Allí estaba Demos, sentado en un sillón y con la mirada perdida. Su pálida cara se confundía con las blancas paredes de la habitación. Sus cabellos, ralos y entrecanos, dejaban ver la brillante epidermis de su cráneo. Esa excelsa amalgama interna que había contribuido a asentar ideas y leyes estaba cubierta por una piel traslúcida. ¿Por qué estaba en ese estado? Alguien tan vital y cargado de una energía intelectual fuera de lo común se había deteriorado hasta lo indecible. Estaba en plena madurez, aunque parecía un viejo decrépito a punto de engrosar la estadística de muertos. ¿Qué virus extraño se había apoderado de él? Es cierto que venía resintiéndose de ciertas dolencias, aunque no las prestase atención. Todos pensaron que eran achaques transitorios y cuando alguno de sus progenitores recomendaba mayor atención a la salud de Demos, no faltaban quienes dijesen que eran exageraciones motivadas por el gran cariño que sentían por él. “¿Acaso existe la salud perfecta? ¿Un cuerpo con tanta complejidad puede funcionar a la perfección?”, solían decir. Pero los achaques no tardaron en agudizarse. El diagnóstico que dieron los médicos fue alarmante y sintieron cierto grado de culpabilidad por no haberle prestado mayor atención cuando los primeros síntomas se presentaron.
Viéndole en ese estado, costaba trabajo pensar que alguna vez hubiese disfrutado de mayor pujanza. Se hacía necesario recordar tiempos pasados en los que contaba con una salud pletórica. No era extraño que se hubiese ganado la admiración internacional, pues su retórica poseía una fuerza arrolladora que fascinaba a todo aquel que le escuchaba. No había que ser un erudito para entenderlo, sólo era necesario buena voluntad y sentido común. Tenía una lucidez impresionante además de una gran capacidad para trasmitir sus ideas.
Cuando sus seguidores se enteraron de la gravísima situación que estaba atravesando, una gran incertidumbre se apoderó de la conciencia colectiva. Multitud de personas estaban atentas a cualquier noticia que anunciara la evolución de su enfermedad; supieron que la salud de Demos, lejos de recuperarse, se iba deteriorando cada vez más. Pero no todo era tristeza y preocupación por aquel cuerpo porque mentiría si no se dijese que muchos se frotaron las manos cuando supieron del calamitoso estado en que se hallaba; éstos seguían atentos su evolución, pero era para regocijarse de su decadencia, ocaso que prometía un fenecer inmediato. Así pues, cómo todo en esta vida cuenta con sus seguidores y sus detractores, había multitud de personas que deseaban su pronta recuperación y otras tantas que deseaban su muerte.
El equipo médico que le atendía estaba desconcertado e hicieron un desesperado llamamiento a eminentes especialistas de todo el mundo que acudieron de inmediato. Todos establecieron diferentes hipótesis, pero coincidieron en las conclusiones finales.
–Está infectado con muchos virus. Algunos ya los conocemos y podemos combatirlos con tratamientos locales, pero hay algunos no identificados que hay que seguir investigando.
–Tratando los efectos de los conocidos no hemos conseguido casi nada, pues una vez logrado, los virus intrusos se apoderan de las zonas que han sido liberadas.
–En efecto –dijo un tercero–. La introducción de nuevos fármacos en el cuerpo del enfermo, lejos de beneficiar, puede perjudicarle, ya que se hace sobre supuestos y no sobre la verdadera identidad del virus. Tanta medicación puede acabar deteriorando las debilitadas defensas del paciente.
Las mismas conclusiones se dejaron escuchar una y otra vez, pero la decadencia continuaba paseando el cuerpo de Demos.
