Hablar a estas alturas de Jesús de Nazaret parece ocioso, o no. Si lo hacemos sobre una novela que toma su figura histórica y religiosa como eje central la sociedad que nos rodea nos puede tachar, siendo muy benévolos, de pesados, o de pirados. Y si lo hacemos sobre polémicas si no alumbradas por la novela en cuestión sí fuertemente encarriladas por ella se nos podría encasillar fácilmente en la categoría de iluminados.
Se quiera o no, es una de las pocas figuras de la Historia de la Humanidad que sobrevivirían a cualquier criba si hubiera que elegir a los diez, a los cinco, o hasta a los tres que más influencia han ejercido en nuestro ya largo periplo. Y esto, bien considerándole como Cristo, “el ungido” desde una perspectiva cristiana, bien desde una asepsia difícilmente lograda como Jesús de Nazaret, o bien como un impostor o falso profeta como ha hecho el Judaísmo, pues siguen esperando al Mesías. Que nadie tema, sobre todo aquéllos que tienen en mente la inclasificable saga “Caballo de Troya” de J. J. Benítez. Nuestras pretensiones no son tan altas. Hablar de Robert Graves (1895 – 1945) si no es tan redundante como hacerlo de Jesús sí que puede parecer algo pedante. Poco podemos aportar a la inmensa talla, gusten o no gusten su vida digna de una película de aventuras y sus muy diversas obras, del intelectual, poeta, erudito y novelista inglés. Su novela “Rey Jesús” no es una de las más conocidas, pero sí es interesante por varios aspectos, incluso ahora, en una fecha tan distante de su publicación en 1946. En español, creo recordar que está publicada por EDHASA en alguna de sus colecciones de novela histórica.
Antes de enfrentarnos a su lectura deberíamos tener en cuenta tres premisas. La primera es que si no hemos leído la Biblia, o estamos mínimamente familiarizados con ella, o si no nos interesa la religión judía, debemos desistir de su lectura, porque, además de que en algunos pasajes nos aburriremos soberanamente, en otros no sabremos de qué va la historia. No es que “Rey Jesús” sea un denso ensayo histórico, es una obra de ficción, pero en bastantes capítulos el material que maneja Graves bebe directamente de fuentes bíblicas, también de otros textos hebreos no canónicos, así como de otras tradiciones semíticas e incluso de la egipcia. La segunda es que no nos enfrentamos a una novela ligera sino a la obra divulgativa de alguien que toda su vida anduvo indagando en los orígenes de los mitos y las creencias de nuestra civilización. Así pues, otra influencia que se puede rastrear es la de la monumental obra de James Frazer, “La Rama Dorada”, fundamento de la antropología moderna, en el sentido de la pervivencia de restos de tradiciones mágicas y politeístas antiquísimas, sacrificios humanos incluidos, en dos de los pilares de nuestra civilización occidental, el Judaísmo y la Grecia clásica. Sobre este tema volvió Graves diez años más tarde en “La Diosa Blanca”. La tercera: “Rey Jesús” no es el descubrimiento de la cuadratura del círculo de los aspectos oscuros de las fuentes y de los primeros tiempos del Cristianismo. Es simplemente una novela. Sobre este punto es interesante leer un artículo publicado en la revista “Time” el 30 de Septiembre de 1946, bastante crítico, por otro lado, con el libro de Graves, pero que hace poner los pies en el suelo a todos aquéllos que tras leer una obra que plantea una hipótesis audaz creen haber hallado la clave de varios misterios que, a lo mejor no son tales. No hay que olvidar que, al final de todo, la justificación de una religión para sus creyentes reside en la fe. Porque la hipótesis que plantea “Rey Jesús” es ciertamente audaz:
Imaginemos que Jesús fuera nieto de Herodes, sí el de los castillos en todos los belenes y el de la matanza de los Inocentes, y que reúne en su persona la condición de último eslabón de la dinastía del rey David, la antigua estirpe real de Israel, y al mismo tiempo es el heredero de Herodes, a través de una relación esporádica de María, ella misma de alto linaje, con el príncipe heredero, papel que tradiciones posteriores atribuyeron a la intervención divina. De ahí el aparentemente poco comprensible interés del implacable rey en llevar a cabo la matanza de los niños de Belén. Por otro lado, seguro que a algunos se les habrá ocurrido pensar que si Judas era un traidor, puesto al descubierto por su Maestro en la última cena ¿Por qué ninguno de los otros once reaccionó contra él? ¿No sería que Judas no era un traidor