¿Qué tiene que ver la vigencia de un libro, de una disciplina a la que muchos miran con aburrimiento, si no desdén, como es la Filosofía con hechos de nuestra actualidad? ¿Está relacionado “La Rebelión de las Masas” de Ortega y Gasset con los siguientes hechos:
* Triunfo del hedonismo en todos los ámbitos de nuestra vida pública y privada, en todas las capas sociales. Parece que una crisis económica se cierne sobre nosotros y, sin embargo, este verano irse de vacaciones ha parecido un derecho inalienable. Como contrapartida, los placeres y los sitios de ocio se proletarizan. Quien haya ido al cine un sábado por la tarde en un centro comercial sabrá a lo que me refiero, y podrá comparar la experiencia con un muelle de embarque de ganado.
* Hace pocos años los afectados por la quiebra de una sociedad de inversiones, que decía vender sellos y obras de arte, reclamaban que el Estado les reembolsase todo el dinero invertido. Desde mucho tiempo antes el riesgo en este tipo de operaciones era evidente.
* Exaltación de la eterna juventud. Todos somos chicos y chicas. Frecuentemente, en los medios se oyen cosas como “Este joven de treinta y siete años…” O en la sección de anuncios de contactos se puede leer “Chica de cincuenta años busca…”
* ¿Conocen a alguien que no se declare pacifista?
Es innecesario hacer una reseña biográfica de José Ortega y Gasset (1883-1955), una de las figuras más famosas de la cultura española del siglo XX. El presente libro fue publicado en 1930 como una recopilación de artículos que habían aparecido en el diario “El Sol” durante el año anterior. Está estructurado en dos partes: la primera que se ocupa en sí de la cuestión de la rebelión de las masas y está dividida en catorce capítulos. La segunda, titulada “¿Quién manda en el mundo?” es un ensayo sobre política internacional, sobre la supuesta decadencia de Europa, y de Occidente en general, y sobre posibles modos de convivencia internacionales. Además de un prólogo para franceses y un epílogo para ingleses. El hecho que desencadena la atención del autor sobre la emergencia de las masas es el hecho de las aglomeraciones (ya en 1930), desencadenadas por un uso excesivo de unos recursos que antes sólo lo conocían minoritario. A partir de ahí, Ortega divide a la humanidad en dos tipos, el “hombre masa” y lo que se podría denominar como “hombre excelente o aristócrata”. Esta división no tiene por qué coincidir con clases sociales o grupos políticos (“aristocracia” viene del griego “gobierno de los mejores”). Sobre esto trata, y puede decirse que sintetiza la primera parte del libro, el capítulo VII “Vida noble y vida vulgar o esfuerzo e inercia”. Lo que define al hombre masa es su actitud ante sí mismo y ante lo que le rodea: La vida vulgar consiste en estar satisfecho de sí mismo, en hallar bueno todo lo que en sí tenemos, en no exigirse nada más que lo que la necesidad demanda y en pensar que no hay límites para nuestro disfrute del mundo. En suma, considerar que “todo el monte es orégano”. La vida noble, por el contrario, se caracteriza por el esfuerzo y por la necesidad de apelar a una norma que se encuentre más allá de sí mismo. Esto quiere decir exigirse mucho, se consiga o no, y en tener una cierta idea del deber como sentido de la vida. Goethe escribió que “vivir a gusto es de plebeyo, el noble aspira a la ordenación y la ley”. Es por todo ello que el hombre masa verá siempre en derredor multitud de derechos que le son otorgados por el mero hecho de existir, siempre desde una posición pasiva y su único paso a una situación de esfuerzo vendría como resultado de una necesidad muy extrema. Mientras que su antagonista ve el derecho como una conquista, lo que le lleva a un estado de perpetua tensión; una especie de incesante entrenamiento para ser siempre merecedor de ese derecho, que lo convierte en un asceta –“askesis”, entrenamiento, también del griego-.