Allí estaba él, sin apenas fuerzas para levantarse. Cuando lo hacía tenía que ser acompañado por algún amigo o familiar para evitar que su frágil figura cayese al suelo. Hundido en un sillón, esperaba una solución que le hiciese salir de la postración en la que se encontraba. Ni siquiera tenía ánimos para la lectura, su mayor afición, porque su intelecto se agotaba rápidamente. En ese languidecer diario, su mirada reposaba sobre el maravilloso cuadro de Géricoult, La balsa de la Medusa. En las largas horas de obligada quietud, sus ojos sólo se detenía en dos espacios: en la ventana que daba al jardín y en aquel cuadro. Esa hermosa pintura del romanticismo francés, invitaba a recordar la Francia de la Ilustración y a rememorar todos los sucesos que habían acontecido: Revolución Francesa, Imperio Napoleónico, los Nacionalismos como rechazo a la unificación de Europa por la fuerza y, finalmente, la Restauración Monárquica. En aquel lienzo estaban plasmadas diversas emociones. El naufragio les llevaba a una muerte inminente si no les rescataban a tiempo. Un hombre, todavía vigoroso, con vestigios de vestidura al viento, pedía ayuda y otros, hundidos en la resignación, condensaban todo el dramatismo de aquella gente perdida en la inmensidad de las embravecidas aguas. El cielo tormentoso era su único techo, y éste amenazaba con desatar su ira sobre ellos. Algunos náufragos ya habían sucumbido ante la tragedia, pero otros se resistían a hacerlo. Todos los elementos de la naturaleza estaban en contra, mas aquel hombre seguía ondeando el señuelo blanco esperando que alguien los viese.
Demos no estaba solo, aquellos que verdaderamente le querían permanecían a su lado incluso los más ancianos, aunque ante el aspecto que su cuerpo presentaba, cualquiera de ellos parecía más joven que él. Tenían la esperanza de que algo que había sido engendrado y criado con tanto amor no podía morir, que todo esfuerzo era poco para lograr su recuperación. Aunque fuese por unos momentos, necesitaban evadirse de la cruel realidad que estaban viviendo y la memoria es el mejor antídoto cuando aquello que se rememora es hermoso. El más anciano de los presentes recordó en voz alta: “Vino al mundo en un precioso lugar de la costa egea. Era un hermoso niño de ojos azul de mar y salió del seno materno con voz de barítono. Los cielos y la cercanía al mar parecían haber ejercido sobre su persona un influjo benefactor. Su capacidad de comunicación se hizo patente desde sus primeros parloteos. El dios Eolo fue su más fiel aliado ya que dotó al infante de los más preciosos tesoros que la naturaleza humana pueda desear. Su infancia fue prodigiosa. Aprendía de forma rápida, y a las enseñanzas que recibía de sus maestros se sumaban las que los vientos universales le habían insuflado”.
Efectivamente, todo lo que recordó aquel anciano era cierto. Aquella capacidad que la naturaleza le habían otorgado le facilitó el aprendizaje de tres estudios fundamentales: derecho, filosofía y económicas. Él y todos los que le querían consideraban que eran ramas del saber complementarias para entender nuestro mundo y facilitar la convivencia entre los hombres.
Cuando sumó la sabiduría que los humanos pudieron aportar a sus dotes innatas, se dedico a viajar para transmitir sus conocimientos por todos los rincones del mundo. Los ciclos de conferencias y los seminarios fueron una constante en su vida y con ellos logró aprecio y reconocimiento universal.
Cierto es que suscitaba todo tipo de pasiones e interpretaciones. Unos les amaban intensamente y, con igual vehemencia, otros le aborrecían. Los más, no llegaban a entender sus cualidades y por ello las malinterpretaban o caían presos de la indiferencia. Otros las comprendían perfectamente, y por eso le odiaban ferozmente.
Recordar su brillante trayectoria y verlo postrado descorazonador, pero lo peor era que la enfermedad parecía encontrarse muy bien aposentada y no daba signo alguno de querer marcharse de su cuerpo.