sino un elegido para cumplir el deber supremo, aparentemente contradictorio, de dar muerte a Jesús? La debilidad y piedad de aquél en el último momento le hace alertar a la autoridad romana para que deteniéndole le salve de su ansia autodestructora. Al final, ya sabemos que todo se complica. Pero para los romanos, seguía siendo un pretendiente al trono, de ahí la inscripción de la Cruz, Iesus Nazarenus Rex Iudaeorum. El deseo de autodestrucción de Jesús está motivado, paradójicamente, por su condición de Mesías. Desde hace mucho está aceptado que la tradición del Mesías davídico, la clásica digamos, la del rey todopoderoso que traería la gloria a Israel, no es la única. Coexiste con otra tradición mesiánica, la del profeta Zacarías, la que se conoce como la del “pastor insensato”. En este libro del Antiguo Testamento aparece la figura un poco enigmática de un dirigente religioso que se inmola después de haber realizado en su pueblo actos aparentemente absurdos. Esa es la tradición a la que alude Graves en los últimos días de Jesús, después de sufrir un descalabro personal con la muerte y resurrección de Lázaro: Además de las acciones contradictorias en la última cena, también entraría el choque aparente entre sus prédicas de humildad y su deseo de aclamación real en la entrada en Jerusalem, la expulsión violenta de los mercaderes del Templo y las palabras enigmáticas a sus discípulos, en realidad dirigidas a Judas, para que compren una espada. En un nivel más profundo subyacería el hecho de que la religión judía presentaba restos politeístas hasta fechas muy recientes. Ahí el sacrificio de Jesús entroncaría con una tradición de muerte ritual de un rey sagrado, un semidios que se sacrifica para propiciar el resurgir de la naturaleza en primavera, una especie de reedición del sacrificio del dios semita Tammuz, y origen de la fiesta judía de la Pascua. Esto, más o menos, es lo que expuso Frazer al final de “La Rama Dorada” y levantó una gran polémica a finales del s. XIX. Y hay más hechos conectados, que reinterpretan de forma peculiar pasajes muy conocidos de los Evangelios. De este modo, Pedro y Barrabás (un mero apodo, pues etimológicamente significa “hijo del padre”) serían la misma persona, un zelote, nacionalista judío de aquellos tiempos. María Magdalena es una hechicera o sacerdotisa de la antigua diosa madre, común en los pueblos mediterráneos con quien Jesús entabla un combate, presentado en las Escrituras como la expulsión de siete demonios de una mujer, que representa la lucha del culto al dios masculino contra las pervivencias de la gran diosa madre. En este capítulo también se incluye el matrimonio de Jesús con María, la hermana de Lázaro, al principio supuestamente para presentarse como heredero al trono de Israel, y luego con un tono más religioso al negarse el protagonista a consumar el matrimonio, y abogar por una religión universal en contra de la tradicional judía, aún muy impregnada de elementos esotéricos y mágicos, como se sugiere por la mención, entre otros, de algunos pasajes del Libro de Ezequiel. En el aspecto narrativo, ésta es una novela en tercera persona, narrada por un tal Ágabo, personaje que sí tiene alguna mención en el Nuevo Testamento, y que aquí cobra vida en la imaginación de Graves como narrador de unos hechos ocurridos bastantes años antes, en los que él incluso interviene, digamos como extra si esto fuera el rodaje de una película, siendo niño, en un episodio de los Evangelios. En este periodo posterior a la muerte de Jesús, también se esboza el cisma existente en la misma génesis del Cristianismo. Por un lado como secta dentro del Judaísmo, por otro como religión con pretensiones de universalidad a raíz de la personalidad de San Pablo. Siempre teniendo en cuenta que no era un cuerpo estanco ni mucho menos, ya hemos visto que las influencias de religiones anteriores, según Graves, y Frazer antes que él, fueron considerables. Al parecer, la de los cultos mistéricos de la misma época en los ámbitos orientales y helenísticos también lo fue, y aquí estaría el origen de comer la carne y la sangre de una figura divina sacrificada, algo que al parecer repugnaba a aquéllos del núcleo inicial que pretendían una interpretación más espiritualista. Ya decimos, hipótesis más o menos sugerentes sobre uno de los pilares de nuestra cultura.
Maximiliano Bernabé Guerrero. Toledo.
Redactor, El Inconformista Digital.
Incorporación – Redacción. Barcelona, 5 Abril 2010.