Viví en Rusia en 2001 y 2002, mantengo contactos frecuentes con este país y, hace unos días, tras el asesinato de la periodista Anna Politkovskaya y leer diferentes crónicas periodísticas sobre la ola de nacionalismo, militarismo, acoso contra antiguos connacionales soviéticos como los georgianos, no he podido dejar de pensar que todo lo que está sucediendo, y lo que vendrá, no es nada nuevo o que no pudiera preverse. Antes que nada, se puede prácticamente decir que es tristemente inevitable que nunca se sabrá toda la verdad de este asesinato: A pesar de estar amenazada por sectores del ejército y la policía, considerada una “traidora” por los círculos más nacionalistas por haber investigado la opacidad oficial de la represión en Chechenia (esa guerra de la que tan poco sabemos) y otras zonas del Cáucaso Norte, estos sectores tienen tantos tentáculos que es muy difícil que cualquier instancia oficial se complique en un crimen tan flagrante, y mucho más difícil aún que se investigue.
Es un lugar común entre sectores poco informados resumir la historia rusa de los últimos veinte años en una frase así como “Después de lo mal que lo han pasado, las cosas comienzan a arreglarse”. O en el extremo opuesto achacar el gran respaldo popular que, no nos engañemos, tiene la peculiar “democracia” autoritaria de Vladimir Putin a la costumbre de siglos de servidumbre y opresiones varias. Por un lado unos siguen hablando de la grandeza del pueblo ruso y de términos grandilocuentes tan queridos para los lectores de Tolstoi y otros escritores del s. XIX (excelentes novelas, muchas veces leídas en traducciones deficientes y que, en mi opinión, daban sólo una visión parcial sobre las clases altas, medio del que salieron aquellos escritores, en las que, a veces, se asoma un campesino). Otros piensan en Rusia como en un territorio devastado por bandas mafiosas. Muchos estereotipos sobre un país difícilmente asimilable a cualquier otro. Quizá para explicarse el apoyo del que goza el autoritarismo nacionalista actual habría que recordar todo lo que ha pasado desde la “perestroika” de Mijail Gorbachov. La década de 1990, los años de Boris Yeltsin, fueron una época tremenda en la que todo se desmoronó, para empezar, las fronteras de la URSS, la economía también, y muchas personas que en las décadas anteriores habían llevado vidas apacibles se vieron condenadas a la pobreza; las industrias estatales parecían estar en subasta, cuando no sometidas al robo; el abastecimiento, en un país que es un continente, en manos de grupos dudosos, una pequeña nacionalidad del Cáucaso, los chechenos, parecía que había derrotado al ejército ruso… Después de todo aquello, lo que llevamos de s. XXI, los años de Putin, han supuesto un cierto descanso, una estabilidad precaria. El alto precio de los carburantes (por Chechenia pasa una ruta fundamental del petróleo) ha motivado que las cifras macroeconómicas sean buenas, aunque muy poco de esto se ha invertido en políticas sociales. Como consecuencia, parece que Rusia vuelve a contar en la esfera internacional; en las cumbres a las que asiste ya no se esperan las payasadas de Yeltsin. El ejército vuelve a afirmar su poder en Asia Central y en el Cáucaso. Por otro lado, la corrupción sigue, y el autoritarismo se ha reafirmado.
Durante mi estancia en Rusia, me vi obligado a entrar en contacto con diversos escalones de la Administración para realizar diferentes trámites y, casi siempre, tuve la sensación de que lo provisional acababa convirtiéndose en permanente, y que todo lo permanente tenía un cierto aire de provisionalidad. Y sí, por todos lados mucho autoritarismo, pero también mucho desorden. Naturalmente, muchas veces existía la posibilidad de sortear todos estos obstáculos mediante algún “donativo” a algún funcionario que, entonces, recuperaba su eficacia. No obstante, no fueron estos ejemplos de corrupción lo que más me llamó la atención. Esto puede ser hasta comprensible si tenemos en cuenta los salarios bajísimos de los funcionarios y el hecho de que estas prácticas están arraigadas en niveles muy superiores. Lo que me resultó más llamativo fue la omnipresencia creciente de lo militar en casi todos los aspectos de la vida, incluso en el ocio y en la programación televisiva. A propósito de la guerra de Chechenia (un conflicto casi inexistente en los medios de comunicación) estaban comenzando a proliferar algunas series televisivas protagonizadas por miembros de cuerpos policiales de operaciones especiales. Hasta aquí, algo bastante parecido a lo que sucedía aquí con las series sobre policías que comenzaron a aparecer en la segunda mitad de la década de 1990. Lo que hacía peculiares a las rusas era que muchos episodios de éstas se desarrollaban en Chechenia, a donde eran