Esta división viene existiendo desde la noche de los tiempos, lo que es nuevo es el deseo de los hombres masa (una mayoría) de suplantar a los excelentes. Unos y otros habían vivido en sus respectivos nichos sociales y culturales sin pretender traspasarlos hasta que la situación comienza a moverse en el s. XIX. Cuando la población (la europea primero) comienza a crecer vertiginosamente. La ciencia conoce avances espectaculares que posibilitan que la técnica haga la vida más fácil desde un punto de vista material. El progresivo allanamiento de dificultades hace que apetitos que estaban latentes en la mayor parte de la población salgan a la superficie pues hay poderosos medios para satisfacerlos. Una cierta seguridad física y económica se va instalando en una masa que, hasta entonces, había conocido una existencia muy precaria y una constante inseguridad en todo lo que rebasaba sus necesidades básicas, y aún en éstas. Las consecuencias de este hecho, que en sí es bueno, no han de serlo tanto. Digamos que la vida ha crecido, y con ella el nivel de los principios históricos y la altura de los tiempos han subido (todas ellas son expresiones de Ortega y Gasset), lo cual hace aparecer corolarios curiosos, como la irrupción de conceptos como el humanitarismo en el mundo de la política. Esta tendencia –hoy llevada casi al extremo en lo que se conoce como “Globalización”- tan benéfica en apariencia tiene una contrapartida más siniestra: El hombre masa comienza a gozar de todo como depredador tomando como otorgado por la naturaleza lo que es fruto de la ciencia, de la técnica, del esfuerzo, en suma. El sentimiento de plenitud de los tiempos, muy vigente a finales del s. XIX y que ha conocido altibajos durante el XX, de progreso continuo de un mundo que crece exponencialmente llevan consigo la aparición del primitivismo moral entre la población. Es como si, al mismo tiempo, el mundo se abriera al haber muchas más posibilidades y menos dificultades materiales, pero el alma se cerrase al no tomar en cuenta que tras cada logro ha habido una lucha por conseguirlo. Las consecuencias de este estado del pensamiento del hombre masa y su proyección en la sociedad son aparentemente contradictorias: Por un lado elevados principios morales dominan la política, al menos nominalmente, por el otro el Estado ha asumido grandes poderes en campos que antes pertenecían a la esfera privada. Este estado está dominado por la opinión pública, por la masa, pero también al comprenderlo casi todo puede dar lugar a formas de violencia organizada. El paternalismo difuso de siglos anteriores se ha convertido en una presencia omnicomprensiva y exigente. El ciudadano se infantiliza y abdica de su responsabilidad en beneficio de este mastodonte. Paralelamente, la juventud se alarga casi indefinidamente como elogio a la época de una persona en la que el sentido de la responsabilidad está más atenuado. Dejando ya toda esta caracterización del hombre masa como un señorito satisfecho, se dedica un capítulo a la especialización en el mundo científico (y tecnológico, diríamos hoy): El saber ha adquirido tal extensión que es necesario parcelarlo y se llega a una época de especialistas en aspectos muy precisos que se creen capacitados para opinar e influir sobre cualquier aspecto social o político.
