La India: un mundo diferente – por Juan Miguel de Mora

El concepto que cada ser humano tiene del mundo es un producto cultural. O, si se quiere precisar, depende de una estructura de productos culturales que en conjunto forman una cultura, como una serie de ladrillos debidamente ordenados forman un muro. Productos culturales son la moral, la religión y la dieta, por ejemplo, que a veces, en efecto, forman un muro contra la sabiduría y la cultura. A las mujeres saudíes les parece normal ser una esposa más y vivir en la misma casa con las otras esposas porque desde niñas crecieron con varias mamás y un solo papá y eso, para ellas, es lo natural. Los niños que nacen y viven en una familia católica son católicos con la misma fe y la misma sinceridad y fuerza interna con la que los niños nacidos en un hogar musulmán son musulmanes y los que nacen en la India de familias hinduistas son hinduistas.

Pero la dependencia de un producto cultural no significa necesariamente que lo que se nos dice en su nombre sea cierto. Así, por ejemplo, aunque algunos católicos creen de buena fe que su religión es la mayoritaria en el mundo los hechos demuestran que no es así y que cada día disminuye el número de sus devotos. Cabe la duda de si la lucha que lleva la Iglesia Católica de América Latina contra el control de la natalidad no estará motivada por el temor a perder feligreses. Y no lo digo en broma los hechos hablan.

Aquéllos que de niños vieron que en su casa sus mayores comían con naturalidad carne de serpiente, ya fuese en China, en Tabasco o en Monterrey, –que en todos esos lugares he visto comerla y la he comido- la comerán tranquilamente, mientras que otros serían capaces de morir de hambre antes que hacerlo. Y lo mismo puede decirse de cualquier otra clase de alimento, variando cada ejemplo según las latitudes y las costumbres. Incluso un alimento conocido y normal como los huevos de gallina, miles -¿millones?- de personas se negarán a comerlos en Occidente si son presentados de color verde, como los preparan -deliciosamente, por cierto- en China. Todo consiste en los valores de cada quien en relación con los productos culturales, que no dependen de la raza ni de la nacionalidad ni del origen familiar. Un recién nacido extraído de la selva (amazónica, africana, asiática, es lo mismo) y educado e instruido como el hijo de un lord inglés culto –también hay lores ignorantes- tendrá los modales, las costumbres, la religión y la cultura de un lord inglés culto, y la selva en que nació no habrá influido en él para nada a no ser que su aspecto, ajeno al anglosajón, haya producido en las personas de su entorno reacciones que lo hayan marcado.

Todo esto viene a cuento porque la diferencia (y más el antagonismo) entre los productos-valores culturales produce choques a veces insuperables. La naturaleza del ser humano lleva consigo la creencia –a veces la seguridad- de que sus productos culturales (su educación, su moral, su religión, sus costumbres) son mucho mejores que los de otros y, por lo tanto, los únicos buenos y los únicos valiosos. Lo cual no es consecuencia del razonamiento, sino de la fuerza de la educación recibida, de la existencia vivida, de lo que nos han impuesto. Nadie, ni siquiera las excepciones, se libra por completo de la implicación de esas influencias.

Alguien que no conocemos pero que por su escrito demuestra cultura, sensibilidad e inteligencia y buena fe, Braulio Peralta, ha visitado la India y ha sufrido un choque cultural que ha reflejado y descrito en las páginas de Confabulario (número 146, 3 de febrero de 2007). Queremos explicarle humildemente lo que le sucede, sin más autoridad moral que la que da el llevar más de cuarenta años estudiando a la India, yendo a la India, viviendo en la India, y, sobre todo, sintiendo la India en el corazón (valga la manida metáfora poética que atribuye al corazón lo que radica en el cerebro). Sin que pretendamos negar que en la India hay pobreza y, en sus capitales, miseria.