enviados a luchar los agentes, no en una guerra, sino contra una especie de bandidos malísimos muy mal caracterizados. Recuerdo en una ocasión ver una emisión de la versión local del popular concurso “¿Quiere ser usted millonario?” en la que el decorado era exactamente igual al que aquí hemos visto. Lo que variaba era que el público y los concursantes eran todos militares de uniforme, y las preguntas también versaban sobre asuntos castrenses. Creo que esto sería con ocasión del 23 de Febrero, antiguo día del Ejército Soviético, ahora pomposamente rebautizado como “día del defensor de la patria”. En la calle, algunas veces era difícil distinguir los uniformes del ejército de los de los diferentes cuerpos policiales pues frecuentemente eran de camuflaje, como si estuvieran en campaña. Así también iban vestidos los numerosos vigilantes privados (algunas veces armados con subfusiles) que se encontraban por ahí. Incluso en el edificio donde vivía había uno, que una noche se empeñó en interrogarme, me hizo pasar a una habitación aparte, donde estuvo examinando mi pasaporte con aspecto concentrado durante unos minutos, para finalmente preguntarme por mi nacionalidad, de lo que deduje que no había entendido nada del documento. Muchas veces tenía la impresión de que se había perdido lo mejor del régimen soviético, las políticas sociales y culturales, y se había conservado lo peor, el estado autoritario-policial. La policía tiene atribuciones que exceden las de cualquier país europeo, por ejemplo, ocuparse del empadronamiento. De este modo, muchos ciudadanos georgianos que llevan casi toda la vida viviendo en Rusia (antes era el mismo país) a partir del aumento de la tensión entre estos dos países se ven privados de este derecho en la ciudad en que llevan años residiendo. No solo esto, en los momentos de mayor tensión, si tienen la mala suerte de ser parados por la policía en cualquier control rutinario, se arriesgan a ser detenidos bajo los pretextos más absurdos. Recuerdo que una noche en el metro de Moscú, poco antes de su cierre a la una de la madrugada, me chocó que mi acompañante, un georgiano, me dijo que tratásemos de evitar a toda costa a los grupos de policías –frecuentes a esa hora- no fuera que nos tocase pasar la noche en comisaría.
La situación es más compleja que meramente pensar que la mayor parte de la población aprueba este estado de cosas. Muchos factores influyen en esta exacerbación nacionalista. Primero el desencanto con el concepto “democracia”. Rusia no tiene ninguna época democrática en su historia a la que volver la vista con algo de nostalgia. Con pensar que lo más parecido fueron los años de Yeltsin, ya se dice bastante. También el que varios millones de rusos, residentes en antiguas repúblicas soviéticas, sean en la práctica ciudadanos de segunda en éstas tras la independencia. Muchos han comenzado a regresar a Rusia. Estos casos son frecuentemente aireados en los medios de comunicación, casi todos adictos al poder. Yo viví en una zona cercana a la frontera con Kazajstán, en una ciudad con muchas industrias militares, quizá estos hechos también influyeran en el clima nacionalista. Existía clima de desconfianza hacia el extranjero, no entre la gente común, hospitalaria por lo general, sino en las instituciones. Aún recuerdo los sinsabores burocráticos que me produjo la renovación del visado. Puede que ello influya en que, fuera de Moscú y San Petersburgo, apenas se vean turistas extranjeros. Cualquiera de ellos que visite estas hermosas capitales se llevará una impresión muy engañosa de lo que es el país. Se encontrará el escaparate para el turismo, con servicios de eficacia europea. Con una simple excursión por la periferia ya cambia bastante la cosa. Quizá si la burocracia no fuera tan pesada, el turismo, y las divisas, fluirían notablemente.
Ignoro si las cosas siguen así. Por lo que me cuentan desde allí, parece que así es. Supongo que seguirán en la cresta de la ola grupos de rock nacionalista, difícilmente homologables con corrientes de otros países, como “Liubé”, cuyos vídeos musicales estaban llenos de soldados en campaña y banderas ondeantes. Hace unos años tenían un tema muy popular cuyo título era algo así como “Voy cabalgando por la inmensa tierra rusa”, y en el vídeo aparecía el cantante a caballo mientras iba desgranando propósitos patrióticos y diversas tonterías. Recuerdo que en una representación de teatro universitario a la que asistí, uno de los actores hizo una parodia de esa canción. La cantaba en “play-back” mientras permanecía sentado en una taza de WC. Lo cual es indicio de que hay bastante gente que no piensa así.
Maximiliano Bernabé Guerrero. Toledo.
Redactor, El Inconformista Digital.
Incorporación – Redacción. Barcelona, 17 Octubre 2006.