Actualmente vivimos inmersos en una realidad excesivamente controvertida, con un mapa socio-ideológico complejo y diverso pese al estigma de la estructuración mimética de las «dos Españas» de la guerra civil y su no menos cruel posguerra. Tendría poco rigor y mucha menor realidad afirmar que esa contraposición antitética de dos bandos: el de la legalidad constitucional y democrática de la II República y el del golpe de estado y posterior alzamiento militar nacional-católico de tintes fascistoides, se ha muerto en el olvido o ha sido objeto de la tan cacareada consigna de la aministía en la transición a la democracia actual. Los recuerdos, las ideas, el dolor, la sangre e incluso el odio entienden de amnistía, ni de amnesia.
Han pasado 30 años pero quizás haya sido poco tiempo para la conciliación o reconciliación. La reconciliación obliga necesariamente al perdón, y todavía no se ha pedido perdón a la sociedad por un levantamiento militar antidemocrático, por los muertos en defensa de la legalidad republicana, ni por 40 años de revancha que no cesaron ni en los últimos días de un agónico caudillo de corazón de hielo, que hasta en el lecho de muerte se proponía terminar su «divino mandato» (caudillo por la gracia de dios, Franco dixit) como lo empezó: con una guerra. La primera fue una guerra contra la ciudadanía del estado español y su legalidad constitucional; y esa última y frustrada sería contra el reino de Marruecos en el contencioso colonial del Sahara (desde donde promovió el alzamiento) cuando Hassan II movilizaba 350.000 civiles marroquies en la conocida «marcha verde». No le tembló el puño al dictador pese a su parkinson en la firma de las últimas sentencias de muerte en el ocaso de su régimen.
Para reconciliarse es imprescindible perdonar; para perdonar es necesaria la oficialidad de la disculpa y la restitución de la verdad histórica y de las memorias de aquellas/os que perecieron defendiendo la voluntad democrática de sus conciudadanos en las elecciones municipales de 1933 que provocaron el exilio del abuelo de nuestro actual Monarca Constitucional. Reconciliación sin perdón, suena a una ampliación de la humillación genocida que padecieron los «perdedores» de la guerra durante toda la Dictadura del Generalísimo.
Para las heridas sociales que provoca una historia hastiada y dolorosa, se necesita el agua oxigenada de la memoria, el perdón y la dignificación de los «perdedores». En Galiza empieza ahora a romperse el secular silencio, y armados unicamente con la verdad histórica son muchas las voces que reclaman la necesaria denuncia de un régimen de miedo, ilegal, genocida y de la restitución de la dignidad de sus victimas.
No hay peor injusticia que igualar a la victima y al verdugo. No hay perdón más injusto que el que se regala sin razón, sin disculpa y sin propósito de enmienda.
El conflicto social existe, en una especie de larga resaca de un proceso, el de la transición, que fue abiertamente mejorable pese a los éxitos que el mismo cosechó y que todos disfrutamos. Se pedía democracia, libertad y que se terminasen las muertes y el terror de la opresión, y a cambió se renunció temporalmente a su memoria para hacer tabula rassa con el pasado. Pero los pueblos no olvidan su historia; las viudas no olvidan a sus muertos; los que fueron presos políticos no olvidan la persecución, la privación de la libertad ni la tortura que sólo tenían por razón pensar libremente desde la diferencia. Han sido generosos, yo diría que demasiado. Participaron de la transición casi en práctico silencio, dejando que el cambio de un régimen militar autoritario, fascista y totalitario (amparado y bendecido por la iglesia católica, salvo en la actuación de Pablo VI a finales de 1975, y miembro de las Naciones Unidas pese a los esfuerzos del Gobierno de la República en el exilio), hacia una democracia con monarquía impuesta fuese relativamente tranquilo.