Comencemos por precisar que veinte o treinta días no siempre son suficientes para vencer el enorme choque cultural que la India supone para la mayoría de las personas formadas en la cultura occidental. La lectura de libros –que es muy respetable- no sirve para vencer el choque cultural con la India sino, al contrario, para hacerlo más fuerte, ya que los libros muy rara vez pueden, si es que lo intentan siquiera, reflejar la India profunda, o la reflejan en su intimidad incognoscible, cuando el libro es de un poeta con mucho talento, como Octavio Paz.

Nosotros también, como Braulio Peralta, sufrimos –hace más de cuarenta años- el choque cultural con la India. (Y en aquel tiempo la simple llegada al aeropuerto de Delhi era salirse del mundo conocido). Pero la India cautiva y convence si se le da el tiempo y la oportunidad. Hemos vivido en hogares hindúes de gente de clase media y de otros niveles; hemos viajado en tercera clase en ferrocarril yendo a peregrinaciones con el pueblo hindú por la inmensidad del subcontinente; hemos comido en suelo de tierra y con la mano en aldeas, en platos hechos de hojas cosidas juntas con astillas de madera de hojas que se colocan en el piso y sobre los que se sirve la comida, las lentejas, el arroz, el yugur; hemos sido admitidos como iguales en los templos; hemos dado cursos en sus universidades; hemos discutido con hinduistas sobre asuntos del hinduismo (pero –y es importante precisarlo- no nos hemos hecho hinduistas, ni hemos adoptado ninguna forma religiosa ni filosófica de la India, aunque admiremos algunas como el Anekanta-vada jaina), y hemos vivido el ahimsa, la no violencia y la tolerancia, la comprensión y el respeto del verdadero hinduismo por todas las ideologías y tendencias.

En veinte o treinta días uno puede caer en errores muy graves como aquél en el que (lo decimos con respeto) ha caído Braulio Peralta cuando escribe: “Sólo la reencarnación nos redime, dice la sabiduría hindú”. No, señor Peralta, la sabiduría hindú dice precisamente lo contrario: la salvación (del alma) radica en no reencarnar, en interrumpir el samsara, que es la cadena de reencarnaciones, porque el pensamiento hindú, que abarca mucho, desde el budismo hasta seis filosofías ortodoxas o caminos de salvación (a veces contradictorias), coincide en todas sus ramas en considerar que esto, la vida en la tierra, es el verdadero castigo (el Infierno, diríamos en Occidente).

También hemos observado -y también lo precisamos con respeto- que don Braulio Peralta sintió tanto el choque que ha llegado a la exageración, como cuando dice: “Y las vísceras entre el montón de basura: el pasto para las vacas y cuanto animal se congregue y uno que otro pordiosero peleándoles la comida”. Jamás vimos, en tantos años, pordioseros peleándoles la comida a las vacas, y menos el pasto. Hay, en efecto, mujeres que llevan leña en la cabeza, pero la mayoría lo que llevan es un cántaro con agua. Es ya una costumbre y produce tal entrenamiento –—caminar de pie con algo pesado en la cabeza- que cualquier campesina de la India camine como una reina, es decir, con una elegancia y una distinción que en Occidente sólo las modelos profesionales alcanzan.

