Puede que parezca de una dudosa actualidad ponerse ahora a hablar del fin de la I Guerra Mundial y del ordenamiento del mundo que ésta originó, pero a poco que dirijamos la vista hacia cualquier periódico o noticiario actual, y queramos profundizar un poco en lo que encontramos allí, nos hará falta remontarnos casi un siglo.
Puede tratarse del eternamente convulso Oriente Medio, los problemas de Israel con sus vecinos, la fuerza multinacional en Líbano, la relación de Turquía con Europa, la de ésta y los Estados Unidos, la reciente secesión de Montenegro –por no hablar de la década de 1990 en los Balcanes-, y muchos más que nos harán interesarnos en aquellos meses de 1919.
Es éste el título de un libro editado hace casi un año en Tusquets –colección “Tiempo de Memoria”-, cuyo título original es “Peacemakers. The Paris Conference of 1919 and its Attempt to End War”. Su autora es Margaret MacMillan, profesora de Historia en la Universidad de Toronto, y este hecho tiene su influencia en el desarrollo de la obra, a medio camino entre una tesis de universidad anglosajona y un libro de divulgación histórica, en cualquier caso bien estructurado y de una amenidad incuestionable, incluso para quien no sea un especialista en la Historia del primer tercio del s. XX. De hecho se comienza hablando de los principales actores en los tratados que pusieron fin a la Gran Guerra: El presidente norteamericano Wodrow Wilson, el presidente del gobierno francés Georges Clemenceau y el primer ministro británico David Lloyd George, para pasar a continuación a ocuparse de otros actores menores, y ya más en profundidad, de la situación internacional en 1919. El armisticio había entrado en vigor el 11 de Noviembre del año anterior. Alemania y Austria–Hungría habían sido derrotadas, ésta última sin paliativos, pero la primera vivía una situación más compleja: unos cuantos reveses militares le habían llevado a solicitar la paz, en el interior se vivía una situación pre-revolucionaria, pero ningún alemán se veía como derrotado. De hecho ni un solo soldado enemigo había entrado en su territorio y, no sólo eso, por medio del Tratado de Brest-Litovsk, que sacó a la Rusia revolucionaria de la guerra en Marzo de 1918, había obtenido un inmenso imperio y área de influencia en el Este. Las naciones vencedoras estaban agotadas por más de cuatro años de sangría continua, sobre todo Francia, en cuyo territorio se habían desarrollado gran parte de las operaciones. Gran Bretaña, en el fondo, ya buscaba desentenderse lo antes posible del avispero europeo para ocuparse de sus asuntos propios, su gran imperio colonial. Y Estados Unidos se veía a sí mismo como quien había salvado a los Aliados de la eficacia de la maquinaria militar germana – y un poco así había sido- pero aún no estaba demasiado seguro de su poder.
Pocos asuntos mundiales han dado nacimiento a tantos mitos históricos como el Tratado de Versalles de 1919 (no fue el único, éste se firmó con Alemania, si embargo cada nación derrotada tuvo el suyo propio). Estos mitos han tenido una oscilación pendular con el devenir del tiempo. En varios países europeos generó pasiones desbordadas. En Alemania, los grupos nacionalistas, y no sólo ellos, le atribuyeron el origen de todas las desgracias que la asolaron en la década de 1920; fue uno de los caballos de batalla que llevaron a Hitler al poder. Durante la segunda Gran Guerra y los años posteriores se divulgó la idea de Alemania como el gran perturbador de la paz mundial: por dos veces casi había llevado al mundo al desastre, a los ojos de muchos los alemanes aparecían como sanguinarios militaristas herederos de aquellas tribus germanas que habían invadido la civilización romana. Alguien dijo que Prusia había sido “un ejército que tiene una nación”. Posteriormente, ganó crédito la idea de que quizá Alemania había sido tratada injustamente en Versalles, y que el revanchismo de este tratado no era sino el preludio de otra guerra. Y puede que lo equilibrado no sea ni lo uno ni lo otro. No fue Alemania el único país que se mostró ansioso por entrar en la guerra en 1914. Aunque las condiciones que se le imponen en 1919 eran si cabe más blandas que las que ella impuso a Francia en 1871. Pero, al mismo tiempo, en aquel invierno de 1918-1919 se difundió la célebre y mentirosa teoría de la “puñalada por la espalda”: el ejército alemán no había sido derrotado, eran otros (comunistas, judíos…) los que habían llevado al país a la derrota. Recientemente se ha reeditado un ensayo de Sebastian Haffner “Los Siete Pecados Capitales del Imperio Alemán en la I Guerra Mundial” muy instructivo sobre cómo su país enfocó la guerra, cómo pudo haberla casi ganado, y cómo la perdió.
