El turco: Diez siglos a las puertas de Europa – por Maximiliano Bernabé

Éste es el título de un libro escrito por Francisco Veiga, profesor de Historia Contemporánea y Actual en la Universidad Autónoma de Barcelona (Editorial Debate, 1ª Edición de Noviembre de 2006) que, no sólo que no ha perdido interés a los tres años de su aparición sino que lo acrecienta. Y ello por varias razones, que se pueden sintetizar en una sola: Sabemos muy poco de Turquía y de los turcos.

Si alguien oye hablar de turcos, o de pueblos túrquicos, seguramente pensará en los límites de la República de Turquía, que, más o menos, coinciden con los de la península de Anatolia, pero difícilmente lo hará en una realidad que se extiende desde China hasta Bulgaria y Macedonia. Este libro, estructurado como un manual de Historia desde los albores de los Selyúcidas, da una respuesta interesante y profunda no obstante asequible, aunque controvertida, como veremos, en alguno de sus planteamientos ideológicos.

Sabemos poco pero tenemos muchos clichés e ideas preconcebidas sobre un país que entra dentro del campo de las leyendas negras y de las caídas en gracia. Sabido es que toda nación que haya formado un imperio, se haya extendido mucho o, simplemente, haya tenido litigios con sus vecinos no lo ha hecho haciendo gala del relativismo cultural ni de la ecuanimidad filosófica. Estas cuestiones se ventilan por medio de la fuerza o alguna relación de hegemonía. Donde entra la divergencia es en el modo en que el resto de la humanidad lo percibe a lo largo de la Historia. A unos se les percibe a través de ese prisma tan expresivo que constituye la locución “leyenda negra”, como es el caso de España, o Turquía que nos ocupa. Y otros caen en gracia, al menos a niveles populares, como pueden ser los casos de Irlanda, Suecia o Rusia; por diversas razones. Si alguien nos contase la leyenda de un pueblo que desde unas remotas estepas lleva a cabo una prodigiosa y épica migración a lo largo de siglos y miles de kilómetros hasta llegar a las riberas de un mar cuna de varias civilizaciones, podríamos pensar en historias del tipo de “El Señor de los Anillos”. Sin embargo, hablamos de los pueblos de lenguas túrquicas, que desde sus tierras de origen, en los confines de Siberia, cerca del lago Baikal, tras dejar un rosario de pueblos por el camino y provocar cambios en lugares tan distantes como el Imperio Romano o el Chino (por ahí andaban los Hunos) lograron establecer algunos de sus clanes a orillas del Mediterráneo a finales del primer milenio de nuestra era. ¿Qué nos importa esto a nosotros? A todos los habitantes de Europa Occidental mucho, porque con la llegada de los Selyúcidas a Oriente Medio comenzaron las Cruzadas. A los españoles también; desde la baja Edad Media este conjunto de pueblos despertaron un gran interés, primero por la quimérica posibilidad de cristianizarlos y cerrar una fabulosa tenaza sobre el Islam. Entre los varios intentos en este sentido está la embajada castellana a Tamerlán en el s. XIV, encabezada por Ruy González de Clavijo. Y luego, ya en clave más realista, como actores de la política internacional.