También se equivoca don Braulio al hablar de “los cuentos orales hindúes originados en Mesopotamia o Egipto”. Los cuentos hindúes pudieron ser orales en muchos casos, pero no era una necesidad que lo fuesen ya que cuando florecieron Mesopotamia y Egipto ya había escritura en la India (la novela de Sinué es contemporánea del Rig Veda) y basta leer el himno a la Palabra para darse cuenta del altísimo nivel de la India en las letras por derecho propio, no superado por ninguna otra cultura de su tiempo. Mil años antes de Esquilo ya había teatro en la India, quince himnos dialogados, uno de ellos con ¡cuatro personajes!, y una ceremonia, el mahavrata que se escenificaba también con cuatro personajes. (Esquilo no manejó en escena más de dos.) La cuna de la mayoría de los cuentos del mundo occidental es precisamente la India, con recopilaciones de cuentos como el Pañcatantra (de unos dos mil años de antigüedad, pero elaborado con relatos y cuentos más antiguos) traducido al árabe varias veces, que se sepa desde el año 570 por un tal Bud. La más conocida, sin embargo, es la de 750, debida a Ib’al Muqaffa bajo el título de Kalila wa Damna, de la que emanan todas las demás que han seguido, desde el siríaco, en el siglo X, el griego, el eslavo etcétera. En 1142 surge una traducción al persa, hasta llegar a La Fontaine, que agradece a los hindúes el origen de sus fábulas. (Las fábulas como género también podrían ser de origen hindú ya que en la India los animales tienen alma.) Y al Pañcatantra se añade el Hitopadesa, otra recopilación de cuentos al mismo estilo de “cuentos de cajón” –uno dentro de otro- que son el origen y la raíz de todo un estilo que se hizo universal y que en gran parte se esparció gracias a Las mil noches y una noche, obra árabe cuyas raíces, origen, estilo y muchos de sus cuentos (como muchos de Perrault y de otros autores europeos, algunos tan conocidos como el de la lechera), proceden de la India. Nada de Mesopotamia ni de Egipto. Si acaso, de la cultura del Indo, en Harappa y Mohenjo Daro.

Que mi muy estimado amigo Enrique Gallup Jardiel haya escrito sobre el hecho de que se practican todavía en la India matrimonios arreglados no significa que ésa sea, hoy, aun siendo tónica general sobre todo en el campo, la única manera de contraer matrimonio. Yo mismo podría haber escrito algo así. Es malo sacar las cosas de contexto. En muchos de los textos clásicos de la India se exalta el amor y el matrimonio por amor, incluyendo las dos grandes epopeyas, el Ramayana y el Mahabharata, -de esta última es famoso el cuento de amor de Nala y Damayanti- anteriores a nuestra era por lo menos en 600 años. Y abundan los textos de obras y poemas amorosos, desde las obras antiguas, como Sakuntala de Kalidasa, siglo VII, el Gita Govinda, del siglo XI, la obra de Bilhana, también del XI, y hasta la actualidad, que son de raíz profunda hindú y no egipcias ni de otras culturas o civilizaciones. Y muchas de las muchachas que hoy pasean por Janphat en pantalones de mezclilla se casan con quien quieren y viven como les parece.

Comprendemos y compartimos la indignación del señor Peralta por la injusticia social, pero la de la India no es la misma ni se puede juzgar al mismo nivel que la de Occidente, porque las circunstancias no son las mismas. La India, hay que repetirlo con frecuencia, es otro mundo que no se puede encuadrar en los parámetros de Occidente, como hacen generalmente los escritores occidentales, desde los economistas a los teólogos. Ellos critican, por ejemplo, la literatura antigua de la India bajo la óptica europea. La literatura de la India antigua –dicen algunos- tiene exceso de descripciones y la acción se interrumpe para describir la naturaleza, lo que consideran una falla. Pero deberían decir que la literatura de la India tiene otros conceptos diferentes a los nuestros, y si Kalidasa (un dramaturgo que ha sido comparado con Shakespeare) detiene la acción en Sakuntala para describir la selva en la magnífica escena de la despedida, no es porque incurra en un error, sino porque así se escribe en la India, desde la literatura védica hasta el Ramayana, el Mahabharata y muchos de los novelistas hindúes actuales. El patrón estético en la literatura hindú es diferente. Los patos son animales poéticos, lo mismo que los pavos. Rabindranath Tagore tradujo al inglés su propia poesía cambiando patos por cisnes para adecuarse a los conceptos literarios occidentales. La cara redonda de luna se considera en la India la más bella.