Una de las teorías que se avanzan en este libro sobre la inmensa frustración que generaron estos tratados (Versalles, Saint Germain, Sèvres, Trianon, Neuilly) estuvo en el idealismo generado desde la Administración norteamericana, el cual hizo concebir esperanzas fuera de la realidad en casi todos los países europeos. Wilson, quizá un idealista, quizá un doctrinario intransigente, al final de la contienda lanzó sus “Catorce Puntos”, instrumento de la futura paz. Clemenceau dijo al respecto “Incluso el propio Dios se conformó con diez”, lo cual quizá habla de que entonces ya se veía como algo quizá alejado de la realidad. Estos países, que entraron, un poco pánfilamente, en la guerra, con concepciones y tácticas del siglo anterior, pero con la técnica del XX, y quedaron, cuando menos, horrorizados por la carnicería que resultó, habían tenido ya demasiados sobresaltos. Wilson habló de poner fin a los tratados secretos y a las anexiones de territorios, de la “diplomacia abierta”, derecho de autodeterminación, democracia, y del proyecto de una Sociedad de Naciones de la que luego, paradójicamente, los Estados Unidos no formaron parte, y que acabó lastrada por la inoperancia de una especie de club de caballeros en un mundo que se encaminaba a otro desastre. En el fondo, en eso acabó tanta ingenuidad y buenos principios. No sólo contaron éstos: Se decretó alegremente el fin de los imperios Austro-Húngaro y Otomano sin que se supiera muy bien cuál iba a ser el recambio, fue el fin de la riqueza cultural de una población muy mezclada en Europa Central y el comienzo de las limpiezas étnicas; Italia pretendió, sin serlo, jugar a gran potencia en los Balcanes, y al final, como se dice popularmente, “con más hambre que dientes” acabó entregada al fascismo. Si lo contraponemos a lo que sucedió al final de la II Guerra Mundial, al hacerse una paz con mucho menos idealismo, volviendo a los viejos conceptos de “áreas de influencia”, tratados secretos y ocupaciones militares efectivas, podemos ver cómo quizá el realismo descarnado quizá resultara más eficaz. Algo que deberíamos tener en cuenta en esta época que comenzó con tan buenos principios e intenciones tras la caída del bloque soviético, y en la que vamos viendo cómo lo que antes era una cierta seguridad internacional, con grandes dosis de cinismo, eso sí, se va transformando en una inseguridad permanente de tintes ominosos.
Algo destacable de este libro (un poco flojo en cuanto a los mapas adjuntos pero con una bibliografía excelente) es que no sólo se centra en Europa. Otras partes del mundo irrumpen con fuerza. Japón se va perfilando como una gran potencia, dispuesta a abatirse sobre China, que comienza lentamente a despertar de un largo letargo. Quizá hoy continúa este proceso, mucho más acelerado, y China ya es plenamente consciente de su gran poder, que puede cambiar el equilibrio mundial tal como lo conocemos. Otro capítulo está dedicado a la situación en Oriente Medio. Durante la guerra, los Aliados habían alentado a los árabes a rebelarse en contra de los otomanos, con el señuelo vago de un gran estado propio en el futuro. Una vez cesadas las hostilidades, Francia y Gran Bretaña se reparten la zona en áreas de influencia, establecen varios protectorados (mandatos de la Sociedad de Naciones) y crean varios estados con fronteras tiradas a tiralíneas sobre un mapa. También animan la caída de los hachemitas en la Península Arábiga y propician el ascenso de los radicales wahabitas saudíes. La primera de una larga serie de derrotas del nacionalismo árabe. No es necesario decir que las consecuencias perduran hoy día. No demasiado lejos, por el contrario, se afirma el nacionalismo turco con la fascinante y contradictoria figura de Mustafa Kemal “Atatürk” que se levanta en contra de lo que suponía el Tratado de Sèvres: práctico desmembramiento de Turquía con Anatolia repartida en zonas de influencia, una zona para los griegos y estados armenio y kurdo. Vino a decir algo así como que “mientras quedara un soldado turco en pie los tratados son sólo papel”, buscó la alianza del otro paria internacional del momento, la Rusia bolchevique, formó un ejército y derrotó uno por uno a todos sus enemigos. Después, mezclando autoritarismo e ilustración, procedió a occidentalizar Turquía: estado laico, abolición del califato, adopción del alfabeto latino, sufragio femenino…
Un libro interesante, en el que junto a los hechos de la gran política internacional, se narran anécdotas como la fascinación por París de la hija adolescente, Megan, de Lloyd George, o se pinta la figura del muñidor en la sombra de muchos acuerdos, el inteligente asesor especial de Wilson, Edward House.
Maximiliano Bernabé Guerrero. Toledo.
Redactor, El Inconformista Digital.
Incorporación – Redacción. Barcelona, 8 Septiembre 2006.