espacio de felicidad en el mundo.
Además, casi todo ser humano tiene una pequeña -o no tanto- parte de sí mismo a la que le gusta coleccionar y tener cosas, desde tener la despensa llena para cualquier eventualidad hasta disfrutar de los últimos adelantos tecnológicos o tendencias de moda que puedan pagar – o no tanto, de nuevo-. Los hay incluso, que necesitan exhibir ésas cosas, ésos sueños, para no pensar en el caos, miedo o inferioridad que sus dueños ocultan detrás de ellos. Y a veces, la simple felicidad que tener algo te produce, ya sea por el mero hecho de poseerlo, por lo que es, por lo que significa o por su utilidad, basta para querer tenerlo siempre al lado y gritarlo al mundo con exultante sonrisa.
En algo de ésto se basa el poder de los ebooks, de los smartphones, de los Ipads, Ipods, de los portátiles, en el mercado. No se trata sólo de su utilidad, que a veces es muy relativa, sino en gran medida de lo que dejan al alcance de la mano. O de lo que parece que dejan.
Todos ellos aparatos muy cools, muchísima gente tenemos alguno por las utilidades que nos brindan, pero seamos también realistas, el marketing (algo que un amigo me decía hace tiempo que no existe porque no se puede definir) hace que compremos cosas que no necesitamos realmente, cosas de las que vamos a sacarles un 40% de partido en la mayoría de ocasiones.
La informática/electrónica de bolsillo de nuestros días, aparte de la utilidad real que se le pueda dar, está destinada por las empresas que lo venden para suplir ésa necesidad de sueños alcanzables de andar por casa que en menor o mayor medida todos llevamos dentro (en algunas campañas de publicidad más agresivas con este tema, incluso llegan a querer venderte también los sueños de verdad). Una necesidad que tienen los propios inventores -trasladar un sueño conceptual a algo físico- y a la que después las compañías sacan rentabilidad porque es una de las mayores fuentes de ingresos de las que disponen (un comprador motivado por la felicidad es un comprador fiel, continuo, seguro).
Hace unos días, por desgracia, moría tras una grave enfermedad Steve Jobs, co-fundador de Apple Inc. Gracias a él, nuestra vida de informática a nivel de usuario es más fácil. Steve Jobs ha hecho más asequible el mundo de la comunicación, el que llaman el Thomas Edison del siglo veintiuno hizo del ordenador un artilugio simple de usar, cambió la manera de hacer negocio con la música a través de Internet y lanzó la telefonía móvil en otra dimensión, citando sólo parte de todo lo que he leído sobre él desde su muerte.
Aunque se le considera uno de los grandes innovares de la historia, no fue porque creara nuevos productos. Jobs ni inventó el ordenador personal, ni el ratón, ni los reproductores digitales de música, ni los teléfonos inteligentes, ni las tabletas, ni las tiendas electrónicas de música o de libros. Jobs tuvo la capacidad de simplificar la tecnología existente y explotar su potencial, en el momento adecuado.
Para explotar el potencial de unos de sus primeros ordenadores personales, Jobs necesitó de un buen programa que le diera vida. Acudió buscando ayuda al por entonces joven también Bill Gates, sin saber que con el paso del tiempo se convertiría en su gran rival desde Microsoft. Su enemigo entonces era IBM. En 1986 se hizo con la división gráfica por ordenador de Lucasfilm, por la que pagó 10 millones a George Lucas. Y así nacieron los estudios de animación Pixar. Como muchos genios de la era moderna, empezó en un garaje, como un chaval inteligente buscando hacer sus sueños de una realidad palpable (y en este sentido, de bolsillo).
Lo que me gusta de Steve Jobs (a mí y a medio mundo) es esa imagen de inventor (visionario) escindida de la posterior comercialización de sus inventos. Hace unos años dijo a los estudiantes de Stanford que el tiempo es limitado y no debía de desperdiciarse viviendo otra vida que no sea la tuya. Es agradable hoy día encontrarse con personas con poder (del tipo que sea, político, intelectual, creativo) que se molestan en pensar y en tratar de vivir con frases así, además de transmitirlas a los demás. En ése sentido Jobs podría parecer la otra cara del capitalismo, además de la que vemos y la oculta. Alguien que utiliza los medios que el capitalismo pone más o menos cerca para crear y cumplir sus sueños.
Pero no podemos olvidar que aun así, el capitalismo es lo que es. Y la era del consumo en la que estamos sumergidos es también como es, retroalimentada además por nosotros mismos. Y es que a nivel del consumismo nos encontramos con un panorama interesante: personas como Jobs o menos filosóficas -inventores con meta más pragmática que cambiar el mundo o simplemente económica- crean productos que mediante un mayor o menor marketing llegan a las tiendas y a nuestras cabezas (a veces se llegan a meter un poco en el corazón, con los años y una serie de complicados e imprevisibles factores), y un poco más tarde a nuestros hogares después de haber pagado la cantidad xxx de dinero por ellos.