La exquisita escenificación del Mahabharata que hizo Peter Brook es una obra de arte, pero no es la India, como tampoco son la India muchos de los escritores anglo-indios ahora de moda, algunos de ellos de gran talento. Ellos son ya un producto occidental nacido, crecido y a veces hasta educado en la India. Como Rudyard Kipling, por ejemplo, aunque él era imperialista y reaccionario y los escritores como Salman Rushdie o Arundhati Roy son todo lo contrario. Otro punto de vista sostiene que el fondo de ellos es indio, incuestionablemente hindú aunque su forma sea occidental. Esto es verdad total para Arundhati, que es hinduista, pero no para Salman, que es islámico de origen. Los musulmanes son en la India una minoría (de 12 millones entre 150) pero la diferencia de valores culturales religiosos los separa notoriamente de los hinduistas que son los de un mundo diferente y de quienes se habla al describir la India profunda.

Pasando a otro asunto, en la India muchos campesinos podrían comer carne y no la comen, podrían vestir mejor y no visten. Si se quiere identificar una razón habría que culpar a la religión hinduista, a los brahmanes y a una historia que –aunque existe y haya existido siempre la explotación del hombre por el hombre- en nada se parece a la nuestra.

En Occidente la religión se ha ido desvaneciendo sutilmente y ahora es muy poca la humanidad que vive bajo una verdadera presión religiosa, capaz de determinar su vida y sus actos. Por el contrario, en la India la religión gobierna a millones y millones de personas aunque, cosa curiosa (pero ya hemos repetido que se trata de un mundo distinto al nuestro), no hay una jerarquía eclesiástica, como en las diversas facetas del cristianismo occidental, que controle el poder político. Existe, es verdad, un partido político, el BJP (Bharatiya Janatha Party) en el que brahmanes intolerantes y fanáticos, como los que mandaron asesinar a Gandhi, se han encaramado al poder en la dirigencia. Pero es una excepción. El poder de los brahmanes suele ser personal, individual, para beneficio del brahman en cada caso. No es un poder global como lo es el de la Iglesia de Roma, que desde el Vaticano influye, en mayor o menor medida, en todo el mundo Occidental. Y en eso consiste la paradoja: en la India, pese a que no hay una jerarquía (o quizá por eso), la religión es mucho más importante que en Occidente, porque cada devoto, cada creyente, en su fuero interno lo es muy fervorosamente y adapta su vida a sus creencias, cosa que no ocurre entre nosotros. Y el adecuar sus vidas a sus creencias tiene como resultado una situación y una forma de existencia que Occidente no entiende.

En la India el hombre no es el rey de la creación, sino solamente una parte de ella. No es el único en tener alma, todos los animales la tienen, y todas las almas renacen, (en el continuo samsara, que es la constante transmigración de las almas a cuerpos distintos), según las leyes del karma: empeoran en cada renacimiento si el sujeto se ha comportado mal y mejoran cada nuevo nacimiento si el comportamiento ha sido bueno hasta que se logra la salvación, cuando ya no se vuelve a renacer y el alma individual (atman) se une al Alma Universal (Brahman). Mientras dura el ciclo se puede renacer en un animal, en un hombre de casta superior o de casta inferior, pero al salir de la rueda de las reencarnaciones se logra la salvación al unirse al Brahman (*1). Ya no se renace.

Kurt Friedrich Leidecker, autor entre otras obras de una gramática sánscrita y uno de los pocos occidentales que han comprendido a la India dice: “Las instituciones sociales, los pensamientos y las costumbres en la India son interdependientes de la teoría del karma y la creencia en una ley y un orden universales”. Sólo eso, que las instituciones, los pensamientos y las costumbres dependan de un concepto, el karma, que rige el mecanismo de la reencarnación, que en Occidente puede decirse que no existe, es suficiente para que no sea fácil entender a la India desde una formación religiosa, cultural y social que no comparte la idea que allí sirve de eje central a toda la existencia. Además, el orden universal se corresponde con el ser humano que es en sí una reproducción del cosmos, y así el Orden Universal (?ta), que al principio fue aplicado solamente al Universo, gobierna también al ser humano.