Al margen de que la etiquetas pueden ser más o menos rigurosas en lo conceptual, lo cierto es que sí siguen existiendo «rojos» y «fascistas», hoy quizás vestidos de nacionalismo progresista, de izquierda transformadora, de social-democracia (abrazada al liberalismo, a la tercera vía o a las portadas de Vogue.) o de neoliberalismo falsamente centrista. Cuando un partido como el Partido Popular, con 10.000.000 de votos, en un estado de cerca de 45 millones, no ha sido capaz de condenar al régimen fascista de Franco y manifestar la nula legitimidad del mismo, al tiempo que priva a los perdedores del reconocimiento de su memoria sistematicamente (sólo es necesario consultar el diario de sesiones del Congreso de los Diputados) mientras su fundador edulcora y mitifica la figura del Dictador, dificilmente ambas dimensiones antitéticas desaparecerán. Pero como bien decía un exiliado político de la guerra civil estos días en la prensa gallega «hoy podemos gritarnos, pero nunca con el odio de entonces».
Lo que sí que es cierto es que deberíamos dejar de tirarnos los trastos de la guerra a la cabeza en una metralla dialéctica que ha sobrevivido 40 años de dictadura y otros 30 de transición y democracia. La memoria de los pueblos no entiende de calendarios. Pero para ello es necesario hacer hoy con la traquilidad que nos aporta una democracia mejorable pero consolidada una revisión de nuestra historia que supere la falsa amnesia que restituya la memoria de los perdedores y que provoque, previo perdón oficial, la reconciliación para una convivencia pacifica entre ambas percepciones, como una señal inequívoca de normalidad democrática.
Las cosas han subido de tono. Pero no es la sociedad la que lo ha elevado, sino los exabruptos de una derechona que no ha asumido su democrática derrota electoral y que crispa el ambiente procurando la permanente inestabilidad de las instituciones de nuestra democracia, auspiciada por un gobierno novato, torpe y disperso sustentado por una fuerza como el PSOE en el que conviven signos tan dispares como Bono o Maragall, como Zapatero e Ibarra, o como Alfonso Guerra y Patxi López. Es la hora de pedir respeto institucional y democrático, no al gobierno, sino a la ciudadanía que apoyandolo o no, está representada por él.
La memoria es sin duda el soporte clave de nuestra identidad personal, como ciudadanos, y colectiva como pueblos. Esa memoria en el nombre de la justicia es la que promueven organizaciones como la viguesa Comisión pola Memoria do 36 o sobre la que se levanta el monumento a otros mártires, menos contemporáneos, que lucharon contra el feudalismo y sus foros agrarios en Sobredo. Sabiendo que el ideograma de la historia se dibuja en forma de espiral, se hace imprescindible el conocimiento del pasado sobre el que asentamos nuestro presente y con cuyas enseñanzas deberemos proyectar nuestro futuro. Esa lección ya se aprendió en una Alemania que celebraba el 60 aniversario de la derrota del nazismo; quizás en esto, para variar, el Estado Español también esté a la cola de Europa.
Con «alcaldadas» como las sucedida hace pocos días en un acto de violación de la sede del Parlamento de Galiza por parte de los representantes municipales del PP, enojados por el acertado cierre por parte del bipartito del grifo del caciqueo y las redes clientelares con la cancelación de proyectos imposibles, no se terminará la tensión. Con algaradas contra la legitimidad del Parlament Catalán y su propuesta de nuevo Estatut en nombre de la sacralizada unidad de la patria única, en una emulación de aquellas concentraciones de despropósito en la madrileña Plaza de Oriente, tampoco. Como dice Anxo Quintana, toca aplicar lo que en Madrid llamaron talante. Es la hora del «sentidiño».
*Xabier Pérez Igrexas es ex-secretario xeral de los Comités Abertos de Estudantes y fue miembro de la Dirección Nacional de Galiza Nova. Actualmente participa en el movimiento vecinal vigués y colabora en diferentes medios de comunicación.
Xabier Pérez Igrexas . Vigo.
Colaboración. El Inconformista Digital.
Incorporación – Redacción. Barcelona, 30 Noviembre 2005.