Si ha habido alguien tocado por la varita de la leyenda negra han sido los turcos: Los destructores del Imperio Bizantino en 1453, los avasalladores de los Balcanes y regiones enteras de Europa Central, los patrocinadores de crueles piratas berberiscos que mantuvieron un feroz duelo de galeras con la monarquía española y otras potencias menores como Venecia durante dos siglos. Ni en su época de decadencia a partir de finales del siglo XVII lograron librarse de la imagen de crueles jenízaros. Ningún europeo envidiaba la suerte de los pueblos que vivían dentro de los límites del Imperio Otomano que, gráficamente, era conocido como el “hombre enfermo”. Incluso un héroe de nuestro tiempo como Thomas E. Lawrence “Lawrence de Arabia” labró su fama luchando contra los otomanos en su estertor final de la Gran Guerra, bien es cierto que ayudado por el oro que los británicos distribuían a manos llenas para comprar voluntades, lo que no sale en las películas. Todos estos hechos son desgranados de forma sistemática en la presente obra: La formación del Imperio Otomano a ambos lados del Bósforo, la prevención y terror que infundía a los europeos del s. XVI su sentido de la eficacia militar. Cómo los mismos otomanos basculaban entre su creciente vinculación con Europa bajo sultanes como Mehmet II, las costumbres arrastradas desde sus orígenes en las estepas, la llamada de Oriente que los lastra en sus sueños europeos durante el reinado de Selim I y, que tras enfrentarse a la Persia Safaví y al Egipto Mameluco, les dota de un imperio asiático-africano y, sobre todo, sus pragmáticas relaciones con una religión islámica al servicio del estado y no al revés, aspecto en el que el autor insiste mucho. Interesante es cómo se relata la manera en que el mismo dinamismo de pueblo en continuo movimiento les hace hundirse en la decadencia al no ser capaces de articular instituciones capaces de gobernar un extenso imperio. También la forma en que son perdidos los Balcanes desde principios del siglo XVIII hasta las guerras de 1912-13, mediante lo que el autor llama la “trampa balcánica” (título también de otro de sus libros), mecanismo que consiste básicamente en que los pueblos de esta zona, animados a partes iguales de belicoso ardor e irresponsabilidad estratégica, consiguen complicar a potencias occidentales, ya sea para, en su día, machacar las posesiones europeas del Imperio Otomano, buscar el pretexto que haga estallar la I Guerra Mundial, o ya en la década de 1990 y primeros años del s. XXI, para crear entidades de difícil engarce internacional como son la República de Bosnia-Hercegovina o la autoproclamada de Kosovo. Detalles que me atrevo a calificar de hasta amenos son el relato de episodios poco conocidos como son las tendencias panturquistas que parecieron cristalizar a finales de la I Guerra Mundial. Cuando todo se estaba viniendo abajo un puñado de iluminados pretendió sentar las bases de un imperio en Asia Central a costa del río revuelto de la Revolución Rusa, e incluso llegaron a lanzar una operación militar por tierras de Georgia, Armenia y Azerbaiyán, que les llevó casi a un estado de guerra abierta con sus aliados alemanes, a masacrar a la población armenia de Bakú y a provocar un insólito acercamiento entre los bolcheviques de Transcaucasia y las fuerzas coloniales del Imperio Británico. O la épica historia de la fundación de la República de Turquía en el periodo que va desde 1918 a 1924. Tras la derrota y el Armisticio de Mudros en Octubre de 1918 el Imperio Otomano fue prácticamente desmembrado; varias de las potencias aliadas intentaron rebañar territorios en su provecho, Grecia se lanzó a conquistar territorios en Asia Menor y Armenia se constituyó en república independiente. Éstos fueron los términos del Tratado de Sèvres, el año siguiente. Y entonces, contra todo pronóstico, surgió la figura providencial de Mustafa Kemal, prestigioso militar durante el conflicto, que reunió los restos del ejército y logró derrotar no sólo a los enemigos externos, sino también a los internos (proclamación de la república y abolición del califato), previa alianza con el otro paria internacional del momento, la Rusia soviética. Fue el comienzo de la Turquía moderna: laicismo, derechos civiles para las mujeres, alfabeto latino. En el “debe” de la cuenta habría que poner que fue el inicio de la división entre las “dos Turquías” que ha envenenado la convivencia política durante gran parte de la segunda mitad del siglo XX. Una estaría constituida por los sectores partidarios y beneficiados por las reformas, fundamentalmente funcionarios, militares y burguesía vinculada a los sectores estatales. La otra, los que quedaron fuera, pequeños propietarios agrícolas que pasaron a engrosar el proletariado y se refugiaron bajo el paraguas islámico de las siempre poderosas (aunque prohibidas) cofradías sufíes y, con el paso del tiempo, dieron lugar al llamado “capital verde” de la década de 1990, años de una ficticia expansión económica, y al islamismo político que gobierna actualmente la república en la persona de Recep Tayyip Erdogan.