Son muchos y muy complejos los factores que determinan la vida en la India y no es el menor el hecho de que existen allí conceptos que en Occidente no corresponden a ninguna idea y que por lo tanto no pueden traducirse con una palabra. Lo que no es obstáculo para que así lo hagan los traductores, generalmente ignorantes de todo lo relativo a la India. Para dar sólo un ejemplo: Manas significa intelecto, inteligencia, sentido común, conciencia, voluntad, opinión, intención, afecto, humor, genio, espíritu, pensamiento y muchas cosas más, según cada contexto. Pero lo traducen sólo por “mente”. Eso es fácil de comprender o de descifrar.

Pero lo que el hinduista tiene en la mente al mencionarlo es que manas es “el órgano interno” (antah-karana) de la percepción y la cognición. Ese “órgano interno” es la facultad –o el instrumento- a través del cual entran los pensamientos y también el que recibe lo que captan los cinco sentidos. Lo que perciben la vista, el oído, el tacto, la lengua o el olfato no es recibido directamente por el cerebro, sino que tiene que ser retransmitido por el manas que, según algunas corrientes filosóficas del Vedanta (*2), puede alterarlo engañosamente, como lo prueban los sueños, durante los cuales el manas envía al cerebro imágenes y sensaciones, incluso físicas, que no existen en la realidad.

De modo que el lector de Occidente lee “mente”, donde dice manas, y ya está en el camino a la incomprensión. Esto es solamente un pequeño ejemplo de lo dicho: en sánscrito, y en el pensamiento hindú e hinduista por lo tanto, hay conceptos que no tienen traducción posible y que requieren una explicación para saber de qué se trata. Y en muchos casos se trata de algo que no corresponde de ninguna manera a los productos culturales del hombre de Occidente.

Ciertamente el problema social es universal y los seres humanos necesitan comer en todas partes, sí. Pero ni en Oriente ni en Occidente, pueden plantearse principios cristianos, marxistas o revolucionarios de justicia social con el mismo patrón occidental, queriendo ajustar a los hinduistas a los moldes de nuestro mundo. Y ni en Oriente ni en Occidente es lo mismo un obrero que ayuna porque no gana lo suficiente para comer que un monje fanático que ayuna para hacer méritos con Dios. Lo que Occidente no puede entender es que millones de seres humanos sean fieles a sus creencias y a sus principios. Eso está por fuera de los productos culturales occidentales que en la vida real y práctica no entenderían jamás a un jaina que no es “un negro semidesnudo envuelto en una sábana”, sino un caballero bien vestido que puede ser joyero o sastre, o editor o librero (nunca agricultor ni con una actividad que cause muerte de seres vivos) que va al matadero y compra un animal de los que van a ser sacrificados –la minoría musulmana y otras comen carne- para salvarlo y evitar que lo maten. Y que no puede compararse con un campesino europeo que mata un cerdito lechón o una cabra para agasajar a sus amigos.

Por eso es tan difícil entender a la India, porque nada allí es simple.
En la India todo lo que nos parece obvio, además de no ser la única realidad, es muy complicado.

Lo primero que enseña el Anekanta-vada es que todo depende del punto de vista.

Anotaciones:
1. Nombre del Dios único y creador en los Upanisads, que se distingue de los brahmanes humanos, masculino o femenino. Cuando es Dios, en sánscrito la palabra es neutra.
2. Una de las seis filosofías ortodoxas del hinduísmo.

(Publicado inialmente en Confabulario, suplemento cultural de El Universal, [diario mexicano] el 21 de abril de 2007.

Juan Miguel de Mora. Ciudad de México.
Redactor, El Inconformista Digital.

* Investigador de carrera del Instituto de Investigaciones Filológicas de la Universidad Nacional Autónoma de México, especializado en cultura sánscrita.

Incorporación – Redacción. Barcelona, 11 Mayo 2007.

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