Antes de referirse a la segunda parte (si la primera se refería a las relaciones humanas en el ámbito de la sociedad, ésta lo hace a las relaciones internacionales), habría que decir que aquí se predicen de forma bastante clara hechos como el auge de los totalitarismos en la década de 1930, la II Guerra Mundial o el proceso de unidad europea. La pregunta de ¿Quién manda en el mundo? sirve para desencadenar toda una reflexión sobre el papel de Europa después de la primera Gran Guerra. Europa pierde la conciencia de ser la elite dirigente a pesar de que no ha dejado de serlo y de que los imperios coloniales siguen plenamente vigente. Al mismo tiempo se va instalando en las mentes una idea vaga de la decadencia de Occidente, y aparece la admiración de amplios sectores de la sociedad europea por, de un lado, los Estados Unidos, y del otro, por la Unión Soviética: El creciente poder norteamericano tampoco debe generar miedo al cambio pues es una prolongación europea y Ortega y Gasset siempre se mostró un europeo convencido y entusiasta del papel director que había llegado a alcanzar Europa. Al explicar la génesis de este proceso, hace un análisis de la formación y del funcionamiento del Estado, contraponiendo el modelo antiguo, que bien podría estar simbolizado por Roma, con el moderno, que se va haciendo a partir de la Edad Media. El antiguo se caracteriza porque los administrados no forman parte de él: Roma fue una ciudad que dominó vastos territorios y conservó las estructuras municipales. En el moderno, los súbditos y luego ciudadanos están implicados de muchas formas, hasta espirituales. Lo que según Ortega preside la formación de los estados europeos modernos es que prevalece el dinamismo de una empresa común frente al mero nacionalismo. Así llegamos al periodo de entreguerras del s. XX, concretamente a la década de 1930: se analizan el estado de enfrentamiento al que se está llegando entre naciones, y dentro de éstas, los totalitarismos comunista y fascista, y cómo el nacionalismo se acaba convirtiendo en una especie de matonismo. El autor argumenta que en el origen de esta inestabilidad está en que el formato de estado-nación está siendo superado y se necesita algo más. Tras predecir la II Guerra Mundial, se resaltan los rasgos comunes europeos que pueden dar lugar a un proceso de unión entre los diferentes países: Hay más que une que lo que separa. Y, finalmente, nuestro autor, se libra a una demoledora crítica contra el pacifismo como tendencia política que pretende simplemente ignorar la guerra y pretender que puede ser erradicada con sólo proponérselo. Esto no le merece más consideración que la de una gazmoña beatería. Valientemente defiende el papel del fenómeno guerra en la historia como un esfuerzo supremo que realizan dos pueblos que al enfrentarse pretenden resolver un problema (cada uno con una solución diferente, claro). Esto no desaparece simplemente por negarlo y enterrar la cabeza, como hemos visto cientos de veces. Si se pretende sustituir el medio de solución “guerra” habría que crear una instancia superior, un verdadero derecho internacional con poder coercitivo al que se sometieran las naciones. No vale la Sociedad de Naciones –como luego se vio– y está por ver cuál va a acabar siendo el papel de la ONU.
¿Tienen hoy alguna vigencia o actualidad semejantes postulados? Si nos damos una vuelta por nuestra calle y simplemente vemos la naturalidad y autosuficiencia de alguien que afirma su derecho a ir pisando fuerte por el mundo aparcando en doble fila o gritando bajo nuestra ventana a las tantas, sí. No hace falta ampliar tanto el estudio de la fauna humana, basta con escuchar las disertaciones de tanto gourmet de barrio como ahora abunda. Hoy he leído unas declaraciones de la ministra de Defensa, Doña Carme Chacón, algo así, “Soy pacifista y los ejércitos del siglo XXI también lo son, es una prioridad”. No son necesarios los comentarios, aparte del que pudiese hacerse como elogio de la paradoja, con oxímoron incluido, realizada de forma involuntaria, como aquellos eruditos que conseguían hablar en verso. Sin duda, “La Rebelión de las Masas” no está dentro del canon de lo que la progresía bienpensante considera correcto difundir. Este libro, contemplado hoy desde la ortodoxia políticamente correcta, oenegista y militante activa de la alianza de civilizaciones, políticas activas de género y demás hallazgos estilísticos sería tachado de elitista, eurocéntrico y varias cosas más; cuando no se calificaría a Ortega y Gasset de neocon, él que no fue sino un liberal optimista en tiempos convulsos. Está por ver si semejante absolutismo mental aguanta la prueba de setenta y ocho años.
Maximiliano Bernabé Guerrero. Toledo.
Redactor, El Inconformista Digital.
Incorporación – Redacción. Barcelona, 20 Septiembre 2008.