Pero ahí no acabaron los males de Demos. Una mañana se despertó sin habla; quiso llamar a Lucia y, horrorizado, comprobó que el sonido de las palabras se negaba a salir de su boca. “¡No!, esto no sucede realmente. Todavía estoy sumido en un sueño. Sólo tengo que dar un pequeño salto para situarse al otro lado”, pensó. Pero ese autoconvencimiento fue pasajero. Cuando se percató de que estaba bien despierto, intentó agitar los sonidos en su garganta; estaba seguro que sólo era cuestión de volver a intentarlo. Frente a él había un gran espejo y Demos se observó. No le extrañó ver su aspecto avejentado, ya se había acostumbrado a sus arrugas, a sus ojeras y la flacidez de su piel. Centró la atención en su boca y en el movimiento de sus labios. Comenzó a vocalizar suave y lentamente el nombre de Lucia. Lo hizo repetidas veces, mas el sonido se negaba a salir de su boca. Cuando entró la enfermera, le vio sentado en la cama, llorando como un niño y haciendo toda clase de muecas extrañas ante el espejo.
–¡Por Dios! ¿Qué está pasando aquí? ¿Dígame qué le pasa?
La miró fijamente y se llevó el dedo índice a la boca a la vez que la abría desmesuradamente. Fue entonces cuando Lucia comprendió lo que pasaba. Le pidió tranquilidad y fue a llamar al médico. El doctor Murano se presentó a los pocos minutos y, después de examinar la garganta del enfermo, expuso su diagnóstico:
–Hay que hacerle unas pruebas analíticas, aunque a simple vista no parecen estar afectadas las cuerdas vocales, pero hasta que no hagamos las pruebas pertinentes no puedo dar un diagnóstico acertado.
Aconsejó el traslado del enfermo al sanatorio para verificar su estado. Los amigos y familiares estuvieron de acuerdo con los consejos médicos; Demos fue hospitalizado ante la expectación general de aquellos que le querían y también de los que le odiaban.
Después de minuciosas pruebas, no encontraron motivo alguno que justificase la repentina pérdida de voz, pero tampoco habían encontrado motivos que explicasen su envejecimiento precoz y allí estaba presente, desafiando a la ciencia y a la lógica del tiempo. La prolongada estancia en el hospital acentuó la depresión del enfermo. “Si es una derivación psicosomática, de la misma manera que ha hecho su parición puede desaparecer”, dijeron todos. Con dicha consideración le mandaron a su casa.
En efecto, al cuarto día de su regreso, recuperó la voz, pero después de unos breves escarceos, y cuando intentó conversar, comprobó que nadie le entendía; que las frases que brotaban de su boca eran incomprensibles. Fue un desconcierto total, pero después de varios días de observación, llegaron a la conclusión de que su vocabulario salía invertido. Así, para pedir agua, decía “auga”, y cuando requería los servicios de Lucia, la llamaba “Aicul”. Las claves del misterio comenzaron a ser descifradas cuando uno de los presentes se acordó de que Demos, cuando era niño, tenía la costumbre de invertir palabras; era un juego que le fascinaba. Muchos se hicieron cómplices de aquella diversión, pero si por aquel entonces resultó ser una placentera excentricidad, ahora el divertimento de antaño se tornaba en tragedia. No sólo había perdido gran parte de su vitalidad, sino que su lenguaje estaba desordenado, y con ello la capacidad de comunicación era casi imposible. Contrataron los servicios de un logopeda y, durante dos meses, el especialista hizo grandes esfuerzos para que el paciente normalizara su lenguaje. Aplicó todas las fórmulas posibles, pero lo único que conseguía era exasperar a Demos, pues éste comprobaba, una y otra vez, que las palabras se distorsionaban al salir de su boca. En definitiva, a pesar de haber recuperado la voz, ésta había perdido su principal valor: el de la comunicación.
Su estado empeoró. Ya no quería levantarse de la cama, ni siquiera se sentaba en el cercano sillón orejudo. Estaba postrado en el lecho de tal forma que casi no se le veía; era como si una poderosa ventosa le estuviese absorbiendo hacía el fondo. Demos parecía un bultito diminuto en el tálamo y todo su universo, antes tan amplio, se había reducido al interior de esa habitación, a esa enorme cama y a esos grandes ventanales que le comunicaban con el mundo exterior.
