El sistema alimenticio de nuestro mundo civilizado, ha sufrido una verdadera revolución, que nada tiene que envidiarles a las que produjeron la invención de la rueda, el descubrimiento de la corriente eléctrica, o la aparición de la inteligencia artificial.
Hace cien o doscientos años, por marcar una fecha, la industria alimentaria se limitaba básicamente a la manufactura de café, algodón, azúcar y sal, o a iniciarse tímidamente en el mundo conservero, desecando la mojama del atún, curando jamones, o preparando frutos secos y encurtidos. Las conservas de frutas, el pan y los dulces se elaboraban en el seno de la propia familia, al igual que sucedía en las zonas rurales, con la chacina, y todo tipo de embutidos.
En los pueblos, cada vecino criaba anualmente sus propios cerdos, para hacer la típica matanza, de la que obtenían además de la carne fresca, jamón, tocino, manteca, chorizos, patateras, lomos, y una larga lista de otros derivados, que incluían desde el pelo, hasta las tripas. Eran productos curados al humo y al aire, sin más aditivos que el propio guiso con que aderezaban la carne, a base de ajo, pimienta y pimentón; alimentos, cuyo máximo riesgo, era su abundancia en grasa, pero que no aportaban a la dieta los habituales aditivos, tóxicos la mayoría, que ahora resultan inevitables en cualquier producto industrializado, y lo que es peor, difíciles de controlar.
Por aquel entonces, la leche se vendía a granel, recién ordeñada. Era una sustancia densa , y que formaba una gruesa capa de nata tras hervirla, que en nada se parece a ese producto lácteo, envasado en “tetra-brik”, que hoy compramos como leche, y que llega a nosotros, tras procesos industriales de pasteurización o esterilización, según nuestras preferencias, como desnatada, semidesnatada o entera. En cuanto al queso, si bien carecía de control sanitario alguno, su consumo no implicaba excesivos riesgos, tomando siempre la precaución, de ordeñar sólo animales sanos.
Es cierto que, cada año sufríamos la persistente visita, de ciertas enfermedades endémicas, como la famosísima “fiebre malta”, transmitida por el queso contaminado, que un poco por negligencia, un poco por ignorancia, y para desesperación de las autoridades sanitarias, se vendía y comía sin la menor preocupación, pero en ninguna ocasión, pasaban de contarse como casos aislados. En cuanto al resto de los productos lácteos, como cuajadas, yogures, flanes, o torrijas, eran de elaboración casera, y de consumo inmediato. ¡Todo fresco!, al igual que los huevos, recogidos, diariamente, del propio gallinero.
Entonces se sabía lo que se comía. Las patatas fritas, no eran precocinadas con aceite hidrogenado, de alto contenido en colesterol, para mayor desesperación, ni existían los innombrables “snacks”, esa especie de pienso, de formas variadas, cuya lista de ingredientes, tiene que escribirse en caracteres casi microscópicos, para que quepan en las bolsas, y entre los que se mencionan productos tan malsonantes como “glutanato monosódico”, “guanilato”, o inosinato disódico, ocultando en todo momento la información relativa a los efectos secundarios, y que llevan al consumidor curioso, a perderse por las páginas de los diccionarios.
Para entender el cambio sufrido en el sector de la fruta y a la verdura sólo hay que ver esos tomates absolutamente insípidos, pero eso sí, perfectamente alineados en los hipermercados, todos idénticos en forma y color, todos relucientes, como recién abrillantados y además carísimos. Muchos de estos productos son variedades trangénicas, que atentan contra la diversidad biológica, han sido tratados con insecticidas y pesticidas para combatir plagas, con herbicidas para minimizar esfuerzos en laboreos, y con el correspondiente abrillantador. Con este “currículo”, lo de menos es que carezcan de sabor, por recogerse antes de su maduración para conservarlos en cámaras frigoríficas.
Una de las consecuencias más preocupantes de la alimentación actual, son los efectos producidos por todas estas sustancias aditivas, incorporadas a los productos naturales, como la carne, el pescado, las frutas, el marisco y las verduras, por las empresas manufactureras, en el proceso de industrialización. Podemos destacar, entre los colorantes el E-151 por producir quistes, el E-173 problemas de riñón, el E-210 asma, el E-220 diarrea, el E-153, y el E-161, el temido cáncer, mientras que entre los edulcorantes llaman la atención el E-152, y el E-154 (sacarina) por ser potentes cancerígenos, encontrándonos idéntico panorama entre los conservantes, como el E- 230, E-232, E-239, E- 249, que son igualmente cancerígenos, al igual que lo son, la mayor parte, de los potenciadores del sabor, antioxidantes, y estabilizantes. Y así una larga lista de aditivos entre cuyos efectos secundarios se cuentan, según los casos, diarreas, vómitos, tumores hepáticos, colesterol, erupciones cutáneas, asma, piedras de riñón, úlceras, y otros síntomas de toxicidad, cuya utilización es impunemente permitida por la ley, para el consumo humano, y que a mi juicio, deberían recogerse, cuando menos, en un prospecto, y en muchos casos, prohibirse su utilización.
Vienen a mi mente escándalos alimenticios como el del aceite de colza, por el cual se personaron 400 afectados en el juicio, o como el de las vacas locas, que se cobró la vida de 130.000 animales en Gran Bretaña, y pérdidas en otros países Europeos como Portugal, Irlanda, Francia, o España, llegando a pasar, a través del consumo de carne contaminada, a la especie humana, y produciendo 140 muertos en Inglaterra, hasta la fecha, por citar los más llamativos.
Cada día saltan a los periódicos, casos de intoxicados por consumo de clembuterol, indebidamente usado para el engorde de vacuno, y hasta hace poco seguían apareciendo los pollos precocinados, infectados de salmonelosis, de las marcas pimpollo, y pollo asado sada, que recientemente tuvieron que ser retirados del mercado, tras afectar a dos mil setecientas personas.
La especialización productiva de alimentos, y el elevado volumen de comercio internacional de los mismos, magnifica la repercusión de las crisis sanitarias, por favorecer el sistema, la transmisión de infecciones y sustancias tóxicas.
Lo que, hasta hace poco, eran focos endémicos, perfectamente localizados, de determinadas enfermedades, suponen, actualmente, un riesgo a miles de kilómetros del lugar, gracias al sistema productivo capitalista, que antepone los beneficios, a la salud de los consumidores.
Son problemas de difícil solución, pero, de alguna manera, hay que intentar evitarlos. Lo que es evidente, es que algo falla en un procedimiento, que tiene en jaque a toda la población mundial, unas veces por negligencia, otras por descuido, o en ocasiones, sencillamente, por que la producción y venta industrial de alimentos, es un sistema de alto riesgo.
Milagrosa Carrero Sánchez. Caceres.
Colaboradora, El Inconformista Digital.
Incorporación – Redacción. Barcelona, 17 Octubre 2005.