“Podemos mandar cohetes al espacio, pero perdemos agua porque no funcionan los retretes”. Esta frase pronunciada por Zha Daojing, catedrático de Economía Política Internacional de la Universidad de Beijín, al diplomático español José A. Zorrilla en una de las entrevistas que recoge en su libro China, la primavera que llega (Ediciones 2000, año 2006), parece un magnífico ejemplo para representar a la China de hoy. Y procede de un intelectual conocedor de este país oriental que está de moda en las conversaciones políticas referidas a cuestiones internacionales, por el auge que experimenta su economía desde los años ochenta.
No resulta difícil interesarse, en algunos casos incluso con admiración, por la recuperación que está experimentando el país asiático, que trata de restablecer, por el momento de manera incipiente, el esplendor de sus antiguas dinastías (eso sí en su adaptación a la época contemporánea). Desde 1978, China ha aumentado su Producto Interior Bruto a un ritmo anual medio del 9,8 por ciento. Esto ha permitido situarla como la cuarta economía mundial, después de Estados Unidos, Japón y Alemania. El volumen de sus exportaciones le posiciona además como la tercera en cuanto a comercio exterior. Sus ciudades costeras gozan hoy de cierto esplendor e incluso modernidad. Su programa espacial está consiguiendo importantes logros, como el viaje tripulado al espacio para explorar la Luna. En definitiva, un cúmulo de aspectos que despiertan el asombro exterior.
A pesar de que hay informes que apuntan a una desaceleración de la economía china, algo que entra dentro de los planes del gobierno de Beijín, este gigante podría sustituir a Japón como la segunda economía mundial en 2020, según apuntan algunos politólogos y economistas. Incluso, estiman los más atrevidos y optimistas, en 2040 podría rebasar también a Estados Unidos. Todas estas previsiones plantean, por tanto, la recuperación de la posición de China en el mundo como una superpotencia a la altura de los Estados Unidos.
Sin embargo, considerar a este país como una “potencia emergente” (más bien “recuperada”) por sus logros económicos no hace más que simplificar la importancia de la consideración de potencia y desviar la atención de otros asuntos importantes, ya sean derechos humanos (China es el país en el que más ejecuciones por sentencia de pena de muerte se realizan cada año, por aportar un dato), pobreza (si bien es cierto que en estos treinta años han salido de la miseria, unos 250 millones de personas, también es cierto que la mitad de la población vive con menos de dos euros al día; es decir, 650 millones de habitantes), libertades (ni de prensa, ni de acceso a Internet, etcétera), represión policial, falta de políticas de sustentabilidad del medio ambiente o carencia democracia, entre otros.
No sería justo renegar de los logros de este país, pero hablar del resurgimiento de una potencia podría ser precipitado, sin tener en cuenta todos estos aspectos. Sobre todo, porque intentar igualar en un futuro a China con otros países como Estados Unidos supone considerar que continuará el crecimiento de su economía como hasta ahora y que el resto de países se quedarán estancados o incluso desacelerarán su progresión. Por el momento, la economía china sólo representa la séptima parte de la estadounidense y es una tercera parte de la japonesa.
El Programa de Desarrollo Naciones Unidas de 2005 reconocía los avances del país en la reducción la pobreza entre sus habitantes, si bien señalaba que en China “las reformas políticas han ido a la zaga de las reformas económicas”. Es cierto que millones de chinos han salido de la pobreza, en parte propiciado por su desplazamiento de los campos a las ciudades, pero el país sigue estando situado en el puesto número 100 en la lista de desarrollo y las desigualdades entre el campo y la ciudad se acentúan al mismo ritmo que crece la economía. Esta circunstancia provoca que cada año se desplacen 10 millones de chinos desde las regiones rurales del interior y el norte del país hacia las zonas costeras de las grandes urbes. China ha de procurar establecer la mayor equidad posible en todo su territorio propiciando el desarrollo de las poblaciones más alejadas del litoral.
Otros aspectos como el militar y la política exterior son indicadores de la posibilidad que tiene un país para influir en las relaciones internacionales, en foros como Naciones Unidas, la Organización Mundial del Comercio, la Organización del Tratado del Atlántico Norte, la Asociación de Naciones del Sureste Asiático +3 (China, Corea del Sur y Japón) o el Foro de Cooperación Económica de Asia Pacífico, por citar algunos de los más relevantes (al igual que inoperantes en muchos casos, pero en los que la presencia y poder de persuasión son imprescindibles para marcar la agenda internacional).
Al parecer, el ejército chino no es más que un reducto del de la antigua URSS, por mucho que envíe más allá de la atmósfera misiles capaces de destruir satélites. Su capacidad está muy alejada de lo que se entiende por unas fuerzas armadas modernas y con capacidad real de acción. Además de carencias técnicas, sus tropas, compuestas por 2,5 millones de soldados, están aún mal preparadas y tan corruptas como los estamentos políticos del Partido Comunista a causa de los bajos sueldos. Así, pues, ésta es otra razón por la que parece improbable que China llegue a disputar la supremacía estadounidense, al menos en las siguientes décadas.
Por último, sí parece estar siendo rentable para la imagen Beijín su política de “crecimiento pacífico”, que presenta a China como un país amistoso e incluso benefactor por las oportunidades de negocio que representa para otras regiones pobres o en desarrollo como África o Suramérica. La reciente gira del presidente Hu Jintao por África Central, o los constantes viajes a América Latina demuestran el intenso interés que tienen para su país estos dos continentes. Sobre todo en el caso de América Latina, se está convirtiendo en uno de los mejores aliados comerciales (exceptuando el caso de Centro América y El Caribe por la competencia que supone para las zonas francas) y está sustituyendo en cierta forma a EE.UU., más preocupado ahora por otras regiones del planeta. Sin embargo, no dejan de ser intereses económicos movidos por la necesidad de recursos minerales o energéticos para poder levantar la potente industria china, por mucho que la balanza comercial perjudica a Beijín.
En definitiva, no cabe duda de que China está recuperando una imagen que perdió, quizás por su aislamiento del resto del mundo. Ahora, este gigante pretende ocupar un puesto predominante en el planeta y de hecho lo está consiguiendo. Pero quizás la visión de una China que liderará el mundo esté muy lejos de hacerse realidad.
Enrique Gónzalez Herrero. Madrid.
Colaborador, El Inconformista Digital.
Incorporación – Redacción. Barcelona, 17 Febrero 2007.