Entonces, llegado este punto de la cadena alguien podría pensar que ya está, una felicidad de bolsillo conseguida, pero no, ni de lejos. Hablemos del caso concreto de la informática/electrónica. Éstos productos han generado con los años una enorme dependencia en el consumidor. Cuando sale a la luz un dispositivo nuevo y gastas tus ahorros para tenerlo, al par de años (siendo muy, muy optimista y laxa en mi cálculo temporal) sacan un «nuevo» dispositivo prácticamente igual al anterior salvo unas cuantas mejoras (no muy a menudo sustanciales) que de alguna manera te obliga a volver a comprarlo, ya sea por pura dependencia consumista o bien porque dicho nuevo dispositivo ahora funcione con otro sistema operativo (en el caso de los portátiles) en el que se basen otras aplicaciones más necesarias, o bien porque directamente a nuestro anterior dispositivo le hayan hecho perder funcionalidad, como ha pasado primero con los discos de vinilo, luego las cintas de cassette, más tarde los cd’s, dvd’s… en favor del mp3 y el blue-ray disc, por ejemplo.
No digo que la tecnología no deba de cambiar ni que muchos de ésos cambios no sean buenos para nuestro mundo. La tecnología es algo vivo y en constante cambio, igual que todo lo demás. El problema viene en la comercialización de ésa tecnología. Cuando hasta los Jobs de este mundo tienen que rendir cuentas a sus coétaneos empresariales y cuentas bancarias que mantener para materializar sus sueños porque siguen siendo humanos, con sus defectos, virtudes y decisiones.
Y además sucede que una compañía normalmente no lanza una publicidad diciéndote que compres sus productos para poder así ellos ganar dinero, o porque la tecnología de este nuevo producto que te presentan ahora ya estaba desarrollada hace mucho tiempo pero así ganan más dinero, si primero te dan a probar lo básico, te enganchan y ahora te ofrecen lo más novedoso. Una publicidad jamás será clara por definición. Nadie te dirá que aunque de ellos sea el producto original hay otras veinte compañías que han llegado a productos similares e incluso mejores, porque tienen que justificar sus precios en algo (además, comprar una filosofía de vida no es barato).
En el caso de los ebooks, smartphones, Ipads… realmente se intenta vender algo más allá del propio producto. Se vende la imagen de la felicidad que quieren que represente para el comprador (si un anuncio de una empresa de electricidad te dice que su meta en la vida es cuidar el medio ambiente y nada de sus precios, creéme, te está engañando), el sueño de bolsillo que tocar y enseñar. Y es muy respetable, ya que hay personas que lo compran, algo también muy respetable.
Pero te encuentras con gente que casi no llega a fin de mes pero se compra el último Iphone porque ya son adictos a la tecnología, aunque no use el 80% de sus aplicaciones más que 10 minutos en dos meses. Te encuentras con productos que trascienden el ser un objeto comercial atractivo para ser un símbolo de cultura popular y cuyos compradores pasan de ser éso, compradores, para convertirse en militantes de la marca armados con uñas y dientes.
Yo tengo un portátil que uso regularmente para trabajar y ocio. Me es muy útil y gracias a él (que por cierto lo compré hace unos meses con procesador i5) están ustedes leyendo éstas líneas, entre otras cosas. También tengo un teléfono móvil táctil 3G del que uso muchísimo la agenda, el bloc de notas y aplicaciones similares para no perder la cabeza. Pero no vivo obsesionada con la tecnología, conozco a gente que sí. Me gustan determinadas marcas por su calidad, precio o diseño, pero tengo muy claro dónde están ellas, dónde estoy yo y qué quieren de mí. No he gastado todos mis ahorros en el smartphone último modelo o en la videoconsola última generación en la que felizmente me echaría unas cuantas partidas a algunos juegos que yo me sé, no lo he hecho porque prefiero pasar más tiempo con mis amigos, con mi pareja, poder viajar con ellos y echar unas cervezas en casa sin pensar cuántas hemos gastado de la nevera. Sé que no lo necesito y no quiero que la tecnología domine mi vida.
Me gusta coger un libro, uno de verdad, de ésos que se definen así (fuente Wikipedia):
Un libro (del latín liber, libri, ‘membrana’ o ‘corteza de árbol’) es una obra impresa, manuscrita o pintada en una serie de hojas de papel, pergamino, vitela u otro material, unidas por un lado (es decir, encuadernadas) y protegidas con tapas, también llamadas cubiertas. Según la definición de la Unesco, un libro debe poseer 49 o más páginas (25 hojas o más).
Me gusta pasar las páginas y escuchar su ruido, sentir su peso y leer en algo que no sea una pantalla, sino en papel, me resulta más satisfactorio y cómodo. ¿Necesito un ebook con miles de libros en su memoria y en su pequeña pantalla? creo que no. Me gusta ver mis libros en la estantería de mi casa, sentir como cada uno tiene su historia aparte de la que llevan escrita (dónde lo leí, cómo, en cuanto tiempo según las marcas de su lomo).
Digo ésto porque gracias a la tecnología, a internet y la informática en particular, la comunicación ha alcanzado cotas inimaginables hace un siglo, prueba de ellos somos usted y yo ahora mismo, yo escritora que escribe en este periódico y usted lector que me lee, pero hemos de ser selectivos. No necesitamos todo lo que nos ofrecen. No todo lo que nos ofrecen es bueno, bonito y barato y por nuestro bien, aunque nos lo digan. No tenemos que tener todo lo que podemos comprar, mucho menos lo que no. No pasa nada por tener un teléfono que sólo haga llamadas y donde no puedas jugar al solitario mientras vas en el metro, quizás sea interesante también observar las caras de los viajeros y dejarse llevar por tus propios pensamientos (puede que también con algo de música en tus oídos). Quizás para llenarse los bolsillos de sueños no haya que comprar nada, al menos no siempre.
Laura Morillas García. Valencia.
Colaboradora, El Inconformista Digital.
Incorporación – Redacción. Barcelona, 12 Octubre 2011.