Demos no se recuperaba del estado calamitoso en el que había caído. Los médicos, impotentes ante una situación que no controlaban, concluyeron que con los medicamentos no podían devolver la salud al enfermo. Estaban convencidos de que era un componente anímico el que le tenía postrado y que los virus sólo habían reforzado su deteriorado cuerpo.
Una mañana de abril, cuando Lucía estaba corriendo las cortinas del salón, vio a un grupo de personas se dirigían a la casa. Sonó el timbre de la puerta y se apresuró a abrirla. Una vez fue franqueada, los presentes pidieron ver a Demos. Mientras esto ocurría, otro grupo hizo su aparición a escaso metros de la casa: venían con las mismas intenciones. Fueron entrando y Lucía les hizo esperar en el salón. La mujer estaba desconcertada, no sabía sí el enfermo podría resistir aquello sin que su salud se resintiera. Al pronto, reaccionó e inmediatamente fue a telefonear al doctor. “No pasa nada; es más, puede que le ayuden a mejorar. Déjeles que pasen, pero en grupos de tres a cuatro personas…, y que estén poco tiempo”, contestó. Así se hizo. Cuando terminaron las visitas, Lucía se apresuró a tomar el pulso al enfermo y respiró aliviada al comprobar que, lejos de mostrar signos de mayor agotamiento, se encontraba más animado que nunca y sus ojos habían adquirido un ligero brillo. A partir de aquel momento, pasaron personas de toda índole para mostrar el cariño y admiración que sentían por él. Hay que decir que las visitas reiteradas tuvieron un efecto benefactor para le enfermo: la mirada de Demos fue haciéndose más viva, de su rostro desapareció esa palidez tétrica, su piel fue recuperando tersura y su enflaquecida figura comenzó a ganar peso. Demos se estaba recuperando con una velocidad asombrosa; se fue levantando de la cama al sillón, del sillón a los paseos por la casa, de ahí pasó a frecuentar el jardín, de éste pasó a la calles más cercanas y finalmente, como había hecho antaño, volvió a pasear bajo el gigantesco ramaje de los árboles ribereños. La disfunción lingüística fue retrocediendo y sus mensajes comenzaban a mostrarse más nítidos. Ya nadie dudaba que las continuas muestras de afecto habían sido la mejor medicina para lograr su mejoría.
Una vez recobrado el vigor, ¿cómo no pensar en todo lo sucedido? “Posiblemente, se ha establecido un círculo vicioso entre las afecciones que he tenido y la depresión anímica. Ahora estoy en disposición de comprender que entre el soma y la psique se estableció una relación perniciosa que a punto estuvo de conducirme hasta la muerte”.
Se sentó junto al lecho del río, se miró en sus aguas y éstas le devolvieron un rostro entrecortado. Las lluvias habían contribuido al aumento del caudal y el cauce constreñía sus aguas a duras penas. Los campos cercanos se llenaban de vida para formar parte del cortejo estacional. Pero aquella primavera era muy diferente porque, después de tanto tiempo de decadencia, renacía el vigor de Demos. Los virus habían perdido la batalla y daban su retirada. ¿Era sólo un repliegue estratégico? Tengo que reconocer que poseo total ignorancia sobre tal asunto. Nuevamente se miró en las aguas; ahora se vio con mayor nitidez, sin fragmentaciones. Las aguas le devolvieron un rostro algo más lozano, aunque había arrugas muy marcadas. “Una larga enfermedad deja huellas”, dijo para sí. Se levantó y comenzó a caminar de nuevo.
* Éste cuento forma parte del libro El Grito de Teresa Galeote.
Teresa Galeote. Alcalá de Henares, Madrid.
Redactora, El Inconformista Digital.
Incorporación – Redacción. Barcelona, 23 Marzo 2007.