La actual crisis abierta en Oriente Próximo tras la captura de tres soldados israelíes (uno por parte de Hamás y otros dos por Hezbollah) pone en evidencia el doble rasero utilizado por la actual administración estadounidense en su política exterior. Desde que comenzó este nuevo capítulo en la turbulenta historia de la región, la Casa Blanca ha justificado los ataques del Thasal (el ejército hebreo) sobre Gaza y Líbano invocando el legítimo derecho del estado de Israel a defenderse. Sin embargo, parece no querer reconocer el también legítimo derecho de la población palestina y libanesa a repeler los ataques de una nación hostil.
El apresamiento de un soldado judío por la facción armada del gobernante partido palestino Hamás y el ataque del partido-milicia libanés Hezbollah sobre un puesto de control militar israelí, aprehendiendo a los dos únicos supervivientes, centran el principal argumento por el que el gobierno de EEUU acredita a Israel como la principal víctima de este episodio. Algo refrendado también por la Unión Europea que se ha limitado a criticar el “uso desproporcionado de la violencia” israelí en este asunto. Es decir, que apoya los ataques siempre y cuando sean proporcionados, un término tan subjetivo como inalcanzable en este caso.
Actualmente Israel ocupa una parte importante del territorio destinado a la creación de un futuro estado de Palestina, ha levantado un muro que viola las normas internacionales y ha sido condenado por la Asamblea de la ONU, tiene encarcelados en sus prisiones a miles de personas -entre ellos más de 300 menores- que no han sido sometidas a juicio, y su ejército ha protagonizado diversos asesinatos de civiles, calificados luego como “errores”. Ante esto, parece que la comunidad internacional, especialmente el gobierno de EEUU, no se ha planteado el derecho de la Autoridad Nacional Palestina a la protección de su población. Muestra de ello es que no se haya permitido la formación de un ejército palestino, institución esencial para la defensa de un territorio que pretende, algún día, ser un Estado sólido.
En cuanto al actual enfrentamiento en Líbano, cabe destacar entre los pronunciamientos de las instituciones y gobiernos internacionales, el deseo de la secretaria de estado estadounidense, Condoleza Rice, de conseguir una paz sólida en la región. Esa solidez pasa por la destrucción definitiva de Hezbollah, lo que supondría alargar un conflicto en el que ya han muerto más de 500 personas y está destruyendo un país que comenzaba a recuperarse de una guerra civil que duró 14 años. De que Israel detenga sus bombardeos sobre objetivos civiles, nada de nada.
Todo parece indicar que los objetivos de la administración Bush van más allá de evitar futuros enfrentamientos con la milicia libanesa y asegurar la estabilidad en la zona. En su discurso comienza a aparecer la responsabilidad de Siria e Irán en este conflicto. La condena sobre Siria recae en su apoyo a un grupo terrorista, al que provee de armamento para atacar el norte de Israel, y en su intento por seguir influyendo en la política interior de Líbano. Mientras tanto, Washington continúa proveyendo de misiles a Israel, para que este país acabe con su objetivo principal en este momento, el jeque Hassan Narrallah, líder de Hezbollah.
El apoyo a la causa palestina y el suministro de armas a la guerrilla libanesa son también origen de los ataques, por el momento verbales, por parte de EEUU a Irán. Pero es el deseo expresado por el presidente iraní, Mahmud Ahmadineyad, de destruir el estado de Israel lo que más irrita a los halcones del ejecutivo del actual jefe de estado norteamericano. Esto, unido a los planes de enriquecimiento de uranio por parte de Teherán, acusado de pretender desarrollar armamento nuclear, parece constituir una base sólida para argumentar un futuro ataque sobre este país. Probablemente éste no se produzca por el momento, ya que ni siquiera el ejército estadounidense parece capaz de soportar tres frentes abiertos en esta región asiática.
La política de no proliferación de armas atómicas muestra de nuevo el desprecio del ejecutivo de Bush por la coherencia de sus acciones. Por un lado condena, de manera justificada, el desarrollo de material nuclear con fines militares por parte de Irán y Corea del Norte. Sin embargo, a principios de este año firmaba un acuerdo de cooperación nuclear con la India, un país que no ha firmado el Tratado de No Proliferación Nuclear.
En este pacto se estipulaba la creación de nuevos reactores con fines civiles. El problema estriba en que la India ha conseguido incluir a ocho de sus plantas entre las destinadas a usos militares y quedarán probablemente fuera del control de la Organización Internacional de la Energía Atómica. Por tanto, Nueva Delhi podrá continuar con el desarrollo de armas atómicas.
A pesar de que este convenio está pendiente de la aprobación del Congreso de los EEUU, lo cierto es que resulta significativo apreciar como Washington condena a un país por intentar aplicar la energía nuclear a su armamento, mientras colabora con otro que ya ha desarrollado este tipo de material. La política de no proliferación estadounidense parece convertirse de esta manera en una estrategia selectiva que depende de la afinidad y el apoyo del gobierno de un país a la “lucha contra el terror”.
En el caso de Pakistán queda patente una vez más. Cuando en el mes de marzo Bush viajó a la capital india para firmar el pacto de cooperación nuclear con el gobierno indio, el dictador pakistaní Pervez Musharraf solicitaba un convenio parecido para su país. En este caso el presidente norteamericano no aceptó por considerar que “Pakistán e India son dos países diferentes con necesidades diferentes e historias diferentes”. Más bien parece que el régimen de Islamabad no merece la confianza de la Casa Blanca. En primer lugar porque desde que Musarraf se sentó en el sillón presidencial pakistaní, su régimen ha estado considerado como uno de los miembros de “eje del mal”, término ideado por los intelectuales neoconservadores que asesoran al presidente de EEUU. Sin embargo, su apoyo a la ocupación de Afganistán después del 11-S ha hecho cambiar la actitud de Bush hacia el régimen del dictador, incluyéndolo entre sus aliados. En segundo lugar, Washington sigue desconfiando de este “estado amigo” por su carácter islamista y por ser un gobierno dictatorial. No obstante, no parece que se estén realizando grandes esfuerzos por evitar que Pakistán destruya su arsenal nuclear.
La decisión norteamericana de apoyar el desarrollo nuclear de India, tensa las relaciones entre sus vecinos China y Pakistán, enfrentados históricamente por la región de Cachemira, hoy más tranquila, pero siempre inestable. La Casa Blanca no debería promocionar el desarrollo de armamento de destrucción masiva bajo ningún concepto, pero su pretensión de evitar la proliferación de este tipo de armas sólo llega a Corea del Norte e Irán, al menos por el momento.
Enrique Gónzalez. Madrid.
Colaboración. El Inconformista Digital.
Incorporación – Redacción. Barcelona, 1 Agosto 2006.