Y sólo son algunos aspectos interesantes de este libro. Sin duda, más numerosos que los defectos. El primero de los cuales son las deficiencias tipográficas (algo evitable con una edición más cuidada) y sintaxis peculiar en algunos casos. Eso en el capítulo de la forma, en el del fondo, son discutibles algunos de los planteamientos del autor. No cabe duda que el planteamiento ideológico del libro (que toda obra tiene, sin llamarnos a engaño) se asienta sobre dos pilares: Uno, un indudable “filoturquismo”, no discutible si no es en el imaginario interno del autor, y el otro una cierta adscripción al partido que aboga por la integración de Turquía en la Unión Europea e, incluso, por las tesis de la llamada “alianza de civilizaciones” preconizada por J. L. Rodríguez Zapatero. Esto se puede comprobar en varios capítulos. Cuando Veiga se ocupa de algo incuestionable como es la ausencia de industrialización otomana, a diferencia de otros grandes imperios en el s. XIX, recurre al demasiado simple expediente de echar la culpa a otros, notablemente a los enemigos históricos en Europa del Imperio Otomano, y soslaya de forma explícita la ausencia de una revolución industrial en ningún país islámico. En contra de la primera propuesta se puede citar el caso de Japón, que se industrializó y armó en contra de muchos obstáculos encarnados en las potencias occidentales que habían contemplado utilizarlo como semicolonia para colocar sus manufacturas. Sobre la segunda, sin caer en ningún apriorismo antiislámico, algo que asusta mucho al autor, si no está demostrado, al menos sí es evidente que desde la época de las Cruzadas se inicia una decadencia material y tecnológica del Islam en la que es un factor que puede ser considerado si tiene algo que ver una religión que absorbe y controla no sólo la actividad estatal y política sino también la puramente personal en la mayor parte de países en los que es mayoritaria. A pesar de los esfuerzos de Veiga por demostrar que el Islam en el ámbito turco no es más que una superestructura al servicio de su destino histórico, el hecho de que al cabo de varias décadas de la proclamación de la laica república turca una opción política musulmana gobierne la nación da algo que pensar. Y llegamos a un asunto que ha condicionado la política interior y exterior de Turquía a partir de 1915: El genocidio armenio durante los años de la I Guerra Mundial como consecuencia de las deportaciones masivas emprendidas por el gobierno de los Jóvenes Turcos. Un hecho que sigue levantando controversia, pero que en algunos datos no deja lugar a la polémica. A principios del siglo XX los armenios, a pesar de no ser mayoría en ninguna provincia, poblaban extensas regiones de Anatolia Oriental, zonas en las que en la década de 1920 no quedaba ninguno. Intentar, como hace Veiga, buscar justificaciones en las actividades rebeldes armenias o en las deficientes condiciones materiales y sanitarias de la época, o incluso atenuantes exculpatorios en las conductas de los británicos en la Guerra de los Boers sólo conduce a dotar a esos argumentos de un amplio recorrido y a que nos los podamos encontrar más tarde justificando lo injustificable. Hay que recordar que el llamado “revisionismo” siempre tiene una causa legítima: Puesto que la Historia siempre la escriben los vencedores, vamos a hacer justicia a todos. Partiendo de esta base, por poner un ejemplo, Alemania durante la II Guerra Mundial estaba, al igual que en el conflicto anterior, en una situación económica muy desventajosa en relación a sus enemigos. Para intentar evitar errores pasados decidió seguir una implacable política de aprovechamiento económico de los territorios ocupados. Pasar de aquí a negar el exterminio de los judíos diciendo que las víctimas se produjeron en el marco del esfuerzo bélico es algo demasiado fácil y siniestro que ya han hecho algunos.

En fin, para no extenderse demasiado buscando faltas, a cada uno lo suyo: La bibliografía de este libro es excelente, y más que suficiente para proporcionar un conocimiento en profundidad de la Historia turca. Aunque llegados al final puede que sigamos preguntándonos ¿Por qué no llega a cuajar la entrada de Turquía en la Unión Europea? Aparte los desajustes económicos, quizá la razón no lo resuelva todo. Es cierto que húngaros y fineses también fueron en su día nómadas de las estepas que llegaron a Europa con intenciones poco pacíficas y se les ha acabado aceptando plenamente ¿No estará la diferencia en el Islam, que lleva cimentando “a contrario” la unidad europea durante catorce siglos?

Maximiliano Bernabé Guerrero. Toledo.
Redactor, El Inconformista Digital.

Incorporación – Redacción. Barcelona, 21 Noviembre 2009.